Calibán

La primera profesión de Calibán, la que entonces había dado sentido a su vida, fue la de actor; llevaba esa profesión inscrita negro sobre blanco en sus papeles y es gracias a su calidad de actor sin contrato por lo que desde hace tiempo percibe el subsidio del paro. La última vez que se le había visto en un escenario encarnaba al salvaje Calibán de La tempestad de Shakespeare. Con la piel embadurnada de una pomada oscura y tocado con una peluca negra, aullaba y brincaba como un loco. Su interpretación había gustado tanto a sus amigos que decidieron llamarlo por el nombre que se la recordaba. De eso hacía ya mucho tiempo. Desde entonces, los teatros dudaron en contratarlo y su subsidio disminuyó de año en año como, de hecho, el de miles de actores, bailarines, cantantes que están en el paro.

Fue entonces cuando Charles, que se ganaba la vida organizando cócteles para particulares, lo había contratado como camarero. Así fue como Calibán pudo ganar unas perras y, además, al seguir siendo un actor en busca de su misión perdida, vio en ello la oportunidad de poder cambiar a veces de identidad. Al tener ideas estéticas un tanto simples (¿acaso no era también simple su santo patrón, el Calibán de Shakespeare?), creía que la proeza de un actor era tanto más relevante cuanto más alejado de su vida real estuviera el personaje que interpretara. Por eso insistió en acompañar a Charles, no como francés, sino como un extranjero que sólo supiera hablar un idioma que nadie conociera a su alrededor. Cuando tuvo que adjudicarse un nuevo país de origen, eligió Pakistán, tal vez debido al color de su piel ligeramente bronceada. ¿Por qué no? Nada más fácil que elegir un país de origen. Lo difícil es inventarle una lengua.

¡Intenten hablar improvisando una lengua ficticia aunque sólo sea durante treinta segundos! Repetirán, turnándolas, las mismas sílabas y muy pronto se descubrirá la impostura de su bisbiseo. Inventar una lengua inexistente presupone otorgarle una credibilidad acústica; crear una fonética particular y no pronunciar una «a» o una «o» como las pronunciaría un francés; y decidir en qué sílaba de las palabras cae regularmente el acento. Se recomienda igualmente, para otorgar naturalidad a la palabra, imaginar una construcción gramatical por detrás de esos sonidos absurdos, así como detectar qué palabra es un verbo y cuál un sustantivo. Y, entre dos amigos, importa determinar el papel del segundo, o sea del francés, por tanto de Charles: aunque no sepa hablar pakistaní, debe saber al menos unas cuantas palabras para que puedan, en caso de urgencia, entenderse acerca de lo esencial sin pronunciar ni una sola palabra en francés.

Había sido difícil, pero divertido. Por desgracia, ni siquiera la broma más encantadora escapa a la ley del envejecimiento. Aunque los dos amigos se habían divertido en los primeros cócteles, Calibán empezó pronto a sospechar que toda esa laboriosa mistificación no servía de nada, pues los invitados pronto se desinteresaban de él y, al ser su lengua incomprensible, no lo escuchaban y recurrían a simples gestos para señalarle lo que querían beber o comer. Se había convertido en un actor sin público.

Las chaquetas blancas

y la joven portuguesa

Llegaron al piso de D’Ardelo dos horas antes de que empezara el cóctel.

—Es mi asistente, señora. Es pakistaní. Lo siento, no sabe una palabra de francés —dijo Charles, y Calibán se inclinó ceremoniosamente ante la señora D’Ardelo pronunciando frases incomprensibles.

La indiferencia delicadamente displicente con la que lo ignoró el ama de casa afianzó en Calibán el sentimiento de inutilidad de su lengua laboriosamente inventada, y empezó a invadirle un sentimiento de melancolía.

Por fortuna, tras esa decepción, un pequeño placer lo consoló enseguida: la sirvienta, a quien la señora D’Ardelo ordenó que se pusiera al servicio de esos dos señores, no podía quitar la vista de un ser tan exótico. Ella se dirigió a él varias veces, pero, cuando comprendió que él sólo sabía su propia lengua, se sintió al principio confusa y luego extrañamente relajada. El caso es que ella era portuguesa. Así pues, dado que Calibán se dirigía a ella en pakistaní, ella tenía una ocasión única de dejar de lado el francés, idioma que a ella no le gustaba, y de recurrir, ella también, a su propia lengua. La comunicación en dos lenguas incomprensibles para los dos los acercó el uno al otro.

Poco después, una camioneta se detuvo frente a la casa y dos empleados empezaron a subir lo que Charles les había encargado, botellas de vino y de whisky, jamón, salami, pastitas, y lo dejaron todo en la cocina. Ayudados por la sirvienta, Charles y Calibán cubrieron con un inmenso mantel una larga mesa en el salón y dispusieron en ella platos, bandejas, vasos y botellas. Entonces, al acercarse la hora del cóctel, se retiraron a una habitación que la señora D’Ardelo les había asignado. Sacaron de una maleta dos chaquetas blancas y se vistieron. No necesitaban espejo. Se miraron el uno al otro y no pudieron evitar una risita. Ése siempre ha sido para ellos un breve instante de placer. Olvidaban incluso que trabajaban por necesidad, para ganarse la vida; al verse enfundados en su disfraz blanco, tenían la sensación de divertirse.

Luego Charles se alejó hacia el salón, dejando a Calibán la tarea de arreglar las últimas bandejas. Una jovencita, segura de sí misma, entró en la cocina y se volvió hacia la sirvienta:

—¡No puedes salir al salón ni una sola vez! Si nuestros invitados te vieran, saldrían huyendo.

Y fijando la mirada en los labios de la portuguesa, soltó una carcajada:

—¿De dónde has sacado ese color? ¡Pareces un pájaro africano! ¡Un loro de Bububurundi! —y abandonó la cocina riendo.

Con los ojos humedecidos, la portuguesa se dirigió a Calibán (en portugués):

—La señora es amable, ¡pero su hija! ¡Qué mala es! Ha dicho eso porque usted le gusta. ¡En presencia de hombres, siempre es malvada conmigo! ¡Le encanta humillarme delante de los hombres!

Al no poder responderle, Calibán le acarició el pelo. Ella alzó los ojos hacia él y dijo (en francés):

—Mire, ¿es realmente tan feo el color de mis labios?

Ella inclinaba la cabeza de un lado a otro para que pudiera apreciar toda la longitud de sus labios.

—No —le dijo (en pakistaní)—, el color de sus labios le sienta muy bien…

Enfundado en su chaqueta blanca, Calibán le parecía a la sirvienta aún más sublime, aún más inverosímil, y le dijo (en portugués):

—Me alegro tanto de que esté aquí.

Él, animado por su elocuencia, contestó:

—Y no sólo sus labios, sino su rostro, su cuerpo, todo en usted, tal como la veo ante mí, es bello, muy bello…

—¡Oh, cuánto me alegro de que esté usted aquí! —contestó la sirvienta (en portugués).

La foto colgada de la pared

No sólo para Calibán, que ya no le ve ninguna gracia a su mistificación, sino también para todos mis personajes, esa velada se ha teñido de tristeza: para Charles, que se había sincerado con Alain acerca del temor que sentía por su madre enferma; y también para Alain, conmovido por ese amor filial que él mismo nunca había conocido; conmovido también por la imagen de una vieja campesina que pertenecía a un mundo que le era desconocido pero por el que, precisamente por eso, sentía nostalgia. Por desgracia, cuando él quiso prolongar la conversación, Charles tuvo que colgar porque tenía prisa. Fue cuando Alain cogió su móvil y llamó a Madeleine. Pero el teléfono sonó y sonó; en vano. Como tantas veces en momentos similares, dirigió su mirada a una foto en la pared. No tenía fotos en su estudio, salvo ésa: la cara de una mujer joven, su madre.

Unos meses después del nacimiento de Alain, ella abandonó a su marido, quien, por discreción, nunca dijo nada malo de ella. Era un hombre fino y tranquilo. El niño no alcanzaba a comprender cómo una mujer pudo abandonar a un hombre fino y tranquilo y aún menos comprendía cómo pudo ella abandonar a su hijo que (era muy consciente de ello), también desde la infancia (si no desde su concepción), era un ser fino y tranquilo.

—¿Dónde vive ella? —le había preguntado a su padre.

—Probablemente en América.

—¿Qué quiere decir «probablemente»?

—No tengo su dirección.

—Pero es su deber dártela.

—Ella no tiene deber alguno para conmigo.

—¿Y para conmigo? ¿Acaso no quiere tener noticias mías? ¿No quiere saber lo que hago? ¿No quiere saber que pienso en ella?

Un día el padre ya no pudo controlarse:

—Ya que insistes, te lo digo: tu madre nunca quiso que nacieras. Nunca quiso que corretearas por aquí, que te hundieras en ese sofá en el que te encuentras tan bien. Ella no quería saber de ti. ¿Lo entiendes al fin?

El padre no era un hombre agresivo. No obstante, pese a su reserva, no había podido ocultar su desacuerdo sagrado con una mujer que quería impedir que viniera al mundo un ser humano.

He contado ya la última vez que Alain se encontró con su madre cerca de la piscina de una casa alquilada para el verano. Tenía por entonces diez años. Tenía dieciséis cuando falleció su padre. Pocos días después del funeral, arrancó de un álbum familiar la foto de su madre, la hizo enmarcar, luego la colgó de la pared. ¿Por qué no había en su estudio ninguna foto de su padre? No lo sé. ¿Es acaso ilógico? Seguramente. ¿Injusto? Sin duda. Pero es así, en las paredes de su estudio había una única foto: la de su madre. Con la que, de vez en cuando, hablaba:

De cómo se pare a un hijo perdonazos

—¿Por qué no has abortado? ¿Te lo ha impedido él?

Una voz se dirige a él desde la foto:

—Nunca lo sabrás. Todo lo que inventas sobre mí no son sino cuentos de hadas. Pero me gustan tus cuentos de hadas. Incluso cuando me has convertido en una asesina que ha ahogado a un joven en un río. Me gustaba todo. Sigue, Alain. Cuenta. ¡Imagina! Te escucho.

Y Alain imaginó: imaginó a su padre encima del cuerpo de su madre. Antes del coito, ella le había avisado: «No he tomado la píldora, ¡ve con cuidado!». Él la tranquilizó. Ella se entrega sin desconfianza, pero cuando percibe en el rostro del hombre que el gozo se acerca, que ya viene, que crece, ella se pone a gritar: «Cuidado. ¡No, no, no quiero! ¡No quiero!», pero la cara del hombre se pone cada vez más roja, roja y repugnante, ella rechaza ese cuerpo que pesa, que la aprieta contra él, ella se debate, pero él la abraza aún más fuerte y entonces ella comprende que en él no hay la ceguera de la excitación, sino una voluntad, una voluntad fría y premeditada, mientras en ella lo que hay es más que la voluntad, es odio, un odio tanto más feroz cuanto que ha perdido la batalla.

No es la primera vez que Alain imaginaba ese coito; ese coito lo hipnotizaba y le inducía a suponer que cada ser humano es el calco del segundo durante el que ha sido concebido. Se levantó delante del espejo y observó su cara para hallar en ella las huellas del doble odio simultáneo que lo había engendrado: el odio del hombre y el odio de la mujer en el momento del orgasmo del hombre; el odio del hombre tranquilo y físicamente fuerte acoplado al odio de la mujer valiente y físicamente débil.

Se dijo que el fruto de ese doble odio sólo podía haber sido un perdonazos: él era tranquilo y fino como su padre; y seguirá siendo un intruso tal como lo había visto su madre. El que es a la vez un intruso y un tranquilo está condenado, según una lógica implacable, a pedir perdón toda su vida.

Miró el rostro colgado en la pared y, una vez más, vio a la mujer que, vencida, entra en el coche con su vestido mojado, se desliza sin ser vista por delante de la garita del portero, sube la escalera y entra descalza en el apartamento en el que permanecerá hasta que el intruso salga de su cuerpo, antes de abandonarlos a los dos unos meses más tarde.

Ramón llega al cóctel

de muy mal humor

Pese al sentimiento de compasión que había sentido al final de su encuentro en el Jardin du Luxembourg, Ramón no podía evitar que D’Ardelo perteneciera al tipo de gente que le caía mal. Aun cuando tuvieran los dos algo en común: la pasión por deslumbrar a los demás; sorprenderlos con una reflexión divertida; o conquistar a una mujer en sus mismísimas narices. Ramón, no obstante, no era un Narciso. Le gustaba el éxito siempre y cuando no suscitara envidias; le complacía ser admirado, pero rehuía a los admiradores. Su discreción había pasado a ser afán de soledad tras sentirse herido en su vida privada, y ante todo desde el año anterior, cuando fue a engrosar al funesto cortejo de los jubilados; sus comentarios inconformistas, que antaño le habían rejuvenecido, ahora lo convertían, pese a su aspecto engañoso, en un personaje inactual, fuera de nuestro tiempo y, por tanto, viejo.

De hecho, había decidido boicotear el cóctel al que su antiguo colega (aún sin jubilar) le había invitado y sólo cambió de parecer en el último momento, cuando Charles y Calibán le juraron que sólo su presencia podría hacerles llevadero su cometido de servir, cada vez más aburrido. Aun así, llegó muy tarde, mucho después de que uno de los invitados pronunciara un discurso a la mayor gloria del anfitrión. El apartamento estaba a tope. Al no conocer a nadie, Ramón se dirigió a la mesa tras la que sus dos amigos servían bebidas. Para ahuyentar el mal humor, les dirigió unas palabras que querían imitar el balbuceo pakistaní. Calibán le contestó con la auténtica versión de ese balbuceo.

Todavía de mal humor, paseaba entre desconocidos con un vaso en la mano cuando le atrajo la leve agitación de un grupo de personas vueltas hacia la puerta de entrada. Apareció una mujer, longuilínea, hermosa, en la cincuentena. Con la cabeza inclinada hacia atrás, deslizó varias veces la mano bajo el cabello, elevándolo y dejándolo caer con gracia, y brindó a unos y otros la voluptuosa expresión trágica de su rostro: ninguno de los invitados la había visto nunca, pero todos la reconocían por las fotos: La Franck. Se detuvo ante la mesa del bufé, se inclinó y le señaló a Calibán, con grave concentración, distintos canapés que le apetecían.

Su plato se llenó enseguida y Ramón pensó en lo que D’Ardelo le había contado en el jardin du Luxembourg: ella acababa de perder a su compañero, al que había amado tan apasionadamente que, gracias a un mágico decreto de los cielos, su tristeza en el momento de la muerte se transustanció en euforia y su deseo de vida se centuplicó. Él la observaba: según se metía canapés en la boca, al masticar sus enérgicos movimientos le agitaban la cara.

Cuando la hija de D’Ardelo (Ramón la conocía de vista) avistó a la célebre longuilínea, su boca se detuvo (ella también masticaba algo) y sus piernas empezaron a correr:

—¡Querida!

Quiso abrazarla, pero se lo impidió el plato que la célebre dama llevaba apoyado en el vientre.

—Querida —repitió mientras La Franck amasaba en la boca un gran trozo de pan con salami. Al no poder engullirlo entero, se ayudó con la lengua para empujar el bocado entre las molares y la mejilla; luego, no sin esfuerzo, intentó decir algo a la joven, que no entendió nada.

Ramón avanzó dos pasos para observarlas de cerca. La joven D’Ardelo engulló lo que ella misma llevaba en la boca y declaró con voz sonora:

—¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo! Pero jamás la dejaremos sola. ¡Jamás!

La Franck, con los ojos fijos en el vacío (Ramón entendió que ella no sabía quién era la que le hablaba), trasladó parte del bocado al centro de su boca, lo masticó, tragó la mitad y dijo:

—El ser humano no es sino soledad.

—¡Oh, cuán bien hallado! —exclamó la joven D’Ardelo.

—Una soledad rodeada de soledades —añadió La Franck, tras lo cual engulló el resto, dio media vuelta y se fue a otra parte.

Sin que Ramón se diera cuenta, una leve sonrisa divertida se esbozó en su rostro.

Alain coloca una botella de Armagnac

encima del armario

Más o menos al mismo tiempo en que esa ligera sonrisa iluminaba inopinadamente la cara de Ramón, el timbre de un teléfono interrumpió las reflexiones de Alain acerca de la génesis de un perdonazos. Supo enseguida que era Madeleine. No es fácil comprender cómo podían esos dos hablarse siempre tanto tiempo y con tanto gusto cuando compartían tan pocos intereses comunes. Cuando Ramón explicó su teoría acerca de los observatorios, situados cada uno en un punto diferente de la Historia, desde los que la gente se habla sin poder comprenderse, enseguida Alain recordó a su amiga, ya que, gracias a ella, también él sabía que incluso el diálogo entre auténticos enamorados, si sus fechas de nacimiento están demasiado alejadas, no es sino una mezcla de dos monólogos que el otro sólo comprende en parte. Por eso, por ejemplo, nunca sabía si Madeleine deformaba los nombres de hombres célebres de antaño porque jamás había oído hablar de ellos o si los parodiaba adrede con el fin de hacer partícipe a los demás de que no sentía el menor interés por lo que hubiera ocurrido antes de su propia existencia. A Alain eso no le molestaba. Le divertía estar con ella tal cual era, e incluso se sentía aún más contento después, cuando se reencontraba en la soledad de su estudio, donde había colgado reproducciones de cuadros del Bosco, de Gauguin (y de quién sabe qué otros), que delimitaban para él su mundo íntimo.

Siempre había tenido la vaga idea de que, si hubiera nacido unos sesenta años antes, habría sido artista. Una idea realmente vaga, porque no sabía qué quería decir la palabra artista hoy en día. ¿Un pintor convertido en un decorador de escaparates? ¿Un poeta? ¿Existirán todavía los poetas? En las últimas semanas, lo que le había alegrado era tomar parte en la fantasía de Charles, en su obra para marionetas, en ese sinsentido que lo tenía cautivado precisamente porque no tenía sentido alguno.

A sabiendas de que jamás podría ganarse la vida haciendo lo que le habría gustado hacer (pero ¿sabía acaso lo que le habría gustado hacer?), había elegido, una vez terminados los estudios, un empleo en el que debía hacer valer no tanto su originalidad, sus ideas o su talento, como su inteligencia, o sea, esa capacidad aritméticamente medible que no se distingue entre distintos individuos sino cuantitativamente —unos más, otros menos—, siendo que Alain era más bien de los que tenían más; así pues, estaba bien remunerado y podía de vez en cuando comprarse una botella de Armagnac. Unos días antes, se había comprado una y descubierto en la etiqueta un número correspondiente al año de su propio nacimiento. Se dijo que la abriría el día de su cumpleaños para celebrar con los amigos su gloria, la gloria del eximio poeta que, gracias a su humilde veneración de la poesía, había jurado no volver a escribir un solo verso más.

Contento y casi alegre después de su larga charla con Madeleine, se subió a una silla con la botella de Armagnac, que dejó en lo alto de un armario (muy alto). Luego se sentó en el suelo y, apoyado contra la pared, fijó en ella la mirada, que lentamente la fue transfigurando en una reina.

Llamada de Quaquelique

al buen humor

Mientras Alain miraba la botella en lo alto del armario, Ramón no dejaba de reprocharse por estar donde no quería estar: toda aquella gente le disgustaba y él intentaba ante todo evitar un encuentro con D’Ardelo; en aquel mismo instante, lo veía a pocos metros de él, frente a La Franck, a la que intentaba seducir con su elocuencia; para alejarse, Ramón se refugió una vez más cerca de la larga mesa en la que Calibán servía vino de Burdeos en los vasos de tres invitados; por sus gestos y muecas, intentaba darles a entender que ese vino era de una rara calidad. Conocedores de los buenos modales, los señores alzaron sus vasos, los calentaron durante un buen rato entre sus manos, luego conservaron un buen trago en la boca, exhibieron el uno ante el otro sus rostros, que expresaban primero una gran concentración, luego una sorprendida admiración, y terminaron por proclamar en voz alta su más alta aprobación. Todo esto no duró más de un minuto, justo hasta que esa fiesta del paladar quedara brutalmente interrumpida por su conversación, y Ramón, que los observaba, tuvo la impresión de asistir a un funeral en el que tres sepultureros inhumaban el gusto sublime del vino arrojando sobre su ataúd la tierra y el polvo de su palabrería; una vez más asomó a su rostro una sonrisa distraída mientras, en ese mismo instante, una voz muy débil, apenas audible, más un silbido que una palabra, se deslizó a su espalda:

—Ramón, ¿qué haces aquí?

Se volvió y exclamó:

—¡Quaquelique! ¿Qué haces tú aquí?

—Ando buscando a una nueva amiguita —contestó mientras su rostro pequeño, pero soberbiamente carente de interés, se iluminaba.

—Querido —dijo Ramón—, sigues siendo el mismo, tal como te conocí.

—Ya sabes, no hay nada peor que aburrirse. Por eso voy cambiando de amiguitas. Sin eso, ¡no hay buen humor!

—¡Ah, el buen humor! —exclamó Ramón, como iluminado por esas dos palabras—. ¡Sí, tú lo has dicho! ¡El buen humor! ¡De eso se trata y de nada más! ¡Ah, qué placer verte! Hace unos días les hablé de ti a unos amigos, oh, mi Quaqui, mi querido Quaqueli, tendría que contarte tantas cosas…

En ese instante, Ramón vio a pocos pasos de él el rostro encantador de una mujer joven a quien él conocía; eso le fascinó, como si esos dos encuentros fortuitos, mágicamente vinculados por el mismo lapso de tiempo, le cargaran de energía; en su cabeza, el eco de las palabras «buen humor» sonaban como una llamada.

—Perdóname —le dijo a Quaquelique—, seguimos más adelante, ahora…, entiéndeme…

Quaquelique sonrió.

—¡Pues claro que te entiendo! ¡Anda, anda!

—Encantado de volver a verte, Julie —dijo Ramón a la joven—. Hacía mil años que no te veía.

—Culpa tuya —contestó ella mirándolo con impertinencia a los ojos.

—Hasta este mismo instante, no sabía qué motivo poco razonable me había traído a esta fiesta siniestra. Ahora sí lo sé.

—Y, de pronto, la fiesta siniestra ha dejado de serlo —rió Julie.

—La has desiniestrado tú —dijo Ramón riendo él también—. Pero ¿qué te ha traído a ti aquí?

Señaló a un grupo que rodeaba a una vieja (muy vieja) celebridad universitaria.

—Él siempre tiene algo que decir —luego, con una sonrisa prometedora—: estoy impaciente por volver a verte más tarde esta noche…

De excelente humor, Ramón entrevió detrás de la larga mesa a Charles, curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba. Esa extraña posición le intrigó y luego se dijo: Qué bueno es no tener que ocuparse de lo que ocurre allá arriba, qué bueno es estar presente aquí abajo, y miró a Julie, que ya se marchaba; los movimientos de su trasero le hacían guiños, le incitaban.