Diálogo en la moto

Al día siguiente, hacia las once de la mañana, Alain se había citado con sus amigos Ramón y Calibán delante del museo próximo al Jardin du Luxembourg. Antes de salir de su estudio, se volvió para decir adiós a su madre en la foto. Luego, salió a la calle y se dirigió hacia su moto, aparcada no muy lejos del estudio. Al subir en ella, tuvo la vaga sensación de sentir en la espalda la presencia de un cuerpo. Como si Madeleine le acompañara y apenas le rozara.

Esa ilusión le conmovió; le pareció que expresaba el amor que él sentía por su amiga, y arrancó.

Luego oyó una voz a su espalda:

—Querría seguir hablando contigo.

No, no era Madeleine. Reconoció la voz de su madre.

Había un atasco en la calle y él oyó tras de sí:

—Quiero estar segura de que entre tú y yo no hay ningún malentendido, que nos entendemos bien tú y yo…

Se vio obligado a frenar. Un peatón que se había metido por el medio y atravesaba la calle se volvió hacia él con gestos amenazadores.

—Te seré sincera. Desde siempre me ha horrorizado la idea de arrojar al mundo a alguien que no lo ha pedido.

—Lo sé —dijo Alain.

—Mira a tu alrededor: nadie de los que te rodean está aquí por su voluntad. Es evidente que lo que acabo de decirte es la más trivial de todas las verdades. Es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la ve ni se la oye.

Él siguió su camino entre un camión y un coche que desde hacía unos minutos lo iban apretando a cada lado.

—Todo el mundo habla de los derechos humanos. ¡Menuda engañifa! Tu existencia no se asienta sobre ningún derecho. Esos caballeros de los derechos humanos incluso te prohíben poner fin a tu vida por tu propia voluntad.

En un cruce se encendió la luz roja de un semáforo. Alain se detuvo. Los peatones a los dos lados de la calle se pusieron en marcha hacia la acera de enfrente.

Y siguió hablándole la madre:

—¡Míralos, míralos a todos! Al menos la mitad de los que ves son feos. ¿También forma parte de los derechos humanos ser feo? ¿Sabes tú lo que significa cargar con tu fealdad toda la vida? Tampoco has elegido tu sexo. Ni el color de tus ojos. Ni tu siglo. Ni tu país. Ni tu madre. Nada de lo que realmente cuenta. Los derechos de los que puede disponer el ser humano sólo se refieren a nimiedades por las que carece de sentido luchar unos contra otros o escribir solemnes declaraciones.

Alain seguía adelante y la voz de su madre se suavizó:

—Existes tal como eres porque he sido débil. Por mi culpa. Te ruego que me perdones.

Él callaba, pero dijo al fin con voz apacible:

—¿De qué te sientes culpable? ¿De no haber tenido la fuerza de impedir mi nacimiento? ¿O de no haberte reconciliado con mi vida que, por otra parte, tampoco está tan mal?

Tras un silencio, ella contestó:

—Tal vez tengas razón. Por eso soy doblemente culpable.

—Yo soy quien debe pedir perdón —dijo Alain—. Caí en tu vida como una boñiga. Te he expulsado a América.

—¡Déjate de disculpas! ¿Qué sabes tú de mi vida, tontito mío? ¿Puedo llamarte tonto? Sí, no te enfades, pero a mí me parece que eres tonto. ¿Y sabes cuál es el origen de tu idiotez? ¡Tu bondad! ¡Tu ridícula bondad!

Llegaron al Jardín du Luxembourg. Aparcó la moto.

—No protestes, y déjame pedir perdón —dijo—. Soy un perdonazos. Así es como me habéis fabricado, tú y él. Y, como perdonazos, disfruto cuando nos pedimos mutuamente perdón tú y yo. ¿No es acaso hermoso pedir perdón el uno al otro?

Una vez aparcada la moto, se dirigieron hacia el museo al fondo del jardín:

—Créeme —dijo él—, estoy de acuerdo contigo en todo lo que acabas de decirme. En todo. ¿No es acaso bonito estar de acuerdo tú y yo? ¿No es acaso bella nuestra alianza?

—¡Alain! ¡Alain! —una voz de hombre interrumpió su conversación:

—¡Me miras como si nunca me hubieras visto!

Ramón discute con Alain

sobre la época de los ombligos

Sí, era Ramón el que llamaba.

—Esta mañana la mujer de Calibán me ha llamado —le dijo a Alain—. Me ha hablado de vuestra juerga de anoche. Lo sé todo. Charles se ha ido a Tarbes. Su madre está agonizando.

—¡Dios mío! —exclamó Alain—. ¿Y Calibán? Cuando estuvo en mi casa se cayó de una silla.

—Me lo ha dicho ella. Y al parecer no ha sido poca cosa. Según ella, le cuesta caminar. Le duele. Ahora está durmiendo. Él quería ir con nosotros a ver la exposición de Chagall. No la verá. Yo tampoco, por otra parte. No soporto hacer colas. ¡Mira!

Hizo un gesto en dirección a la multitud que avanzaba lentamente hacia la entrada del museo.

—Tampoco es tan larga —dijo Alain.

—Quizá no sea tan larga, pero es repulsiva.

—¿Cuántas veces has llegado ya hasta aquí y te has vuelto a ir?

—Tres veces. De manera que, en realidad, ya no vengo aquí para ver a Chagall, sino para comprobar que de una semana a otra las colas son cada vez más largas, y por tanto el planeta está cada vez más poblado. ¡Míralos! ¿Crees realmente que, de repente, se han puesto todos a admirar a Chagall? Están dispuestos a ir a cualquier parte, a hacer lo que sea, tan sólo para matar el tiempo con el que no saben qué hacer. No conocen nada, de modo que se dejan llevar. Son magníficamente llevables. Perdóname, pero estoy de mal humor. Ayer bebí mucho. Decididamente bebí demasiado.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—¡Paseemos por el parque! Hace buen tiempo. Sí, sé que el domingo hay más gente. Pero no importa. ¡Mira qué sol!

Alain no protestó. En efecto, la atmósfera en el parque era apacible. Algunos corrían, otros paseaban, en el césped un círculo de personas hacía gestos extraños y lentos, otros comían helados, otros aún, al otro lado de unas alambradas, jugaban al tenis…

—Aquí —dijo Ramón— me siento mejor. Ya sé que la uniformidad está en todas partes. Pero en este parque, dispone al menos de una gran variedad de uniformes. Así puedes conservar aún la ilusión de tu individualidad.

—La ilusión de la individualidad… ¡Curioso! Hace unos minutos he sostenido una extraña conversación.

—¿Conversación? ¿Con quién?

—Y luego, está el ombligo…

—¿Qué ombligo?

—¿No te había hablado ya de eso? Desde hace algún tiempo, pienso mucho en el ombligo…

Como si lo hubiera montado un director de teatro invisible, pasaron por delante de ellos dos jovencitas exhibiendo el ombligo con elegancia.

Ramón se limitó a decir:

—En efecto.

Y Alain siguió en lo suyo:

—Hoy en día se ha puesto de moda pasear así con el ombligo al aire. Dura como mínimo hace diez años.

—Pasará como todas las modas.

—¡Pero no olvides que la moda del ombligo inauguró el nuevo milenio! Como si, en esa fecha simbólica, alguien hubiera levantado una cortina que, durante siglos, nos hubiera impedido ver lo esencial: ¡que la individualidad es una ilusión!

—Sí, sin duda, pero ¿qué relación ves con el ombligo?

—En el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos.

Ramón reflexionó y dijo:

—Por qué no…

—Y luego un día comprendí que hay que añadirles un cuarto lugar: el ombligo.

Tras un instante de reflexión, Ramón reconoció:

—Sí, tal vez.

Y Alain continuó:

—Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer a la que amas. Reconocerías entre cien las nalgas amadas. Pero no puedes identificar a la mujer a la que amas por su ombligo. Todos los ombligos son iguales.

Al menos unos veinte niños pasaron riendo y gritando al lado de los dos amigos.

Alain prosiguió:

—Cada uno de esos cuatro lugares excelsos representa un mensaje erótico. Y me pregunto acerca del mensaje erótico que nos transmite el ombligo. —Y tras una pausa—: Algo salta a la vista: contrariamente a los muslos, a las nalgas y a los pechos, el ombligo no dice nada de la mujer que lo tiene, habla de algo que no es esa mujer.

—¿Qué dice, entonces?

—Habla del feto.

—Del feto, por supuesto —aprobó Ramón.

Y Alain continuó:

—Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.

De pronto, un encuentro inesperado interrumpió la conversación. D’Ardelo se acercaba a ellos por la misma alameda.

Llega D’Ardelo

Él también había bebido demasiado, había dormido mal y ahora salía a airearse paseando por el Jardin du Luxembourg. La visión de Ramón, de entrada, le incomodó. Lo había invitado a su cóctel sólo por educación, porque le había encontrado a dos amables sirvientes para su fiesta. Y, como ese jubilado ya había perdido toda importancia para él, D’Ardelo ni siquiera había intentado encontrar un segundo para acogerlo en su cóctel y darle la bienvenida. Al sentirse ahora culpable, abrió los brazos y exclamó:

—¡Amigo Ramón!

Ramón recordaba haberse escabullido del cóctel sin decirle siquiera a su antiguo colega un simple adiós. Pero el estruendoso saludo de D’Ardelo alivió su mala conciencia; él también abrió los brazos exclamando: «¡Qué tal, querido amigo!», le presentó a Alain y le invitó cordialmente a unirse a ellos.

D’Ardelo recordaba que había sido en ese mismo parque donde se le había ocurrido de golpe inventar la extraña mentira acerca de su enfermedad mortal. Y ahora, ¿qué iba a hacer? No podía contradecirse; no tenía más remedio que seguir estando gravemente enfermo; por otra parte, no le parecía tan pesado, pues había comprendido muy pronto que no había motivo para contener su buen humor, ya que las chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente enfermo en un ser aún más atractivo y admirable.

Se puso, pues, a charlar en un tono despreocupado y distraído con Ramón y su amigo sobre ese parque que formaba parte de su paisaje más íntimo, de su «mundo», como repitió en varias ocasiones; les hablaba de todas esas estatuas de poetas, pintores, ministros, reyes. «Y es que», les dijo, «¡la Francia del pasado sigue estando viva!». Luego, con una amable y jovial ironía, les señaló las estatuas blancas de las grandes damas de Francia, reinas, princesas, regentes, alzadas en toda su grandeza de los pies a la cabeza cada una en su pedestal; alejadas una de otra unos diez o quince metros, formaban un gran círculo que rodeaba, en un nivel inferior, un hermoso estanque.

Más allá, en medio de un gran griterío, se reunían varios grupos de niños que acudían de todas partes.

—¡Ah, los niños! ¿Oís cómo ríen? —sonrió D’Ardelo—. Hoy se celebra una fiesta, ya no recuerdo cuál. Una fiesta para niños.

De repente, prestó atención:

—Pero ¿qué ocurre allí?

Llegan un cazador y un meón

Desde la Avenue de l’Observatoire, un hombre de unos cincuenta años, bigotudo, vestido con una vieja parka usada y llevando al hombro una larga escopeta de caza, corre por el paseo principal en dirección al círculo de las grandes damas de mármol. Va gesticulando y gritando. Los paseantes a su alrededor se detienen y lo miran con sorpresa y simpatía. Sí, con simpatía, porque el rostro del viejo bigotudo tiene algo apacible, lo cual refresca el aire del jardín gracias a un idílico soplo de tiempos pasados. Evoca la imagen de un mujeriego, de un seductor pueblerino, de un aventurero tanto más amable cuanto que ya es mayor y amansado. Subyugada por su encanto campechano, por su bondad viril, por su aspecto folclórico, la multitud le dirige unas sonrisas a las que, encantado, responde con cortesía.

Sin dejar de correr, alza la mano en dirección a una estatua. Todo el mundo sigue su gesto y se encuentra con otro hombre, ya muy mayor, de una lamentable delgadez, con una barbita puntiaguda, que, como queriendo protegerse de miradas indiscretas, se oculta detrás del enorme pedestal de una gran dama de mármol.

—A ver, a ver —dice el cazador y, ajustando su escopeta al hombro, dispara en dirección de la estatua. Se trata de María de Médicis, reina de Francia, célebre por su cara de vieja fea, gorda y arrogante. El disparo le arranca la nariz de tal manera que parece aún más vieja, más fea, más gorda y más arrogante, mientras el viejo que se había escondido detrás del pedestal de la estatua sale corriendo, asustado, y, para huir de las miradas indiscretas, termina por agazaparse detrás de la reina Valentina de Milán, duquesa de Orleans (ésa sí, mucho más guapa).

Al principio, la gente se siente confusa ante ese disparo inesperado y por la cara sin nariz de María de Médicis; sin saber cómo reaccionar, miran a un lado y a otro, a la espera de una señal que les ilumine: ¿cómo interpretar el comportamiento del cazador?, ¿hay que condenarlo o tomarlo por un gracioso?, ¿deben silbarle o aplaudirlo?

Como si adivinara su apuro, el cazador exclama:

—¡Prohibido mear en el parque más célebre de Francia!

Luego, mirando a su pequeño público, suelta una carcajada y su risa es tan alegre, tan libre, tan inocente, tan rústica, tan fraternal, tan contagiosa que la gente a su alrededor, como aliviada, también se echa a reír.

El viejo de la barbita puntiaguda sale de detrás de la estatua de Valentina de Milán abrochándose la bragueta; su cara expresa la felicidad del alivio.

El buen humor se apodera de la cara de Ramón.

—¿No te recuerda algo ese cazador? —le pregunta a Alain.

—Sí, claro, a Charles.

—Sí. Charles está con nosotros. Se trata del último acto de su obra de teatro.

La fiesta de la insignificancia

Entretanto, unos cincuenta niños aparecen entre el gentío y se sitúan en semicírculo, como una coral. Alain da unos pasos hacia ellos, con curiosidad por ver qué está pasando, y D’Ardelo le dice a Ramón:

—Ya ves, la animación aquí es estupenda. ¡Estos dos tipos son perfectos! Seguro que son actores en paro. ¡Mira, no necesitan siquiera las tablas de un teatro! Les bastan las alamedas del parque. No se rinden. Quieren estar activos. ¡Luchan por vivir! —Entonces recuerda su grave enfermedad y, para recordarle su trágica suerte, añade en voz más baja—: Yo también lucho.

—Lo sé, amigo mío, y admiro tu valor —dice Ramón. Luego, deseando ayudarlo en su desgracia, añade—: Desde hace tiempo, D’Ardelo, quiero hablarte de cierto asunto. Del valor de la insignificancia. En otros tiempos, pensaba sobre todo en tus relaciones con las mujeres. Quería entonces hablarte de Quaquelique. Un gran amigo. Tú no lo conoces. Lo sé. Dejémoslo correr. Ahora en cambio, veo la insignificancia bajo una luz totalmente distinta a la de entonces, bajo una luz más fuerte, más reveladora. La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D’Ardelo amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor.

En aquel instante, a pocos metros delante de ellos, el hombre bigotudo coge por los hombros al anciano de la barbita y se dirige con solemnidad a la gente que les rodea:

—¡Camaradas! Mi viejo amigo acaba de jurarme por su honor que no volverá a mearse nunca más en las grandes damas de Francia.

Una vez más, suelta una carcajada, la gente aplaude, grita, y la madre de Alain le dice:

—Alain, soy feliz aquí contigo. —Después su voz se transforma en una risa ligera, queda y suave.

—¿Te ríes? —pregunta Alain, pues le parece que oye reír a su madre por primera vez.

—Sí.

—Yo también soy feliz —dice Alain conmovido.

D’Ardelo, en cambio, no dice nada, y Ramón comprende que su elogio de la insignificancia no ha debido de gustarle a ese hombre tan amigo de la seriedad de las grandes verdades; decide acercársele de otra manera.

—Ya os vi ayer a La Franck y a ti. Hacíais muy buena pareja.

Ramón observa la cara de D’Ardelo y comprueba que, esta vez sí, sus palabras son mucho mejor recibidas. Ese acierto le inspira la idea de convertir una mentira absurda, aunque deslumbrante, en todo un regalo, el regalo que se le brinda a alguien a quien le queda poco de tiempo de vida.

—¡Pero ve con cuidado, porque basta con miraros para que todo quede claro!

—¿Claro? ¿Que quede claro el qué? —pregunta D’Ardelo con un placer apenas disimulado.

—Claro que sois amantes. No, no le niegues, lo he entendido todo. Y no te preocupes, ¡nadie más discreto que yo!

D’Ardelo hunde su mirada en los ojos de Ramón, donde, como en un espejo, se refleja la imagen de un hombre trágicamente enfermo y no obstante feliz, amigo de una mujer célebre a la que jamás ha tocado, pero de la que, de golpe, pasa a ser el amante secreto.

—Amigo, querido amigo —dice abrazando a Ramón. Y se va con los ojos húmedos, contento y feliz.

La coral de los niños está ya dispuesta formando un semicírculo perfecto, y el director, un niño de diez años en esmoquin, la batuta en ristre, se prepara para dar la señal que dé comienzo al concierto. Pero debe aún esperar un poco porque, en aquel mismo instante, irrumpe ruidosamente una pequeña calesa, pintada de rojo y amarillo, llevada por dos ponis. El bigotudo, enfundado en su vieja parka usada, levanta bien alto su larga escopeta de caza. El cochero, otro crío, obedece y detiene el carruaje. El bigotudo y el viejo de la barbita puntiaguda suben, se sientan y saludan por última vez al público que, encantado, agita los brazos, mientras la coral de los niños entona La Marsellesa.

La calesa arranca y se aleja lentamente por una larga alameda del Jardin du Luxembourg hacia las calles de París.