Mientras caminaba, Carmody miró, y al mirar, observó todo. Le pareció que era el lugar que debía ser. A su derecha estaba el Teatro Maplewood, que ese día exhibía La Saga de Elefantina, una película de aventuras ítalo-francesa, dirigida por Jacques Marat, el mismo joven director genial que había dado al mundo la conmovedora Canto de mis Heridas, y la comedia de ritmo ligero París, Tiempo Catorce. En la cartelera teatral estaba el nuevo grupo vocal Iakonnen y sus Hongos, sólo por unas pocas presentaciones.
—Parece una película cómica —observó Carmody.
—No es lo que me gusta —dijo el Premio.
Carmody se detuvo ante la sastrería Marvin y miró los escaparates. Había zapatos cómodos y calzado de cuero, chaquetas a cuadros pata de gallo, corbatas anchas de llamativos diseños, camisas blancas con cuellos abiertos. Al lado, en el negocio de librería y papelería echó un vistazo a ejemplares recientes de la revista Colliers. Hojeó algún número de Libertad, de Gato Negro y El Espía. Hacía poco que había aparecido la última edición de The Sun.
—¿Y bien? —preguntó el Premio—. ¿Éste es el sitio?
—Todavía estoy controlando… —contestó Carmody—. Pero hasta el momento, parece bastante probable.
Cruzó la calle y entró en la cantina de Edgar. No había cambiado. Una chica bonita estaba acurrucada tras del mostrador, bebiendo una gaseosa. Carmody no tardó en reconocerla.
—¡Lana Turner! ¡Vaya! ¿Cómo estás, Lana?
—Muy bien, Tom —dijo Lana—. ¡Tanto tiempo sin verte…!
—En la escuela secundaría tuve algunos encuentros con ella —explicó Carmody al Premio mientras seguían caminando—. Es extraño cómo todo vuelve a la memoria.
—Eso imagino —dijo el Premio, dubitativamente.
En la esquina siguiente, la intersección de Maplewood Avenue y el Camino South Mountain, había un policía. Aunque estaba dirigiendo el tránsito, tuvo tiempo de dedicar una sonrisa a Carmody.
—Ése es Burt Lancaster, fue el mejor jugador de béisbol que tuvo la escuela secundaria Columbia, y también todo el estado. Y mira allá, ese hombre que entra en la ferretería y me saluda con la mano… Es Clifton Webb, el director de la escuela secundaria. Y allá donde termina la calle, ¿ves a esa mujer rubia? Es Jean Harlow; hace tiempo era mesera en el restaurante Maplewood —bajó la voz—. Todo el mundo decía que era una mujer fácil.
—Parece que conoces a mucha gente —dijo el Premio.
—Bueno, por supuesto que sí. Me he criado en este lugar. La señorita Harlow va al salón de belleza de Fierre…
—¿También conoces a Fierre?
—Seguro. Ahora es peinador, pero durante la guerra estuvo en la resistencia francesa. ¿A ver si recuerdo su nombre? ¡Ah, sí! Jean Pierre Aumont; se casó con una de las muchachas de aquí: Carole Lombard.
—Interesante —dijo el Premio con voz aburrida.
—Bueno, a mí me resulta interesante. Conozco a este hombre que viene aquí… Buenos días, señor intendente.
—Buenos días, Tom —contestó el hombre, que siguió caminando después de inclinar su sombrero.
—Ése es Frederic March, nuestro intendente —dijo Carmody—. ¡Es una magnífica persona! Aún recuerdo el debate que sostuvo con el radical del pueblo, Paul Muni. Nunca has oído nada semejante.
—Hmmm —dijo el Premio—. En todo esto hay algo extraño, Carmody; algo misterioso, algo que no está bien. ¿No lo sientes?
—No, yo no —contestó Carmody—. ¿No te lo he dicho? Crecí con toda esta gente, la conozco mejor que a mí mismo. ¡Eh! Allá va Paulette Goddard… Es la bibliotecaria. ¡Hola, Paulette!
—Hola, Tom —dijo la mujer.
—Esto no me gusta —dijo el Premio—. No llegué a conocerla bien —dijo Carmody—. Acostumbraba a salir con un muchacho de Millbum llamado Humphrey Bogart, que siempre llevaba corbatas de palomita. ¿Te lo imaginas? Una vez se peleó con Lon Chaney, el portero de la escuela. Le dio una buena paliza; lo recuerdo bien pues por entonces yo me citaba con June Havoc, cuya mejor amiga era Myrna Loy; después, Myrna conoció a Bogart y…
—¡Carmody! —exclamó el Premio con urgencia—. ¡Ten cuidado! ¿Alguna vez has oído hablar de la pseudoaclimatización?
—No seas ridículo —contestó Carmody—. Te digo que conozco a toda esta gente. Me he criado en esta ciudad, y te aseguro que era un buen lugar para pasar la infancia. La gente no era robot, como es ahora; todos creían en algo. Entonces éramos individuos, no como ahora, que somos multitudes anónimas…
—¿Estas bien seguro de lo que dices? Tu devorador…
—¡Basura! No quiero oír nada sobre eso —dijo Carmody—. Mira, allá va David Niven; sus padres eran ingleses.
—¡Pero toda esta gente viene hacia ti! —le advirtió el Premio.
—Claro, por supuesto —dijo Carmody—. Hace mucho tiempo que no me ven…
Él se quedó en la esquina mientras sus amigos venían por la acera y por la calle; algunos salían de las tiendas y las oficinas. Había cientos de amigos, todos sonriendo como viejos conocidos. Distinguió a Alan Ladd, Dorothy Lamour y Larry Buster Crabbe. Y más allá vio a Spencer Tracy, a Lionel Barrymore, Freddy Bartholomew, John Wayne, Frances Farmer…
—Aquí hay algo que falla —dijo el Premio.
—No hay nada de malo —insistió Carmody.
Todos sus amigos estaban presentes; se acercaban a él con las manos tendidas, y se sintió más feliz que nunca desde que saliera de su casa. Le sorprendía haberse olvidado cómo había sido aquello. Pero ahora recordaba…
—¡Carmody! —gritó el Premio—. ¿Qué sucede?
—¿Siempre hay esta música en tu mundo?
—¿De qué estás hablando?
—Me refiero a la música… ¿No la escuchas, acaso? Entonces Carmody la notó por primera vez. Estaba tocando una orquesta sinfónica pero no percibía de dónde venía el sonido.
—¿Desde cuándo suena esa música?
—Desde que llegamos —le dijo el Premio—. Cuando empezaste a caminar por la calle se produjo un suave retumbar de tambores. Después, al pasar frente al teatro, una trompeta tocó una tonada ligera. Cuando entraste en la cantina se convirtió en una melodía con gusto a sacarina, ejecutada por varios cientos de violines. Luego…
—Es música de fondo —dijo Carmody, apagado—. Pensar que toda esta maldita escena tenía score, y ni siquiera lo he notado…
Franchot Tone extendió un brazo y le tocó la manga. Gary Cooper dejó caer una mano grande sobre su hombro. Laird Gregor le dio un afectuoso abrazo apretado. Shirley Temple le sujetó el pie derecho. Los demás se acercaban y le rodeaban, siempre sonriendo.
—¡Seethwright! —gritó Carmody—. Por amor de Dios. ¡Seethwright!
Después de eso, todo sucedió demasiado velozmente como para que pudiera comprenderlo.