Capítulo Veinte

Tardó mucho más Borg en aceptar la idea de un mamífero parlante que Carmody la de un reptil con la misma característica. Sin embargo, Borg terminó por aceptarlo. Como más tarde lo señalara el Premio, no hay nada como la presencia real de un hecho para hacerle creer a uno en la existencia del mismo.

Se retiraron a la oficina de Borg, ubicada bajo el altísimo follaje verde de un sauce llorón. Después de sentarse, empezaron a carraspear pensando en lo que podrían decir.

Por último, Borg dijo:

—De manera que usted es… un mamífero extranjero del futuro, ¿eh?

—Creo que soy eso —dijo Carmody—. Y usted es un reptil indígena del pasado.

—Nunca lo he considerado así —contestó Borg—. Pero imagino que es verdad. ¿Cuán adelante en el futuro, diría usted, es la época de la que viene?

—Alrededor de unos cien millones de años, algo así.

—¡Ah! Es un tiempo bastante lejano… Sí, mucho.

Borg asintió y empezó a tararear desafinadamente. Carmody advirtió que no sabía qué otra cosa decir. Parecía una persona muy decente, hospitalaria, pero muy aferrada a sus costumbres; más bien el tipo de padre de familia, no muy conversador. Simplemente, un tiranosaurio decente y opaco de clase media.

—Bueno, bueno —dijo Borg después que el silencio se había vuelto incómodo—. ¿Y cómo es el futuro?

—¿Perdone usted?

—Quiero decir, qué clase de lugar es el futuro.

—Muy activo —contestó Carmody—. Ajetreado; muchos nuevos inventos, y bastante confusión.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Borg—. Se parece mucho a lo que han pintado nuestros compañeros mis imaginativos. Algunos han llegado a predecir que los mamíferos experimentarían ciertos cambios evolutivos, hasta convertirse en la especie dominante de la Tierra. Pero en mi opinión, eso es algo grotesco y forzado.

—Me imagino que puede parecer eso —comentó Carmody.

—¿Entonces, sois la especie dominante? —Bueno… Una de ellas.

—¿Pero qué sucede con los reptiles? O para ser más específico, ¿cómo les irá a los tiranosaurios en el futuro?

Carmody no tuvo el coraje ni la frialdad de decirle que en sus días los tiranosaurios estaban extinguidos desde hacía unos sesenta millones de años, y que en cuanto a los reptiles en general, habían pasado a ocupar una parte muy insignificante en el esquema de las cosas.

—A su raza le está yendo tan bien como era de esperar —contestó Carmody, sintiéndose como una víbora.

—¡Muy bien! Ya me parecía que iba a ser así —dijo Borg—. Como usted sabe, somos una raza muy fuerte; la mayoría de nosotros tiene mucha voluntad y sentido común. ¿Y tienen muchos problemas los hombres y los reptiles en su coexistencia?

—No, no muchos problemas —dijo Carmody.

—Me alegra saberlo. Temía que los dinosaurios se hayan vuelto prepotentes a causa de su tamaño.

—No, no —le aseguró Carmody—. Hablando en nombre de los mamíferos del futuro, puedo decir sin ningún temor que todos amamos a los dinosaurios.

—Es muy honesto de su parte… —contestó Borg.

Carmody masculló algo. Se sentía muy avergonzado de sí mismo.

—El futuro no encierra grandes ansiedades para un dinosaurio —afirmó Borg con el tono rotundo de un discurso al final de una cena—. Pero no siempre fue así. El alosaurio, nuestro extinto antepasado, parece haber sido un bruto de mal carácter y un glotón desmedido. En cambio su antepasado, el ceratosaurio, era un carnosaurio enano; a juzgar por la medida de su caja craneana debe haber sido Increíblemente estúpido. En el amanecer de los tiempos hubo, por supuesto, otros carnosaurios. Y antes que ellos tuvo que haber un eslabón perdido…, un remoto antecesor del que descienden los dinosaurios cuadrúpedos y bípedos.

—Los dinosaurios bípedos son los dominantes, ¿no es cierto? —preguntó Carmody.

—Por supuesto. El triceratópido es una criatura de pocas luces, con un carácter muy salvaje. Tenemos sólo pequeñas manadas de ellos. De la carne se obtienen buenos bifes de brontosaurio. Hay varias especies más, naturalmente. Al llegar a la ciudad, debe haber notado algunos hadrosaurios…

—Sí, en efecto —dijo Carmody—. Estaban cantando.

—Esos individuos siempre están cantando —dijo Borg, con severidad.

—¿Vosotros los coméis?

—¡Por Dios, no! ¡Los hadrosaurios son inteligentes! Además de los tiranosaurios, pertenecen a la única especie inteligente en el planeta.

—Su hijo dijo que eran un problema.

—Y bien, es cierto —dijo Borg en tono desafiante.

—¿En qué sentido?

—Son perezosos; además, huraños e insolentes. Sé bien lo que estoy diciendo, he tenido hadrosaurios empleados como sirvientes. No tienen ambición, impulsos ni constancia. La mitad de las veces no saben quién les ha incubado, ni parece interesarles. No son capaces de sostener la mirada directa a los ojos, ni siquiera cuando se les habla.

—Sin embargo, cantan bien —dijo Carmody.

—¡Oh, ya lo creo que cantan bien! Muchas de nuestras mejores distracciones son los hadrosaurios. Bajo una buena supervisión también son aptos para la construcción pesada. Es claro que su aspecto desmerece tanto…, parecen ornitorrincos. Pero, bueno; la culpa no es de ellos… ¿Y queda resuelto en el futuro el problema de los hadrosaurios?

—Sí —dijo Carmody—. La raza se extingue. —Tal vez sea mejor de esa manera— sentenció Borg. —Sí. Realmente, creo que es lo mejor.

Carmody y Borg continuaron conversando durante varias horas. Carmody pudo enterarse de los problemas de la vida reptil. Las ciudades-selva estaban cada vez más atestadas de habitantes a medida que aumentaban los tiranosaurios y hadrosaurios que abandonaban el campo en busca de los placeres de la civilización. En los últimos cincuenta años había aparecido un problema de tránsito bastante agudo. Los saurichios gigantes, orgullosos de sus reflejos, prefieren viajar rápido. Poro con frecuencia suelen ocurrir accidentes, cuando miles de ellos se apresuran por la selva a la misma hora. Casi siempre son graves: cuando dos reptiles, cada uno de los cuales pesa cuarenta toneladas, se embisten de frente a cuarenta y cinco kilómetros por hora, lo menos que puede esperarse es algún cuello roto.

Pero desde luego, éstos no eran los únicos problemas existentes. Las ciudades apiñadas eran también un síntoma de una explosiva tasa de nacimientos. En varias partes del mundo había saurichanos a punto de morir de hambre. Y si bien las enfermedades y las guerras causaban grandes bajas entre ellos, no era suficiente.

—Tenemos estos problemas y muchos otros —concluyó Borg—. Algunos de nuestros cerebros más privilegiados se han entregado a la desesperación. Pero yo soy más optimista; nosotros, los reptiles, ya hemos conocido antes época malas, y hemos podido resolver la situación. Ya encontraremos solución también a estos problemas, así como lo hemos hecho con otros. A mi modo de ver, nuestra raza posee una nobleza innata, una chispa de conciencia, una vida inapagable. No puedo creer que todo esto pueda extinguirse…

Carmody asintió al decir:

—Su pueblo perdurará —no podía hacer nada mejor que mentir como un caballero.

—Lo sé —dijo Borg—. Sin embargo, siempre resulta alentador tener una confirmación. Le agradezco eso. Y me imagino que ahora querrá hablar con sus amigos…

—¿Cuáles amigos? —preguntó Carmody.

—Me refiero al mamífero que está detrás de usted —respondió Borg.

Al volverse rápidamente, Carmody vio a un hombre bajo y gordo, con gafas, vestido con un traje oscuro de calle, que llevaba un portadocumentos y un paraguas bajo el brazo izquierdo.

—¿El señor Carmody? —preguntó.

—Sí, soy Carmody —contestó Carmody.

—Soy el señor Surtees, de la Oficina Interna de Réditos. Le aseguro que nos ha dado un buen trabajo cazarlo, señor Carmody. Pero la OIR siempre encuentra a quien busca.

—Esto no es asunto mío —dijo Borg, y salió tan silenciosamente como podía hacerlo un tiranosaurio tan grande.

—Tiene algunos amigos bastante extraños —afirmó el señor Surtees, mirando a Borg mientras se iba—. Pero eso no me concierne, aunque tal vez le interese al FBI. Mi propósito al venir hasta aquí es sólo con respecto a sus impuestos de 1965 y 1966… Llevo en la cartera una orden de extradición, que creo encontrará satisfactoria. Y tengo también mi máquina del tiempo, estacionada fuera de este árbol. Le sugiero que venga de inmediato, y sin oponer resistencia.

—No —dijo Carmody.

—Le ruego que reconsidere su actitud —dijo Surtees—. Los cargos contra usted pueden arreglarse a satisfacción mutua. Pero deben quedar liquidados ya mismo. Al gobierno de Estados Unidos no le gusta esperar. Si rehúsa obedecer una orden de la Corte Suprema…

—Le he dicho que no —insistió Carmody—. Puede irse. Sé muy bien quién es usted.

Sin duda alguna se trataba del devorador. Había tratado de remedar al inspector de la OIR de una manera increíblemente torpe. Tanto el portadocumentos como el paraguas estaban pegados al brazo izquierdo. Las facciones eran pasables, pero había olvidado una oreja y lo peor de todo, las rodillas estaban articuladas hacia atrás.

Carmody se volvió y empezó a alejarse. El devorador quedó en el mismo lugar, sin seguirlo, posiblemente incapacitado de hacerlo. Después de dar un grito de hambre y furia, desapareció. Sin embargo, Carmody no tuvo mucho tiempo para felicitarse; un momento después, también él desapareció.