Una plumita planea bajo el techo
«Charles, curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba…». Éstas son las palabras que escribí en el último párrafo del capítulo anterior. Pero ¿qué observaba Charles allá arriba?
Un minúsculo objeto tembloroso bajo el techo; una diminuta plumita blanca que, lentamente, planeaba, descendía, subía. Detrás de la larga mesa cubierta de platos, botellas y vasos, Charles permanecía de pie, inmóvil, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, mientras los invitados, uno tras otro, intrigados por su postura, empezaban a seguirle la mirada.
Mientras observaba el vagabundeo de la plumita, Charles se sintió angustiado; le asaltó la idea de que el ángel en el que había estado pensado en las últimas semanas le avisaba así de que andaba por ahí, en algún lugar, muy cerca. Tal vez, enfurruñado, antes de que lo echaran del cielo, ya se le habría escapado de un ala esa minúscula pluma, apenas visible, como una huella de su ansiedad, como un recuerdo de la vida feliz compartida con las estrellas, como una tarjeta de visita que debía dar razón de su llegada y anunciar el final que se acerca.
Pero Charles aún no estaba preparado para afrontar el final; él habría querido aplazar ese final. La imagen de su madre enferma surgió ante él y su corazón se encogió.
Entretanto, la plumita seguía ahí, ascendía y descendía mientras, al otro lado del salón, La Franck, ella también, miraba hacia el techo. Alzó la mano levantando el índice para que la plumita pudiera aterrizar en él. Pero la plumita evitó el dedo de La Franck y siguió vagando.
El final de una ensoñación
Por encima de la mano alzada de La Franck, la plumita seguía con su vagabundeo, e imagino a unos veinte hombres agrupados alrededor de una gran mesa dirigiendo su mirada hacia arriba, aun cuando no haya plumita alguna; se sienten más confundidos y nerviosos en la medida en que ignoran que lo que les espanta no se encuentra ni delante (como un enemigo al que pudieran eliminar), ni debajo (como una trampa que la policía secreta pudiera desbaratar), sino que, en algún lugar por encima de ellos, planea una amenaza invisible, incorpórea, inexplicable, inasible, impunible, maliciosamente misteriosa. Algunos se levantan de su silla sin saber adonde quieren ir.
Sentado en un extremo de la gran mesa, impasible, veo a Stalin que refunfuña:
—¡Calmaos, cobardes! ¿De qué tenéis miedo? —Y con un tono de voz más alto—: ¡Sentaos, que todavía no se ha levantado la sesión!
Cerca de la ventana, Molotov dice en voz baja:
—Iósif, algo se está preparando. Cuentan que van a cargarse tus estatuas. —Luego, ante la mirada burlona de Stalin, bajo el peso de su silencio, dócilmente, baja la cabeza y vuelve a sentarse a la mesa.
Cuando todos han vuelto a ocupar sus lugares, Stalin dice:
—¡Eso se llama el fin de una ensoñación! Todas las ensoñaciones acaban un día. Es tan inesperado como inevitable. ¿Acaso no lo sabéis, ignorantes?
Todos callan, sólo Kalinin, que no consigue controlarse, proclama en voz alta:
—Pase lo que pase, ¡Kaliningrado siempre será Kaliningrado!
—Como debe ser. Me alegra saber que el nombre de Kant permanecerá para siempre vinculado al tuyo —contesta Stalin, cada vez más divertido—. Porque, como sabes, Kant se lo merece plenamente.
Y su risa, solitaria y alegre, vagabundea largo tiempo en la gran sala.
Lamento de Ramón
por el fin de las bromas
El eco lejano de la risa de Stalin vibró débilmente en el salón. Charles, detrás de la larga mesa de bebidas, seguía con la mirada fija en la plumita por encima del índice erguido de La Franck, y Ramón, en medio de todas esas cabezas que miraban hacia arriba, se alegraba de que hubiera llegado el momento en el que podría irse con Julie, sin que le vieran, discretamente. La buscó a diestro y siniestro, pero no estaba. Él seguía oyendo su voz; sus últimas palabras, que sonaban como una invitación. Seguía viendo cómo se alejaba su soberbio trasero enviándole señales. ¿Y si hubiera ido al baño? ¿O al tocador? Se metió por un pasillo y esperó ante la puerta. Salieron muchas señoras, lo miraron suspicaces, pero ella no apareció. Estaba claro. Se había ido. Ella le había despistado. De golpe, él ya sólo deseó abandonar a esa gente lúgubre, abandonarla sin perder un minuto más, en el acto, y se dirigió hacia la puerta. Pero unos pasos más allá, apareció Calibán ante él llevando una bandeja.
—¡Por Dios, Ramón, qué triste estás! Tómate enseguida un whisky.
¿Cómo hacerle un feo a un amigo? Por otra parte, ese encuentro repentino le pareció de un interés irresistible: ya que todos esos tontos, como hipnotizados, seguían de espaldas mirando arriba, hacia el mismo lugar absurdo, al fin él podría quedarse con Calibán, abajo, en tierra, en total intimidad, como en una isla de libertad. Se detuvieron y Calibán, como para decir algo gracioso, pronunció una frase en pakistaní.
Ramón contestó (en francés):
—Te felicito, amigo, por tu espléndido alarde lingüístico. Pero en lugar de alegrarme, has vuelto a hundirme en mi tristeza.
Tomó un vaso de whisky de la bandeja, lo bebió, lo devolvió a la bandeja, tomó un segundo y se lo quedó en la mano:
—Charles y tú habéis inventado la farsa de la lengua pakistaní para divertiros durante los cócteles mundanos en los que no sois más que lacayos de los esnobs. El placer de la mistificación debía protegeros. Ésa fue de hecho nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Pero me doy cuenta de que nuestras gracias ya perdieron todo su poder. Te esfuerzas por hablar pakistaní para alegrarte. Pero es en vano. Sólo sientes cansancio y tedio.
Ramón hizo una pausa y vio que Calibán ponía su índice en los labios:
—¿Qué pasa?
Calibán hizo un movimiento de cabeza señalando a un hombre, bajo, calvo, a dos o tres metros de ellos, el único que no tenía la mirada fija en el techo, sino más bien en ellos.
—¿Y? —preguntó Ramón.
—¡No hables francés! Nos está escuchando —murmuró Calibán.
—Pero ¿qué es lo que te preocupa?
—¡Te lo ruego, no hables francés! Desde hace una hora tengo la impresión de que me vigila.
Al comprender que la angustia de su amigo era real, Ramón pronunció unas improbables palabras en pakistaní.
Calibán no reaccionó y, después, algo más calmado:
—Ahora mira a otra parte —dijo y añadió—: Ya se va.
Confuso, Ramón tomó su whisky, volvió a dejar el vaso en la bandeja y cogió otro automáticamente (el tercero ya). Luego, le dijo serio:
—Te lo juro, no imaginaba ni de lejos esa posibilidad. Pero ¡en efecto! Si un esclavo de la verdad descubre que eres francés, pues, claro, ¡terminarías siendo sospechoso! ¡Pensará que, sin duda, alguna razón poco clara tendrás para ocultar tu identidad! ¡Avisará a la policía! ¡Te interrogarán! Explicarás que tu pakistaní era una broma. Se reirán: ¡vaya coartada más tonta! Seguro que preparabas un golpe. ¡Te pondrán las esposas!
Vio reaparecer la angustia en la cara de Calibán:
—¡No, no, olvida lo que acabo de decirte! Digo tonterías. ¡Exagero! —Luego, bajando la voz, añadió—: Sin embargo, te comprendo. Las bromas se han vuelto peligrosas. ¡Por Dios, tú debes de saberlo! Acuérdate de la historia de las perdices que Stalin contaba a sus amigos. ¡Y acuérdate de Jrushchov, que aullaba en el baño! ¡Él, el gran héroe de la verdad, escupiendo de desprecio! Era una escena profética. Anunciaba realmente un tiempo nuevo. ¡El crepúsculo de las bromas! ¡La era de la posbroma!
Una nubecilla de tristeza pasaba una vez más por encima de la cabeza de Ramón cuando, en su imaginación, reaparecieron, en el espacio de tres segundos, Julie y su trasero que ya se iban; rápidamente apuró el vaso, volvió a dejarlo, tomó otro (el cuarto) y exclamó:
—Querido amigo, una sola cosa me hace falta: ¡el buen humor!
Calibán miró una vez más a su alrededor; el hombrecito calvo se había ido; eso le calmó; sonrió.
Y Ramón continuó:
—¡Ah, el buen humor! ¿Nunca has leído a Hegel? Claro que no. No sabes siquiera quién es. Pero nuestro maestro, que nos ha inventado a todos, me obligó antaño a estudiarlo. En su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice literalmente: «infinito buen humor»; «unendliche Wohlgemutheit!». No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella.
Después de una pausa, con el vaso en la mano, dijo lentamente:
—Sí, pero ¿cómo encontrar el buen humor? Ramón bebió y dejó el vaso vacío encima de la bandeja. Calibán le dedicó una sonrisa de despedida, dio media vuelta y se fue. Ramón levantó el brazo hacia el amigo que se alejaba y gritó: —¿Cómo encontrar el buen humor?
Se va La Franck
Ramón tan sólo oyó por respuesta gritos, risas, aplausos. Volvió la cabeza hacia el otro lado del salón, allí donde la plumita por fin había aterrizado en el índice erguido de La Franck, que levantaba la mano lo más alto posible, como un director de orquesta dirigiendo los últimos compases de una gran sinfonía.
Luego el público, excitado, se fue calmando lentamente y La Franck, con la mano siempre en alto, declamó con voz estentórea (pese al trozo de pastel que tenía en la boca):
—El cielo me señala que mi vida será aún mejor que antes. ¡La vida es más fuerte que la muerte, porque la vida se alimenta de la muerte!
Calló, miró a su público y tragó el resto del pastel.
La gente a su alrededor la aplaudía y D’Ardelo se acercó a La Franck como si quisiera abrazarla solemnemente en nombre de todos. Pero ella no lo vio y, con la mano alzada hacia el techo, la plumita todavía entre el pulgar y el índice, se dirigió lentamente hacia la salida, dando delicados saltitos.
Se va Ramón
Maravillado, Ramón contemplaba la escena y sentía la risa renacer en su cuerpo. ¿La risa? ¿Le habrá distinguido el buen humor hegeliano por fin desde arriba y habrá decidido acogerlo en su seno? ¿No era una señal para captar esa risa, para guardarla el mayor tiempo posible?
Su mirada furtiva cayó sobre D’Ardelo. Durante toda la velada lo había evitado. ¿Debería, por cortesía, despedirse de él? ¡No! ¡No estropearía el gran momento único de su buen humor! Había que salir lo más rápido posible.
Alegre y completamente borracho, bajó la escalera, saltó a la calle y buscó un taxi. De vez en cuando se le escapaba una carcajada.
El árbol de Eva
Ramón buscaba un taxi mientras Alain estaba sentado cabizbajo en el suelo de su estudio apoyado en la pared; tal vez se haya dormido. Una voz femenina lo despertó:
«Me gusta todo lo que me has contado, me gusta todo lo que inventas, no tengo nada que añadir. Salvo, quizá, lo del ombligo. Para ti el modelo de mujer sin ombligo es un ángel. Para mí, es Eva, la primera mujer. No nació de vientre alguno, y sí de un capricho, de un capricho del creador. De ella, de su vulva, de la vulva de una mujer sin ombligo, es de donde procede el primer cordón umbilical. Si creyera en la Biblia, de ella también salieron otros cordones, un hombrecito o una mujercita atada a cada uno de ellos. Los cuerpos de los hombres permanecían sin continuidad, del todo inútiles, mientras que del sexo de cada mujer salía otro cordón que en su extremo llevaba a otra mujer o a otro hombre, y todo ello, repetido millones y millones de veces, se convirtió en un inmenso árbol, un árbol formado por una infinidad de cuerpos, un árbol cuyas ramas alcanzan el cielo. E imagina que ese árbol gigantesco está arraigado en la vulva de una única mujer, de la primera mujer, de la pobre Eva sin ombligo.
»Cuando yo me quedé embarazada, me sentía como parte de ese árbol, colgada de uno de esos cordones, y a ti, que todavía eras no nato, te imaginaba planeando en el vacío, atado a un cordón salido de mi cuerpo, y a partir de ese momento soñé con un asesino que, allá abajo, degüella a la mujer sin ombligo, imaginé su cuerpo que agoniza, muere, se descompone, de tal manera que ese inmenso árbol que creció en ella, convertido de pronto en un árbol sin raíces, sin fundamento, empieza a caer, vi la infinidad de ramas descender como un inmensa lluvia gigantesca y, entiéndeme bien, no he soñado con el fin de la historia de la humanidad, el fin de la abolición del porvenir, no, no, lo que deseé es la total desaparición de los hombres con su futuro y su pasado, con su comienzo y su final, con toda la duración de su existencia, con toda su memoria, con Nerón y Napoleón, con Buda y Jesús, deseé la total aniquilación del árbol arraigado en el pequeño vientre sin ombligo de una primera mujer idiota que no sabía lo que hacía y cuántos horrores iba a costarnos su coito miserable, que sin duda tampoco le aportó el más mínimo placer…».
La voz de la madre calló, Ramón detuvo un taxi, y Alain, apoyado en la pared, volvió a adormecerse.