La primera vez que se sintió atraído
por el misterio del ombligo
fue cuando vio a su madre por última vez
Paseando lentamente hacia su casa, Alain observaba a las jovencitas que, sin excepción, iban enseñando el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.
¿Me estoy repitiendo? ¿Empiezo acaso este capítulo con las mismas palabras que empleé al principio de esta novela? Lo sé. Pero, aunque ya haya hablado de la pasión de Alain por el enigma del ombligo, me niego a ocultar que ese enigma le preocupa en todo momento, al igual que ustedes también andan preocupados durante meses, cuando no años, por los mismos problemas (sin duda bastante menores que el que obsesiona a Alain). Así pues, mientras deambulaba por las calles, él iba pensando con frecuencia en el ombligo, sin temor a repetirse, e incluso con una extraña obstinación; y es que el ombligo le remitía a un lejano recuerdo: el recuerdo del último encuentro con su madre.
Tenía entonces diez años. Estaban solos su padre y él de vacaciones en una casa alquilada con jardín y piscina. Era la primera vez que ella iba a verles tras una ausencia de muchos años. Se encerraron ella y su anterior marido en la casa. La atmósfera era asfixiante a un kilómetro a la redonda. ¿Cuánto tiempo se quedó? Probablemente no más de una o dos horas, durante las que Alain intentó entretenerse solo en la piscina. Acababa de salir del agua cuando su madre se detuvo para decirle adiós. Estaba sola. ¿Qué se habrán dicho? Él lo ignora. Sólo recuerda que ella se sentó en una silla del jardín y que él, con el slip de baño todavía mojado, estaba de pie frente a ella. Ha olvidado lo que se dijeron, aunque retiene en su memoria, grabado con precisión, un instante, un instante concreto: sentada en su silla, ella miró intensamente el ombligo de su hijo. Él aún siente esa mirada en su vientre. Una mirada difícil de comprender; le parecía que expresaba una inexplicable mezcla de compasión y desprecio; los labios de su madre habían adquirido la forma de una sonrisa (una sonrisa de compasión y de desprecio), luego, sin levantarse de la silla, se había inclinado sobre él y, con el dedo índice, había tocado su ombligo. Enseguida, ella se había levantado, lo había abrazado (¿lo había abrazado realmente? Probablemente, pero de eso él no está muy seguro) y se había ido. Nunca más volvió a verla.
Una mujer sale de su coche
Un coche pequeño avanza por la calzada a lo largo de un río. El aire frío de la mañana hace aún más huérfano ese paisaje sin encanto, en algún lugar entre la periferia de una ciudad y el campo, allá donde escasean las viviendas y ya no se encuentran peatones. El coche se detiene encima del arcén; sale de él una mujer joven, bastante guapa. Es extraño: ha empujado la puerta con un gesto tan negligente que el coche seguramente no ha quedado bien cerrado. ¿Qué significa esa negligencia tan improbable en tiempos de robos? ¿Será tan distraída?
No, no da la impresión de ser distraída, al contrario, su cara revela más bien determinación. Esa mujer sabe lo que quiere. Esa mujer es toda ella voluntad. Camina unos cien metros por la carretera hacia un puente sobre el río, un puente bastante alto, estrecho, prohibido a los coches. Ella empieza a cruzarlo hacia la otra orilla. Mira varias veces a su alrededor, no como una mujer a quien alguien esperara, sino para cerciorarse de que nadie la espera. En medio del puente, se detiene. A primera vista, parece que dude, pero no se trata de duda, de falta de determinación, muy al contrario, es el momento en que su concentración se intensifica y su voluntad se obstina aún más. ¿Su voluntad? Para ser más exacto: su odio. Sí, ese instante de aparente duda es de hecho una llamada a su odio, para que éste permanezca en ella, la sostenga, no la abandone un solo instante.
Pasa las piernas por encima de la barandilla y se tira al vacío. Al final de la caída la tensa superficie del agua la golpea brutalmente; aún paralizada por el frío, tras largos segundos ella levanta la cabeza y, como es buena nadadora, todas sus reacciones automáticas se rebelan contra su voluntad de morir. Sumerge de nuevo la cabeza, se esfuerza por aspirar el agua y bloquear la respiración. En ese instante, oye un grito. Un grito que le llega del otro lado del río. Alguien la ha visto. Comprende que no será fácil morir y que su peor enemigo no será su propio e incontrolable reflejo de buena nadadora, sino alguien con quien ella no contaba. Se verá obligada a luchar. A luchar para salvar su muerte.
Ella mata
Ella mira en la dirección del grito. Alguien se ha tirado al río. Reflexiona: ¿quién será más rápido, ella en su determinación de permanecer bajo el agua, de aspirar agua, de ahogarse, o el que se acerca? Cuando ella esté a punto de ahogarse, con agua en los pulmones, y por tanto debilitada, ¿no será una presa aún más fácil para su salvador? Él la arrastrará hasta la orilla, la dejará tendida en el suelo, extraerá el agua de sus pulmones, le hará el boca a boca, llamará a los bomberos, a la policía, y la salvarán y ridiculizarán para siempre.
—¡Deténgase, deténgase! —grita el hombre.
Todo ha cambiado: en lugar de hundirse en el agua, levanta la cabeza y respira profundamente para concentrar sus fuerzas. Él ya se encuentra ante ella. Es un joven, un adolescente que querrá hacerse famoso, ver su foto en los periódicos y que repite sin parar: «¡Deténgase, deténgase!». Él estira ya la mano hacia ella, y ella, en lugar de esquivarla la agarra, la aprieta y la empuja hacia el fondo del río. Grita una vez más «¡Deténgase!», como si fuera la única palabra que supiera decir. Pero ya no volverá a decirla; ella le ha agarrado el brazo, lo empuja hacia el fondo, luego se estira de espalda cuan larga es sobre el adolescente para que su cabeza permanezca hundida en el agua. Él se defiende, se sacude, ya ha aspirado agua, intenta golpear a la mujer, pero ella permanece firme, estirada encima de él, de tal manera que él ya no puede sacar la cabeza para respirar y, tras largos, muy largos segundos, deja de agitarse. Ella lo mantiene así un poco más, podría incluso decirse que, cansada y temblorosa, descansa encima de él; luego, segura de que el hombre al que mantiene debajo ya no se moverá, lo suelta y se vuelve hacia la orilla de donde ha venido para no conservar dentro de sí ni la sombra de lo que acaba de ocurrir.
Pero ¿cómo? ¿Acaso ha olvidado su propósito? ¿Por qué no se ahoga si el que ha intentado robarle la muerte ya no vive? ¿Por qué, una vez libre, ya no quiere morir?
La vida que casualmente ha reencontrado ha sido como un golpe que hubiera quebrantado su propósito; ya sin fuerzas para concentrar su energía en su propia muerte, tiembla; despojada repentinamente de toda voluntad, de todo vigor, nada como una autómata hacia el lugar donde había abandonado el coche.
Ella vuelve a casa
Poco a poco siente que el agua ya no es profunda, apoya los pies en el fondo, se pone de pie; pierde los zapatos en el fango, carece de fuerza para buscarlos; sale del agua descalza y sube hacia la carretera.
Al redescubrir el mundo, éste le muestra su cara más inhóspita y enseguida es presa de la angustia: ¡las llaves del coche! ¿Dónde estarán? Su falda no lleva bolsillos. Si uno va hacia la muerte, no le preocupa lo que ha dejado en el camino. Cuando salió del coche, el porvenir había dejado de existir. Ella no tenía nada que ocultar. En cambio ahora, de repente, hay que ocultarlo todo. No hay que dejar huellas. La angustia es más y más acuciante: ¿dónde estarán las llaves?, ¿cómo llegaré a casa?
Se acerca al coche, tira de la puerta que, ante su asombro, se abre. Las llaves la esperan abandonadas en el salpicadero. Se sienta al volante y apoya los pies descalzos y mojados en los pedales. Sigue temblando. También tiembla de frío. El agua sucia del río se escurre de la blusa y de la falda empapadas. Le da la vuelta a la llave y se va.
El que quiso imponerle la vida ha muerto ahogado. Y aquél a quien ella había querido matar en su vientre sigue vivo. La idea del suicidio ha quedado anulada para siempre. Sin repeticiones. El joven ha muerto, el feto vive, y ella hará cualquier cosa para que nadie descubra lo que ha pasado. Tiembla y su voluntad se despierta; ya no piensa sino en su porvenir inmediato: ¿cómo salir del coche sin que nadie la vea? ¿Cómo pasar desapercibida, con su vestido empapado, delante de la garita del portero?
En ese instante Alain sintió un golpe violento en el hombro:
—¡Ve con cuidado, imbécil!
Se volvió y a su lado en la acera vio a una joven que le adelantaba con paso acelerado y enérgico.
—Perdón —le lanzó (en un tono más bien bajo).
—¡Gilipollas! —le contestó la joven (en un tono de voz alto) sin mirar atrás.
Los perdonazos
A solas en su estudio, Alain comprobó que seguía doliéndole el hombro y se dijo que la mujer que, dos días antes, le había empujado con tanta eficacia lo había hecho adrede. No conseguía olvidar la voz estridente que le había llamado «imbécil» y seguía oyéndose suplicar «Perdón», a lo que ella respondió «¡Gilipollas!». ¡Una vez más había pedido perdón sin motivo! ¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir perdón? No podía quitarse de encima ese recuerdo y sintió la necesidad de hablar con alguien. Llamó a Madeleine. No estaba en París, su móvil estaba apagado. Marcó entonces el número de Charles y, en cuanto oyó su voz, se disculpó:
—No te enfades. Estoy de muy mal humor. Necesito hablar con alguien.
—Pues me vienes al pelo, yo también estoy de muy mal humor. Pero tú, ¿por qué?
—Porque estoy cabreado conmigo mismo. ¿Por qué será que aprovecho cualquier ocasión para sentirme culpable?
—Eso no es grave.
—Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Éste es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
—Sin duda alguna, yo pediría perdón.
—¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.
—Claro que sí.
—Pues te equivocas. El que pide perdón se declara culpable. Y si te declaras culpable, animas al otro a seguir insultándote y a denunciarte públicamente hasta la muerte. Éstas son las consecuencias fatales del que pide perdón el primero.
—Es cierto. No hay que pedir perdón. Sin embargo, yo preferiría un mundo en el que todos, sin excepción, pidiéramos perdón y, por las buenas, inútil y exageradamente, todos cargáramos con las disculpas…
—Lo dices en un tono de voz tan triste —se sorprendió Alain.
—Desde hace dos horas sólo pienso en mi madre.
—¿Qué ocurre?
Los ángeles
—Está enferma. Temo que sea grave. Acaba de llamarme.
—¿Desde Tarbes?
—Sí.
—¿Está sola?
—Su hermano está con ella. Pero es aún mayor que ella. Me dan ganas de coger enseguida el coche e ir a verla, pero es imposible. Esta noche tengo un compromiso al que no puedo faltar. Un trabajito de lo más tonto. Pero mañana sí iré…
—Es curioso. Pienso a menudo en tu madre.
—Te gustaría. Es divertida. Ahora camina bastante mal, pero nos divertimos mucho.
—De ella heredaste tu inclinación por bromear, ¿no?
—Tal vez.
—¡Qué raro!
—¿Por qué?
—Según lo que siempre me has contado, la imaginaba como salida de los versos de Francis Jammes. Rodeada de animales heridos y viejos campesinos. Entre burros y ángeles.
—Sí —dijo Charles—, es así.
Luego, al cabo de unos segundos:
—¿Y por qué has mencionado los ángeles?
—¿Te sorprende?
—En mi obra de teatro… —hizo una pausa y siguió—: sabes, mi obra para marionetas no es más que una broma, una tontería, no la escribo, tan sólo la imagino, pero ¿qué hacer si no hay nada que me divierta? El caso es que en el último acto de esa obra imagino a un ángel.
—¿Y por qué un ángel?
—No lo sé.
—¿Y cómo termina la obra?
—De momento sólo sé que al final habrá un ángel.
—¿Qué significa un ángel para ti?
—No soy una autoridad en teología. Imagino al ángel ante todo según la frase que suele decirse cuando se quiere dar las gracias a alguien por su bondad: «Es usted un ángel». La gente se lo dice a menudo a mi madre. Por eso me he sorprendido cuando tú me has dicho que la veías acompañada de burros y ángeles. Ella es así.
—La teología tampoco es mi fuerte. Recuerdo simplemente que unos ángeles fueron arrojados del cielo.
—Sí. Los ángeles arrojados del cielo —repitió Charles.
—Además, ¿qué sabemos de los ángeles? Que tienen la cintura fina…
—En efecto, es difícil imaginarse un ángel barrigudo.
—… y que tienen alas. Y son blancos. Blancos. Oye, Charles, si no me equivoco, el ángel no tiene sexo. Ésta tal vez sea la clave de su blancura.
—Tal vez.
—Y de su bondad.
—Tal vez.
Y, después de un silencio, siguió Alain:
—¿Tendrá el ángel un ombligo?
—¿Por qué?
—Si el ángel no tiene sexo, no nació de un vientre de mujer.
—Claro que no.
—Así que no tiene ombligo.
—En efecto, no tiene ombligo…
Alain evocó a la joven que, al lado de la piscina de una residencia de verano, había tocado con el índice el ombligo de su hijo de diez años y le dijo a Charles:
—¡Qué raro! Desde hace algún tiempo, yo tampoco dejo de imaginar a mi madre…, en todas las situaciones posibles e imposibles…
¡Dejémoslo ahí, amigo! Tengo que prepararme para ese jodido cóctel.