Adiós a Mariana

Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en francés.

Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.

—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en francés).

Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.

Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:

—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.

Luego, dirigiéndose a Charles:

—¿Podría decirle usted algo en su lengua?

—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.

—Lo sé —suspiró ella.

—¿Le gusta? —preguntó Charles.

—Sí —dijo poniéndose roja.

—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?

—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale… —reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo. Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…, yo podría…

—¿Cómo se llama usted?

—Mariana.

—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.

—Yo no soy un ángel.

De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea posible».

Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo recordó suplicando:

—Le pedí, señor, que le dijera…

—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de sonidos absurdos.

Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella salió corriendo.

Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se sentaron en el coche.

—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.

—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también quisiera hacer algo bueno por ella.

—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.

—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la castidad.

—¿Qué? ¿De la castidad?

—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!

—Ya debe de estar durmiendo.

—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor gloria de la castidad.

La botella de Armagnac

en su orgullosa altura

Se oyó en la calle el sonido largo y agresivo de una bocina. Alain abrió la ventana. Abajo, Calibán dio un portazo al coche y gritó:

—¡Somos nosotros! ¿Podemos subir?

—Sí, subid.

Desde la escalera, Calibán voceó:

—¿Tienes algo de beber?

—No te reconozco. ¡Nunca fuiste un bebedor! —dijo Alain abriendo la puerta de su estudio.

—¡Hoy es una excepción! ¡Quiero brindar por la castidad! —dijo Calibán entrando en el estudio seguido de Charles.

Después de tres segundos de duda, Alain sacó su lado bonachón:

—Si quieres realmente brindar por la castidad, caes bien, la ocasión soñada… —y señaló el armario donde imperaba la botella.

—Alain, necesito llamar por teléfono —dijo Charles y, para hacerlo sin testigos, se refugió en el vestíbulo y cerró la puerta tras él.

Calibán contemplaba la botella encima del armario.

—¡Armagnac!

—La puse allá arriba para que se imponga como una reina en su trono —dijo Alain.

—¿De qué añada es? —Calibán intentó leer la etiqueta y dijo, con admiración—: ¡No! ¡Es imposible!

—¡Ábrela! —le ordenó Alain.

Calibán acercó una silla y subió. Pero, incluso subido a la silla, apenas conseguía tocar la parte baja de la botella, inaccesible en su orgullosa altura.

El mundo según Schopenhauer

Rodeado de los mismos camaradas al final de la misma gran mesa, Stalin se vuelve hacia Kalinin:

—Créeme, amigo, yo también estoy seguro de que la ciudad del célebre Immanuel Kant seguirá siendo para siempre Kaliningrado. Como padrino de su ciudad natal, ¿podrías explicarnos cuál fue la idea más importante de Kant?

Kalinin no tenía ni idea. De modo que, según su vieja costumbre, aburrido de su ignorancia, Stalin contestó por él:

—La idea más importante de Kant, camaradas, es la «cosa en sí», que en alemán es: «Dingan sich». Kant pensaba que, detrás de nuestras representaciones, hay una cosa objetiva, una «Ding», que no podemos conocer, pero que no obstante es real. Pero esta idea es falsa. No hay nada real detrás de nuestras representaciones, ninguna «cosa en sí misma», ninguna «Ding an sich».

Todos escuchan desconcertados y Stalin prosigue:

—Schopenhauer estuvo más cerca de la verdad. ¿Cuál fue, camaradas, la gran idea de Schopenhauer?

Todos evitan la mirada burlona del examinador que, según su célebre costumbre, termina por contestarse a sí mismo:

—La gran idea de Schopenhauer, camaradas, es la de que el mundo no es más que representación y voluntad. Eso significa que, tras el mundo tal como lo vemos, no hay nada objetivo, ninguna «Ding an sich» y que, para hacer que exista esa representación, para hacerla real, debe haber una voluntad; una enorme voluntad que la impondrá.

Zhdánov protesta tímidamente:

—¡Iósif, el mundo como representación! Toda la vida nos has obligado a afirmar que era una mentira de la filosofía idealista de la clase burguesa.

—¿Cuál es, camarada Zhdánov —contestó Stalin—, la primera propiedad de una voluntad?

Zhdánov calla y Stalin responde:

—Su libertad. Puede afirmar lo que quiera. Dejémoslo. La verdadera pregunta es ésta: hay tantas representaciones del mundo como hay personas en nuestro planeta; eso crea inevitablemente el caos; ¿cómo poner orden a ese caos? La respuesta es clara: imponiendo a todo el mundo una única representación. Y sólo se puede imponer gracias a una única voluntad, una única, inmensa voluntad, una voluntad por encima de todas las demás voluntades. Esto es lo que he hecho mientras las fuerzas me lo han permitido. ¡Y os aseguro que, bajo el dominio de una gran voluntad, la gente termina por creer cualquier cosa! ¡Oh, camaradas, cualquier cosa!

Y Stalin rió, con felicidad en la voz.

Al acordarse de la historia de las perdices, mira con malicia a sus colaboradores y, en particular, a Jrushchov, bajito y rechoncho, que en aquel instante tiene las mejillas enrojecidas y que se atreve, una vez más, a mostrarse valiente:

—No obstante, camarada Stalin, aunque entonces se creyeran cualquier cosa que proviniera de ti, hoy ya han dejado de creerte del todo.

Un puñetazo en la mesa

que repercutirá en todas partes

—Lo has entendido todo —responde Stalin—: han dejado de creerme. Porque mi voluntad se ha cansado. Mi pobre voluntad, que invertí totalmente en aquella ensoñación que el mundo entero tomó en serio. Sacrifiqué por ella todas mis fuerzas, me sacrifiqué yo mismo. Y os pido que me contestéis, camaradas: ¿por quién me he sacrificado?

Confundidos, los camaradas ni siquiera intentan abrir la boca. Stalin se contesta a sí mismo:

—Me he sacrificado, camaradas, por la humanidad.

Como aliviados, todos aprueban ese discurso. Kaganóvich incluso se pone a aplaudir.

—Pero ¿qué es la humanidad? No es nada objetivo, no es sino mi propia representación subjetiva, a saber: es lo que he podido ver a mi alrededor con mis propios ojos. ¿Y qué vi todo el tiempo con mis propios ojos, camaradas? ¡Os he visto a vosotros! ¡Recordad el baño donde os encerrabais para arremeter contra mi historia de las veinticuatro perdices! Me divertía mucho en el pasillo oyéndoos aullar, pero al mismo tiempo me decía: ¿habré gastado todas mis fuerzas para semejantes gilipollas? ¿Habré vivido para ellos? ¿Para esos miserables? ¿Para estúpidos tan exageradamente ordinarios? ¿Para esos Sócrates de alcantarilla? Y, al pensar en vosotros, sentía que flaqueaba mi voluntad, que se cansaba, se hartaba, y la ensoñación, nuestra hermosa ensoñación, al dejar de sostenerla mi voluntad, se ha desmoronado como una inmensa construcción cuyos pilares se han derrumbado.

Y, para ilustrar ese derrumbe, Stalin deja caer su puño sobre la mesa, que tiembla.

La caída de los ángeles

El puñetazo de Stalin retumba largo tiempo por encima de sus cabezas. Brézhnev mira por la ventana y no consigue dominarse. Lo que ve es increíble: un ángel cuelga por encima de los tejados, con las alas desplegadas. Se levanta y exclama:

—¡Un ángel, un ángel!

Los demás también se levantan:

—¿Un ángel? ¡No lo veo!

—¡Sí, allá arriba!

—¡Dios mío, otro más! ¡Se cae! —suspira Beria.

—¡Idiotas! Muchos serán los que veréis caer —resopla Stalin.

—Un ángel, ¡es una señal! —proclama Jrushchov.

—¿Una señal? Pero ¿de qué será esa señal? —suspira Brézhnev, paralizado por el miedo.

El viejo Armagnac

se derrama en el parquet

En efecto, ¿qué indica esa caída? ¿Una utopía asesinada tras la cual ya no habrá otras? ¿Una época de la que ya no quedará huella? ¿Libros y cuadros arrojados al vacío? ¿Una Europa que ya no será Europa? ¿Bromas de las que ya nadie reirá?

Alain no se hacía estas preguntas, asustado de ver a Calibán que, agarrando con una mano la botella, acababa de caer de la silla al suelo. Se inclinó sobre su cuerpo, que yacía de espaldas sin moverse. Tan sólo el viejo (¡viejisísimo!) Armagnac iba desparramándose desde la botella rota por el parquet.

Un desconocido

se despide de su amante

En aquel mismo instante, en la otra punta de París, una hermosa mujer se despertaba en su cama. Ella también había oído un sonido fuerte y breve como un puñetazo en una mesa; detrás de sus ojos cerrados, seguían vivos algunos recuerdos de sueños; en el duermevela, recordaba que habían sido sueños eróticos; los detalles concretos ya se habían desvanecido, pero ella se sentía de buen humor, porque, sin ser fascinantes ni inolvidables, esos sueños eran sin duda placenteros.

Y, de pronto, oyó: «Ha sido muy bonito»; sólo entonces, al abrir los ojos, vio a un hombre cerca de la puerta a punto de salir. La voz llegaba desde arriba, débil, delicada, frágil, similar a la silueta misma de su portador. ¿Lo conocía ella? Claro que sí, se acordaba vagamente: un cóctel en casa de D’Ardelo, donde también se encontraba el viejo Ramón, que está enamorado de ella; para huir de él, ella se había dejado acompañar por un desconocido; recordaba que era muy amable, tan discreto y casi invisible que era incluso incapaz de evocar el momento en que se habían separado. Pero, Dios mío, ¿se habían separado?

—Realmente muy bonito, Julie —repitió él desde la puerta y ella se dijo, ligeramente sorprendida, que sin duda ese hombre había pasado la noche en la misma cama que ella.

La mala señal

Quaquelique alzó la mano para un último saludo, luego bajó a la calle, se sentó en su modesto coche mientras en un estudio en la otra punta de París, Calibán, ayudado por Alain, se levantaba del suelo.

—¿Todo bien?

—Todo bien. Todo en orden, salvo el Armagnac… Ya no queda nada. ¡Perdóname, Alain!

—Soy yo el perdonazos —dice Alain—, es culpa mía si te he dejado subir a esa vieja silla estropeada. —Y preocupado—: Pero, amigo, ¡cojeas!

—Un poco, pero no es nada grave.

En ese momento, Charles volvió a entrar apagando su móvil. Vio a Calibán que, extrañamente encorvado, seguía con la botella rota en la mano.

—¿Qué ha pasado?

—He roto la botella —le anunció Calibán—. Ya no queda Armagnac. Mala señal.

—Sí, muy mala señal. Tengo que salir sin más tardar hacia Tarbes —dijo Charles—. Mi madre está agonizando.

Stalin y Kalinin se evaden

Que caiga un ángel es sin duda una señal. En la sala del Kremlin, todos tienen miedo, con los ojos fijos en las ventanas. Stalin sonríe y, aprovechando que nadie lo mira, se aleja hacia una discreta portezuela en un rincón de la sala. La abre y se encuentra en un cuchitril. Se quita la chaqueta del uniforme oficial y se enfunda una parka, vieja y desgastada, luego coge una larga escopeta de caza. Disfrazado de cazador de perdices, vuelve a la sala y se dirige hacia la gran puerta que se abre al pasillo. Todo el mundo mantiene la mirada fija en las ventanas y nadie lo ve. En el último momento, cuando está a punto de poner la mano encima del picaporte de la puerta, se detiene un segundo como si quisiera echar una última mirada traviesa a sus camaradas. En ese preciso instante, su mirada se cruza con la de Jrushchov, que se pone a gritar:

—¡Es él! ¿Lo veis con ese traje? ¡Hará creer a todo el mundo que es un simple cazador! ¡Nos dejará a todos metidos en el lío! ¡Pero el culpable es él! ¡Nosotros no somos más que víctimas! ¡Sus víctimas!

Stalin ya se encuentra lejos en el pasillo, mientras Jrushchov da puñetazos en la pared, en la mesa, patalea en el suelo con sus enormes botas ucranianas mal enceradas. Incita a los demás a que también se indignen y al poco todos gritan, vociferan, patalean, saltan, dan puñetazos a la pared y en la mesa, martillean el suelo con las sillas, hasta el punto de que la sala retumba con un ruido infernal. Es un guirigay como cuando, antaño, durante las pausas, se reunían todos en el baño delante de los urinarios coloreados y adornados de florecillas de cerámica.

Están todos allí, como antaño; sólo Kalinin se ha alejado discretamente. Ahuyentado por unas terribles ganas de orinar, vaga por los pasillos del Kremlin; sin embargo, incapaz de encontrar donde mear, termina por salir corriendo a la calle.