Capítulo Veintiséis

Fue Steen, calmo y dueño de sí, con su nuevo desodorante «Blue Ice Secreto», en las velludas axilas, el que se aventuró primero:

—Cuando nuestras mujeres se van, tenemos que hacer el lavado —cloqueó, rematándole.

Carmody no tenía más remedio que seguir la corriente.

—Síiii —dijo, con una risa hueca—. ¿Te acuerdas de aquello de «mi ropa lavada queda más blanca que la tuya…»?

Ambos se permitieron reír desdeñosamente. En ese momento Steen miró su camisa, luego la de Carmody, frunció el ceño y levantando las cejas, abrió la boca en una imagen de escepticismo, incredulidad y sorpresa.

—¡Eh! —dijo Steen—. ¡Mi camisa está más blanca que la tuya!

—Uy sí, ¡qué extraño…! —dijo Carmody sin molestarse en mirar—. Usábamos el mismo modelo de máquina de lavar programada en el mismo ciclo, y también usábamos la misma lejía, ¿no es cierto?

—Yo usaba esa cosa «Clorox» —dijo Steen, como al descuido.

—«Clorox» —repitió Carmody, pensativo—. ¡Sí, ahí está la cosa! ¡Mi blanqueador era demasiado débil!

Hizo un gesto que imitaba desesperación, mientras Steen fingía un aire de triunfo. Carmody pensó en pedir otra cerveza, pero no había disfrutado las dos últimas; Steen era demasiado rápido para él.

Carmody pagó las cervezas con su tarjeta de crédito de «American Express» y se dirigió a su oficina, en el piso veintiuno del 666 de la Quinta Avenida. Saludó a sus compañeros de trabajo con democrática camaradería. Algunos trataron de envolverle con sus jugarretas, pero no les hizo caso; sabía que su posición con respecto a la vida, desde el punto de vista del estatus, era desesperada.

Había pasado la noche anterior pensando todas las alternativas. La preocupación le produjo una aguda jaqueca y molestias estomacales, y casi se perdió el concurso de charlestón. Pero su esposa Helen (que en realidad no se había ido de vacaciones), le dio un «Alka-Seltzer». Con eso mejoró en un santiamén, y como había planeado, salieron y ganaron el primer premio, gracias a Alka-Seltzer. Pero su problema persistía, y cuando Helen, a las tres de la mañana, le dijo que Tommy y el pequeño Tinker habían tenido este año el 32 por ciento menos de caries que el año anterior, él contestó:

—¿Sabes una cosa? ¡Apuesto a que es el «Crest»!

Pero lo dijo sin ganas, aunque Helen había sido muy dulce al darle la idea para rematar con el slogan. Bien sabía que no había mujer capaz de dar a su marido bastante material publicitario como para hacer una buena diferencia en su producción. Si uno deseaba realmente progresar en la Tasación de Consumidores, si uno deseaba ser merecedor de las cosas que importaban en la vida (un chalet tipo suizo escondido en la soledad, sin molestias de Maine, por ejemplo; o un «Porsche 911S», que hacía sentir a la gente que lo compraba como de una raza aparte, o un «Ampex» para aquellos que sólo se satisfacen con lo mejor…), bueno, si uno deseaba todo eso, debía demostrar que lo merecía… El dinero no era bastante, la posición tampoco, la perseverancia concentrada en un solo propósito no era suficiente. Uno debía demostrar que realmente pertenecía a esa Raza Aparte destinada a poseer esas cosas. Y para ganarlo todo, era preciso arriesgarlo todo.

—¡Caray! —se dijo Carmody, golpeando la palma de su mano izquierda con el puño de la derecha—. Dije que iba a hacerlo, y no me echaré atrás.

Avanzó decidido hasta la puerta del despacho de su jefe, el señor Ubermann, y la abrió con audacia.

La oficina estaba vacía. El señor Ubermann no había llegado todavía.

Carmody se dispuso a esperar. Tenía las mandíbulas firmes, los labios apretados, y le habían aparecido tres líneas verticales entre los ojos. Hizo un esfuerzo por mantenerse calmo.

Ubermann no tardaría en llegar. Cuando eso sucediera, le diría:

«Señor Ubermann: puede despedirme por lo que voy a decirle, pero usted tiene mal aliento (haría una pausa). Mal aliento».

Al pensarlo parecía tan simple, pero ¡qué difícil sería concretarlo! Sin embargo, un hombre debía ponerse de pie, luchar por la limpieza en todas sus extensiones, y luchar por avanzar. Carmody sabía que los ojos de los Fabricantes, esas figuras semilegendarias, estaban puestos en él. Si lo encontraban digno de atención…

—Buenos días, Carmody —dijo Ubermann, entrando en la habitación a largos pasos; era un hermoso hombre, con rostro de halcón. Tenía las sienes salpicadas de gris, una marca de distinción. Sus gafas con armazón de carey eran unos buenos tres centímetros más anchas que las de él—. Señor Ubermann —empezó Carmody, con voz temblorosa—, usted me puede hacer despedir por esto…

—Carmody —dijo el jefe, cuya voz de diafragma cortó el débil tono de pecho de su empleado, como una hoja de afeitar «Tersonna» de acero quirúrgico corta algo fofo—, hoy he descubierto el más sorprendente enjuague bucal. Se llama «Scope». Creo que mi aliento se mantendrá perfumado por horas y horas.

Carmody tuvo una sonrisa irónica. ¡Qué fantástica coincidencia! El jefe había tenido la suerte de encontrar el mismo enjuague bucal que estuvo a punto de recomendarle. ¡Y daba resultado! El aliento del señor Ubermann ya no olía como un pozo de basura después de la lluvia. Ahora invitaba al beso (para las muchachas, naturalmente; Carmody no estaba interesado en esa clase de demostración).

—¿Alguna vez lo oyó nombrar? —preguntó Ubermann, y salió de la oficina sin esperar la respuesta.

La sonrisa de Carmody se hizo aún más irónica. Había vuelto a fallar. Y sin embargo, ese fracaso le daba una pequeña sensación de alivio. Las tendencias consumidoras de los ejecutivos eran terriblemente exasperantes y agotadoras hasta la desesperación. Sería lo indicado para cierta clase de hombres, pero quizás él no pertenecía a esa clase. Supongamos que lo hubiera logrado… Ya podía anticipar con qué remordimiento habría tenido que renunciar a su cincuenta y ocho por ciento en artefactos de consumo: sus cupones Raleigh, su gorra de piel de cerdo gamuzada, su corbata luminosa de Navidad, su portadocumentos para viajes rápidos hecho de Skai, su sistema de música estéreo KLH modelo 24, y particularmente su abrigo «Lakeland», de primera línea, importado de Nueva Zelanda, hecho en un suave y suplecuero gamuzado con forro de piel, como el cuello y las solapas. Y también habría tenido que desprenderse del resto de sus queridas cosas familiares.

—A veces las cosas salen mejor cuando uno cree que salen mal —se dijo Carmody.

—¿Te parece? ¿De qué diablos estás hablando? —se contestó a sí mismo.

—¡Oh, Dios! —exclamó Carmody para sí.

—¡Claro! —el «yo» de Carmody contestó a Carmody—. Te aclimatizaste demasiado rápido, ¿no es cierto?

Los dos Carmodys se miraron, hicieron una comparación de notas para llegar ambos, urgentemente, a la misma conclusión: UNIRSE.

—¡Seethwright! ¡Sácame de aquí! —gritó Carmody.

Y ese hombre constante que era Seethwright, hizo precisamente eso.