Capítulo Veintidós

Carmody se encontró en una planicie primorosamente cuidada, bajo un cielo azul y un sol amarillo oro. Lentamente miró en torno. A medio kilómetro de distancia vio una pequeña ciudad. No se trataba de una ciudad construida de la típica manera norteamericana, con los alrededores llenos de gasolineras, los tentáculos de los puestos de salchichas calientes, el borde de moteles y la costra protectora de depósitos de chatarra, sino que estaba construida como ciertos pueblos italianos de montaña, o algunas aldeas suizas que surgen de pronto y terminan bruscamente sin ningún preámbulo ni causa física, y en que el cuerpo de la ciudad se presenta todo de una vez y sin ninguna mejora.

A pesar del aspecto extranjero, Carmody estaba convencido de que lo que estaba viendo era una ciudad americana. De manera que empezó a dirigirse hacia ella, lentamente y con todos los sentidos alerta, preparado para huir si notaba algo fuera de lugar.

Sin embargo, todo parecía en orden. La ciudad tenía un aspecto abierto y cálido; las calles estaban trazadas generosamente y había una cierta franqueza en las amplias ventanas salientes del frente de los negocios. Apenas hubo entrado más profundamente Carmody halló otros encantos, pues justo a la entrada de la ciudad encontró una plaza, muy similar a las plazas romanas, aunque mucho más pequeña, con una fuente en el medio en cuyo centro había una reproducción en mármol, de un niño con un delfín; de su boca brotaba un chorro de agua clara.

—Confío que le guste —dijo una voz detrás del hombro izquierdo de Carmody. Carmody no saltó alarmado; ni siquiera se volvió. Se había acostumbrado a escuchar voces que le hablaban desde atrás. A veces tenía la impresión de que muchas cosas en la galaxia se aproximaban a él de esa manera.

—Es muy bonito —dijo Carmody.

—Yo la construí y la coloqué en ese lugar —dijo la voz—. A pesar de tratarse de un concepto antiguo, una fuente cumple una función estética. Y esta plaza, así como la ve, con sus castaños y sus bancos, es una copia de un modelo bolones. Tampoco en este caso me ha inhibido el temor de ser anticuado. A mi parecer, él verdadero artista emplea lo que le parece necesario, ya sea que tenga la antigüedad de mil años o la novedad de un segundo.

—Aplaudo su modo de sentir —dijo Carmody—. Permítame que me presente: me llamo Thomas Carmody.

Se volvió sonriendo, con la mano extendida. Pero no vio a nadie detrás de su hombro izquierdo, ni del derecho. No había nadie en la plaza, nadie a la vista.

—Discúlpeme —dijo la voz—. No he tenido la intención de alarmarle. Creí que lo sabía.

—… ¿que sabía qué cosa? —preguntó Carmody.

—Algunos detalles con respecto a mí.

—Bueno, no es así —contestó Carmody—. ¿Quién es usted, y desde dónde está hablando?

—Soy la voz de la ciudad, o por decirlo mejor, soy la ciudad misma, la verdadera ciudad, que le está hablando.

—¿Pero es la realidad? —preguntó Carmody sarcásticamente—. Sí, me imagino que es un hecho —se respondió—. Bueno, está bien; usted es una ciudad. ¡Gran cosa!

Lo cierto es que Carmody estaba irritado. Ya se había encontrado con demasiadas entidades de gran magnitud y poderes milagrosos. De un extremo a otro de la galaxia, siempre resultó el que depende de los demás. Diversas fuerzas, creaciones y personificaciones, se le habían aparecido abruptamente sin cesar y le habían hecho perder la calma más de una vez. Carmody era un hombre razonable y no desconocía la existencia de un orden interestelar en el universo, en el que los seres humanos no estaban muy bien ubicados. Pero también tenía su orgullo. Creía que un hombre significaba algo, aunque sólo fuera para sí mismo. Un individuo no podía ir eternamente por ahí exclamando «¡oh!», «¡ah!», y «¡bendita mi alma!», ante las diversas entidades inhumanas que le salieran al paso. No podía hacer eso sin perder su propia estima, y a Carmody le interesaba bastante su propia estima. Al momento presente de su vida, era una de las pocas cosas que aún le quedaba.

Por lo tanto, se alejó de la fuente y empezó a caminar por la plaza como alguien acostumbrado a hablar con ciudades como si tal cosa, un poco aburrido ya de la misma historia. Caminó bajando por varias calles, y luego subió por algunas avenidas. Se detuvo ante los escaparates de los negocios y observó la medida de las casa. Hizo una breve pausa frente a una escultura.

—¿Y bien? —dijo la ciudad, después de un rato.

—¿Bien qué? —replicó Carmody enseguida.

—¿Qué piensa de mí?

—Pienso que está bien —contestó Carmody.

—¿Sólo bien?

—Mire —dijo Carmody—; una ciudad es una ciudad, y una vez que se ha visto una, es como haberlas visto a todas.

—Eso no es verdad —replicó la ciudad, demostrando cierto resentimiento—. Soy completamente diferente de otras ciudades. Soy única.

—Por cierto —dijo Carmody con desdén—. Para mí, tiene el aspecto de un conglomerado de diversas partes mal combinadas. Hay una plaza italiana, un par de estatuas griegas, una hilera de casas estilo Tudor, un conventillo estilo antiguo Nueva York, un puesto de salchichas calientes con la forma de un remolcador, y Dios sabe qué más… ¿Le parece original todo eso?

—Lo que es único es la combinación de todas esas formas en una entidad con sentido —dijo la ciudad—. En un marco de referencias de compatibilidad interna, ofrezco cierta variedad. Las formas más antiguas no representan anacronismos, ¿entiende usted? Son estilos representativos de un modo de vida y como tal, son apropiados en una máquina bien forjada para vivir.

—Ésa es su opinión —dijo Carmody—. Por curiosidad, ¿tiene usted un nombre?

—Por supuesto —contestó la ciudad—. Me llamo Bellwether. Soy un municipio incorporado al estado de Nueva Jersey. —¿Querría un poco de café, quizá con un bocadillo o alguna fruta?

—Me gustaría un poco de café —dijo Carmody. Dejó que la voz de Bellwether le guiara; doblaron por la primera bocacalle hasta un café al aire libre que se llamaba «Oh Muchacho», y que era una réplica de los bares de la alegre década de 1890 en todos sus detalles…, hasta las lámparas de estilo Tiffany, el candelabro de cristal tallado y la pianola. Como todo lo demás que Carmody había visto en la ciudad, estaba inmaculadamente limpio, pero sin gente.

—Tiene una linda atmósfera, ¿no le parece? —preguntó Bellwether.

—Rústico —sentenció Carmody—. Está bien, si a usted le gusta ese tipo de cosas.

Sobre su mesa quedó depositada una taza humeante de café capuchino, en una bandeja de acero inoxidable.

—Pero al menos hay buen servicio —agregó Carmody mientras sorbía el café.

—¿Es bueno? —preguntó Bellwether.

—Sí, muy bueno.

—Estoy orgulloso de mi café —dijo Bellwether tranquilamente—, y también de mis comidas. ¿No le gustaría un bocado? ¿Tal vez una tortilla, o un soufflé?

—Nada —contestó Carmody con firmeza; se recostó en la silla, y dijo—: De manera que usted es una ciudad modelo…

—Sí, tengo el honor de ser eso —dijo Bellwether—. Soy la ciudad modelo de construcción más reciente, y según creo, la más satisfactoria. Fui concebida por un grupo de estudio combinado de las universidades de Yale y Chicago, que trabajó con una beca de Rockefeller. Casi todos mis detalles prácticos han sido ideados por el Instituto de Tecnología de Massachussetts, si bien algunas partes especiales son de Princeton y de la RAND Corporation. Mi construcción propiamente tal fue un proyecto de la General Electric, y el dinero se obtuvo mediante contribuciones de la Fundación Ford, así como de otras instituciones que no puedo mencionar.

—Es una historia bastante interesante —dijo Carmody con una insoportable indiferencia—. Esa que está del otro lado de la calle es una catedral gótica, ¿no es así?

—Sí, completamente gótica —contestó Bellwether—. También es intersectaria, está abierta a todas las religiones, con capacidad para trescientas personas sentadas.

—Eso no parece mucho para un edificio de ese tamaño. —No lo es, por supuesto. Pero tuve la idea de combinar cierto temor reverencial con un sentimiento de intimidad. A mucha gente le gusta…

—Y de paso…, ¿dónde está la gente? —preguntó Carmody—. No he visto a nadie.

—Se han ido —contestó Bellwether lúgubremente—. Todos han partido.

—¿Porqué?

Bellwether permaneció en silencio por un tiempo, después dijo:

—Se produjo una ruptura de relaciones entre la Municipalidad y la comunidad. Fue un malentendido en realidad, o tal vez debería decir una serie infortunada de malos entendidos. Tengo la sospecha que algunos alborotadores han tenido que ver con el éxodo.

—Pero ¿qué sucedió, precisamente?

—No lo sé —contestó Bellwether—. Pero por esta vez, ¿por qué no se queda, señor Carmody?

—¿Yo? En realidad, no creo…

—Parece cansado de viajar —dijo Bellwether—. Estoy seguro que un buen descanso le vendría bien.

—En los últimos tiempos he estado viajando mucho —admitió Carmody.

—¡Quién sabe! Puede ser que aquí encuentre lo que le gusta —dijo Bellwether—. Y de todos modos, habrá tenido la experiencia original de gozar de la ciudad más moderna de acuerdo con los tiempos. Y enteramente a su servicio.

—Lo encuentro muy interesante —dijo Carmody—. Pero debo pensarlo.

La ciudad de Bellwether le intrigaba, pero al mismo tiempo le causaba cierta aprehensión. Deseaba saber qué había pasado realmente con sus habitantes.