Capítulo Veintiocho

Carmody estaba en Nueva York; Riverside Drive y la calle Noventa y Nueve. Hacia el oeste el sol se ponía sobre la costa de Nueva Jersey. Detrás de la Casa Horizonte y hacia la derecha, el letrero de Spry iluminaba con toda su gloria. Cubiertos de verde y hollín, los árboles del parque Riverside susurraban débilmente, sacudidos por los gases de escape que venían de la West Side Drive. Podía oír a su alrededor los gritos de niños nerviosos y frustrados, interrumpidos de vez en cuando por los gritos de sus padres, igualmente nerviosos y frustrados.

—¿Ésta es tu ciudad natal? —preguntó el Premio.

—Eso creo —contestó Carmody; al mirar hacia abajo notó que el Premio había sufrido otra metamorfosis; ahora era un reloj Dick Tracy con un parlante estereofónico— escondido.

—Parece un lugar bastante interesante —dijo el Premio—. Lleno de vida. Me gusta así.

—Síiii… —dijo Carmody, reacio y no muy seguro de lo que sentía hacia su ciudad natal.

Habían encendido las luces del parque Riverside, y empezó a caminar ciudad arriba. Las madres se estaban yendo con sus cochecitos de bebé. Pronto el parque quedaría libre para los asaltantes y la policía. El smog rodeaba silenciosa e implacablemente a Carmody. Tras de su leve transparencia, los edificios se veían como gigantes perdidos en el camino. Hacia ambos lados, las cloacas corrían alegremente hacia el río Hudson, y al mismo tiempo el río Hudson corría alegremente a encontrarse con las cloacas.

—¡Eh, Carmody! Un hombre se le acercaba a paso vivo. Vestía traje de calle, zapatillas deportivas, un sombrero bombín y una ancha corbata de lona blanca. Carmody le reconoció enseguida; era George Marundi, un artista indigente conocido suyo.

—¡Hola, hombre! —dijo Marundi, acercándose para darle la mano.

—¡Vaya, vaya! —dijo Carmody, sonriendo como un cómplice.

—… y bien, mi viejo. ¿Cómo has estado? —preguntó Marundi.

—Bueno… Ya lo sabes —dijo Carmody.

—Ya lo creo; como para no saberlo… —dijo—. Helen estuvo preguntando por ti.

—¿No me digas? —dijo Carmody.

—Seguro. El próximo sábado Dicky Trait da una fiesta. ¿Quieres venir?

—¡Claro! —contestó Carmody—. ¿Cómo está Trait? —Bueno, ya sabes…

—Claro que lo sé —dijo Carmody, con un tono de profunda compasión—. Todavía, ¿eh…?

—¿Y qué esperas? —preguntó Marundi. Carmody se encogió de hombros.

—¿Por qué no me presentan? —preguntó el Premio.

—¡Cállate! —dijo Carmody.

—Eh, hombre… ¿Qué tienes allí? —Marundi se inclinó para observar la muñeca de Carmody—. ¿Un pequeño grabador a cinta? Eso sí que es grande, chico. ¿Lo tienes programado?

—No soy programado; soy autónomo —dijo el Premio, algo irritado.

—¡Oye, eso es una belleza! —dijo Marundi—. Lo digo de veras. Escucha, ratón Mickey. ¿Sabes decir algo más?

—¡Vete a la mierda! —dijo el Premio.

—Basta ya —susurró Carmody, nervioso.

—Mire usted —dijo Marundi—. Esa cosa tan pequeñita tiene muchas agallas, ¿no es cierto, Carmi?

—Es verdad —afirmó Carmody.

—¿De dónde la sacaste?

—Lo encontré… Bueno, lo compré cuando estuve de viaje.

—¿Has estado de viaje? —preguntó Marundi, con interés creciente—. Imagino que por eso es que no te he visto en tantos meses…

—Debe ser por eso, claro —dijo Carmody.

—¿Y dónde has estado?

Carmody estuvo a punto de contestarle que había estado en Miami. Pero una súbita inspiración le hizo decir:

—Estuve afuera, por todo el Universo… En el mismo Cosmos, donde he pasado por ciertos estados que, de aquí en adelante, veré como la realidad.

Marundi asintió comprensivamente.

—De manera que has tenido un buen trip, ¿verdad, hombre?

—Ya lo creo que sí.

—Y en ese viaje has podido percibir el todo-en-uno molecular de las cosas, y has escuchado las energías de tu cuerpo, ¿nich wahr?

—No es exactamente así —dijo Carmody—. En mi viaje particular he podido observar muy especialmente las energías discrecionales de otras creaciones, y he ido más allá de lo personal y lo molecular, para apreciar lo externo y atómico. Quiero decir, que mi viaje me convenció de la realidad, por no decir, la existencia de otras criaturas aparte de mí mismo.

—Debe haber sido un ácido muy poderoso —dijo Marundi—. ¿Y adónde se lo puede conseguir?

—El Ácido de la Experiencia se destila de la sosa hierba de la Práctica —dijo Carmody—. Muchos son los que desean una existencia objetiva, pero pocos la logran.

—No quieres hablar, ¿eh? —dijo Marundi—. No importa. ¿Vienes a la inauguración?

—¿Qué inauguración?

Marundi lo miró, incrédulo.

—Hombre, no sólo has estado lejos… Has perdido todo contacto. Hoy se inaugura lo que será, sin duda alguna, la exhibición artística más importante de nuestro tiempo, y quizá de muchos tiempos.

—¿Cuál es este modelo de estética? —preguntó Carmody.

—Voy para allá —dijo Marundi—. Acompáñame.

Desoyendo las quejas del Premio, Carmody se ajustó al paso de su amigo. Caminaron hacia el norte de la ciudad, y Marundi le contó los últimos rumores: que el Comité de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara de Diputados fue acusado de Antiamericanismo, pero pudo salir del paso con una sentencia aplazada; el éxito alcanzado por el nuevo plan de las granjas Pepperídge, llamado «Plan para Congelar al Hombre», que cinco divisiones de la caballería de Estados Unidos habían logrado matar ayer a cinco guerrilleros del Vietcong; que la cadena de televisión NBC había empezado una nueva serie de gran éxito, llamada Aventuras del laissez-faire en el capitalismo. También se enteró de que la General Motors, en un gesto de patriotismo sin precedentes, envió un regimiento de empleados voluntarios encabezados por un vicepresidente, a Xien Ka, cerca del límite de Camboya.

Y así, mientras conversaban, llegaron a la calle 106 en donde habían demolido varios edificios para levantar allí mismo una nueva estructura. Tenía la apariencia de un castillo, pero era algo tan extraño que Carmody nunca había visto nada parecido hasta entonces.

Se dirigió a su acompañante, el entusiasta Marundi, para que le diera una explicación.

—Este sólido edificio que tienes ante ti fue diseñado por el arquitecto Delvanuey, que también ha planeado Trampa Mortal 66, el famoso camino al peaje de Nueva York que nadie hasta ahora ha logrado recorrer desde el principio hasta el final sin tener un accidente. Como recordarás, este mismo Delvanuey diseñó los planos para el nuevo barrio de indigentes de Chicago llamado «Torres Punto Luminoso»; son los únicos barrios pobres en todo el mundo en los que la forma está de acuerdo con la función, es decir: el primer arrabal del mundo que ha sido diseñado a propósito y con orgullo para ser un arrabal, y al que la Comisión de Perpetración de las Artes en América Urbana ha calificado como «irrenovable».

—Se trata de un logro muy peculiar —dijo Carmody—. ¿Cómo se llama esta estructura particular?

—Éste es, nada menos, su opus magnus —contestó Marundi—. Este que ves aquí, amigo mío, es el Castillo de la Basura.

Carmody percibió que el camino hasta el Castillo estaba hábilmente construido con cáscaras de huevo, cortezas de naranja, huesos de aguacate y conchas de almeja. Se llegaba ante un gran portón cuyos lados estaban hechos de elásticos herrumbrados de camas. Arriba de la entrada se leía una frase escrita con cabezas de pescado barnizadas. Decía: «El despilfarro en defensa del lujo no es vicio; la moderación en propagar el exceso no es virtud».

Entraron y empezaron a caminar por los corredores de cartón prensado para llegar, al fin, a un patio abierto donde una fuente de napalm ardía alegremente. Después de pasar delante de eso entraron en un cuarto hecho de aluminio, acero, polietileno, fórmica, baquelita, hormigón armado, imitación nogal, acrilán y vinílico. Más allá se abrían varios corredores.

—¿Te gusta? —preguntó Marundi.

—Todavía no lo sé —contestó Carmody—. ¿Qué demonios es esto?

—Es un museo —le dijo Marundi—. Es el primer museo del derroche humano.

—Ya veo —dijo Carmody—. ¿Cómo ha sido recibido?

—Me sorprendió el entusiasmo con que lo acogieron. Quiero decir, nosotros, los intelectuales y artistas, sabíamos que era bueno… Pero no pensábamos que la mayoría del público iba a caer en la cuenta tan rápido. Pero ha sido así. En ese sentido, han hecho gala de un buen gusto innato, y han reconocido que éste es el único arte verdadero de nuestro tiempo.

—¿Crees que lo ven así? A mí, personalmente, todo esto me resulta muy difícil de aceptar.

Marundi lo miró con pena.

—Nunca pensé que tú, entre todos, serías un reaccionario estético. ¿Qué te gustaría? ¿Algunas estatuas griegas, o iconos bizantinos, tal vez?

—Por cierto que no. Pero esto, ¿por qué?

—Porque esto, Carmody, es el presente real sobre el que debe construirse el arte. Consumimos, ergo existimos. Pero la humanidad se ha mostrado reacia a reconocer este hecho vital. Le han dado la espalda a la Basura, residuos irreductibles de nuestros gustos y placeres. Sin embargo, piensa un poco: ¿Qué son los desperdicios, sino un testimonio de nuestras necesidades? Ni despilfarro ni privación, ése era el antiguo consejo de la ansiedad anal. Pero ese falso axioma ha cambiado ahora. No es necesario hablar de derroche, por supuesto. Entonces, ¿para qué hablar del sexo, de virtud o de cualquier otra cosa importante?

—Si lo expresas de ese modo, bueno. Pero aún así… —Veo conmigo, observa, aprende— dijo Marundi. —El concepto crece dentro de ti, lo mismo que los desperdicios.

Entraron en la Sala de Ruidos Externos, donde Carmody pudo escuchar el sonido de un water del que continuamente fluía agua, el desfile musical de ruidos del tránsito, el emocionante crujido de un accidente, el rugido ronco de una muchedumbre. A éstos, se mezclaban Sonidos Retrospectivos: el zumbido de un pistón de avión, el parloteo de una ametralladora, el fuerte retumbar de un mazo de madera. Después de ése estaba el Salón Sónico del Boom, que Carmody salteó rápidamente.

—Muy cierto —dijo Marundi—. Es peligroso. Pero mucha gente viene aquí; algunos se quedan cinco o seis horas…

—¿Eh? —dijo Carmody.

—Quizá, justo aquí, está el sonido que es el principio fundamental de nuestra exposición —dijo Marundi—: el rugiente bramido de un camión de basura triturando desperdicios. Lindo…, ¿no es cierto? Y por allí, derecho, hay una exhibición de botellas de vino vacías de medio litro. Más allá hay una réplica de un metropolitano; está construido de manera que se repitan todos los sacudones del verdadero. La Westinghouse se encargó de llenar de humo el ambiente interior.

—¿Y qué son esos gritos? —preguntó Carmody.

—Una cinta grabada de voces heroicas —dijo Marundi—. La primera es la de Ed Brun, un jugador de béisbol del team de los Creen Bay Packers. El siguiente, un gemido agudo, es un retrato de cómo hablaba el último intendente de Nueva York. Y después, aquel…

—Vámonos de aquí —dijo Carmody.

—Por cierto. A la derecha está el ala del graffiti[4]. A la izquierda hay una reproducción exacta de un antiguo conventillo (a mi parecer, una muestra apócrifa de romanticismo). Derecho por allá podrás ver nuestra colección de antenas de televisión. Éste es un modelo británico circa 1960. Aprecia su severidad, el rigor, y compárala con ese producto de Camboya del año 1959. ¿Ves las líneas flotantes lujuriosas del modelo oriental? Éste es el arte popular expresado en formas viables.

Marundi se volvió hacia Carmody y le dijo ansiosamente:

—Ve y créeme, amigo mío. Ésta es la ola del futuro. En tiempos pasados el hombre se resistía a lo que implicaba el presente. Esa época ya no existe. Ahora sabemos que el arte es la cosa en sí, junto con sus extensiones superfluas. No me refiero al arte pop, que ridiculiza y exagera, sino al arte popular, que existe simplemente. Ésta es la época en que aceptamos incondicionalmente lo inaceptable, y proclamamos de esta manera la naturalidad de nuestra artificialidad.

—¡No me gusta! —exclamó Carmody—. ¡Seethwright! —¿Para qué estás gritando?— le preguntó Marundi. —¡Seethwright! ¡Seethwright! ¡Sácame pronto de aquí!

—Ha perdido el juicio —dijo Marundi—. ¿Habrá un doctor por aquí?

De inmediato apareció un hombre bajo y moreno, vestido con un enterizo. Llevaba un pequeño maletín negro que tenía una placa de plata con la inscripción: «Pequeño Maletín Negro».

—Soy médico —dijo el médico—. Dejen que lo vea.

—¡Seethwright! ¿Dónde demonios estás?

—Aháaa…, ya veo —dijo el médico—. Este hombre tiene todos los síntomas de una aguda carencia alucinatoria. ¡Ah, sí! Al palparle la cabeza encuentro un crecimiento macizo y duro. Eso es normal. Pero detrás de eso…, hmmm. Es sorprendente. Este pobre hombre está literalmente famélico de ilusiones…

—Doctor, ¿puede ayudarle? —preguntó Marundi.

—Me ha llamado justo a tiempo —dijo el médico—. Su estado es aún reversible. Tengo aquí la panacea divina.

—¡Seethwright!

El doctor sacó una caja del Pequeño Maletín Negro y armó una hipodérmica brillante.

—Éste es el elevador standard de potencial —dijo a Carmody—. No tiene porqué preocuparse, no le haría daño a un niño. Contiene una agradable mezcla de LSD, barbitúricos, anfetaminas, tranquilizadores, elevadores psíquicos, estimulantes, y varias cosas más, todas ellas beneficiosas. Y también un toque de arsénico, para darle brillo al cabello. Y ahora, no se mueva…

—¡Maldito seas, Seethwright! ¡Sácame de esto! —Sólo duele mientras dura el dolor— dijo el doctor para tranquilizarle, apoyando la hipodérmica empujó el émbolo. En ese mismo momento, o casi en ese instante, Carmody desapareció.

Hubo una gran consternación y confusión en el Castillo, que no quedó resuelta hasta que todos quedaron inmóviles. Después se superó con una calma olímpica. En cuanto a Carmody, un cura entonó las palabras: «Hombre superfluo, vete ahora hacia el gran reino de lo Extraño en el cielo, donde hay un lugar para todas las cosas innecesarias».

Pero mientras tanto Carmody, impulsado por el fiel Seethwright, se precipitó hacia adelante a través de mundos sin fin. Se trasladaba en una dirección que podría calificarse como «hacia abajo», a lo largo de miríadas de potencialidades de la Tierra, dentro de las apiñadas probabilidades…, y por último, hacia las atestadas expansiones de las improbabilidades construidas.

El Premio le dijo, increpándole:

—Lo que acabas de abandonar es tu propio mundo, Carmody. ¿Tienes conciencia de lo que has hecho?

—Sí, la tengo —dijo Carmody.

—Ahora, ya no es posible regresar.

—También tengo conciencia de eso.

—Me imagino que habrás pensado encontrar alguna charra utopía en los mundos que quedan por delante —dijo el Premio, con pronunciado desdén.

—No es exactamente así.

—¿Y entonces, qué?

Carmody meneó la cabeza, negándose a contestar.

—Sea lo que sea, será mejor que te olvides de aquello —dijo el Premio amargamente—. Tu devorador te persigue implacablemente, eso significará tu muerte infalible.

—No lo dudo —dijo Carmody, en un momento de extraña calma—. Pero hablando en términos de largo plazo, nunca esperé salir con vida de este Universo.

—Eso carece de sentido —dijo el Premio—. Lo cierto es que lo has perdido todo…

—No estoy de acuerdo —replicó Carmody—. Deja que te señale que todavía estoy vivo.

—De acuerdo, pero sólo por un momento.

—Siempre he estado vivo sólo por un momento —afirmó Carmody—. Nunca he podido contar con nada más. Si alguna vez cometí el error de esperar algo más que eso, fui un tonto. Creo que ésa es una verdad para todas mis circunstancias; las posibles, y las potenciales.

—Entonces, ¿qué confías lograr con tu momento?

—Nada —contestó Carmody—. Todo.

—Ya no te entiendo —dijo el Premio—. Hay algo en ti que ha cambiado, Carmody. ¿Qué es?

—Algo insignificante —le dijo Carmody—. He renunciado simplemente a una longevidad que de todas maneras no poseía. He dado la espalda al juego de convictos con que los dioses se entretienen en su espectáculo celestial. Ya no me interesa bajo cuál cáscara de nuez puede estar el germen de la inmortalidad. No lo necesito. Tengo mi momento, que es suficiente.

—¡Santo Carmody! —dijo el Premio, en un tono del más profundo sarcasmo—. Tan sólo el aliento de una sombra te separa de la muerte. ¿Qué harás ahora con tu lastimoso momento?

—Continuaré viviéndolo —dijo Carmody—. Para eso son los momentos.