Capítulo Uno

Había sido uno de esos típicos días irritantes en la oficina. Carmody flirteó al pasar, con la señorita Gibbon, tuvo una respetuosa discrepancia con el señor Waibock y pasó quince minutos discutiendo con el señor Blackwell las alternativas de un partido de fútbol. Hacia el final de la jornada sostuvo una discusión con el señor Seidlitz, acalorada y sin ningún fundamento, con respecto al agotamiento gradual de los recursos naturales del país y el avance implacable de algunas organizaciones destructivas, como lo eran Con Ed[1], el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, los turistas y los fabricantes de pulpa de papel. Afirmó que, en grado diverso, todos esos factores contribuían a la expoliación del paisaje y a la inevitable desaparición de los últimos vestigios de bellezas naturales.

—Bien, Tom —dijo el ulceroso Seidlitz, siempre sardónico—. Parece que has meditado profundamente en esto, ¿no es cierto?

¡No, no era cierto!

La señorita Gibbon, atractiva joven de mentón pequeño, le reprochó:

—¡Pero señor Carmody…! No debería decir esas cosas.

Después de todo, ¿qué era lo que había dicho y por qué no tenía el derecho a decirlo? Carmody no podía recordarlo, y aunque no tenía motivos para arrepentirse, se sintió vagamente culpable.

Su jefe, el regordete y suave señor Wainbock, manifestó:

—Tal vez haya algo de cierto en lo que has dicho, Tom. Me encargaré de averiguarlo.

Pero Carmody era consciente de la poca sustancia que tenía lo que acababa de afirmar, y no valía la pena averiguarlo.

El sarcástico George Blackwell, un hombre alto, capaz de hablar sin mover el labio superior, había dicho:

—Creo que tienes razón, Carmody; si transfieren a Voss del medio campo a la delantera, entonces sí que tendremos unos cuantos goles…

Después de pensarlo un poco más, Carmody llegó a la conclusión de que no habría una gran diferencia.

Carmody era un hombre tranquilo, de un humor predominantemente melancólico; su rostro concordaba perfectamente con el perfil elegíaco de su disposición. Su estatura era algo superior a la normal y asimismo su sentido de autodesaprobación. Tenía una mala estampa y estaba lleno de buenas intenciones. Era ciclotímico e inclinado a la depresión, como son generalmente los hombres altos con ojos de sabueso y antepasados irlandeses…, sobre todo después de los treinta años.

Jugaba bastante bien al bridge, aunque tendía a subestimar las cartas que le tocaban. Nominalmente era ateo, aunque más por rutina que por convicción. Sus avalares, que pueden observarse en el Hall de Potencialidades, eran uniformemente heroicos. Pertenecía al signo de Virgo, regido por Saturno de paso por la casa del sol; esto, de por sí, le habría hecho descollante. Compartía la marca de contraste común a los seres humanos: era a la vez predictible e insondable; un milagro de la rutina.

A las 5:45 pm salió de la oficina y tomó el metro para alejarse del centro. Fue apretujado y empujado por mucha gente a la que deseaba considerar como menesterosa, pero que en el fondo le resultaba irremediablemente indeseable.

Salió en la estación de la calle 96 y caminó algunas travesías hasta su departamento, en la Avenida West End. El portero le saludó alegremente y el ascensorista le dedicó un amistoso movimiento de cabeza. Abrió la puerta de su departamento, entró y se tiró en el sofá. Su esposa estaba de vacaciones en Miami y por lo tanto, apoyó los pies impunemente sobre la mesa de mármol que tenía enfrente.

Un momento después, en medio del living se produjo el rugido de un trueno y relampagueó un rayo. Carmody se sentó súbitamente y se apretó la garganta sin un motivo específico. El trueno retumbó durante varios segundos, después se oyó un himno de trompetas. Carmody bajó de inmediato los pies de la mesa de mármol. Al sonido de las trompetas siguió un valiente resoplido de gaitas. Se produjo entonces otro rayo brillante y en medio de su resplandor apareció un hombre. De mediana estatura y corpulento, tenía el pelo rubio ondeado; vestía una capa de tono dorado, y polainas anaranjadas. Sus facciones eran normales, pero carecía de orejas. Avanzó dos pasos, se detuvo, estiró la mano en el aire y extrajo un rollo de papel que rasgó sin querer. Al aclararse la garganta hizo un ruido semejante a un rodamiento que soporta una combinación de peso y fricción.

—¡Saludos! —dijo.

Carmody, atacado sorpresivamente por una mudez histérica, no contestó.

—Hemos venido —dijo el desconocido— como fortuita respuesta a un deseo inefable: ¡el vuestro! ¿Algunos lo hacen? No. Entonces…, ¿es posible?

El desconocido esperó uña respuesta. Mediante varias pruebas que sólo él conocía, Carmody se convenció de que lo que le estaba pasando, le estaba sucediendo a él en realidad. Entonces, contestó en un nivel de realidad.

—En nombre de Dios, ¿a qué viene todo esto?

Sin dejar de sonreír, el extraño contestó:

—Es para usted, Kár-mo-di. Entre el efluvio de «lo que es», usted ha ganado una pequeña pero importante porción de «lo que puede ser». Regocijante, ¿no? Concretamente: su nombre ha salido a la cabeza de los demás; otra vez se ha reivindicado lo fortuito y lo indeterminado, fluctuando en un limbo de color rosa y pleno de regocijo al ver a la antigua Constancia proscripta nuevamente dentro de la Cueva de la Inevitabilidad. ¿No es esto causa suficiente? Entonces, ¿por qué usted no…?

Carmody se puso en pie; estaba muy calmo. Lo desconocido resultaba atemorizante sólo como antecedente al fenómeno de perseverar. (El Mensajero, por supuesto, lo sabía).

—¿Quién es usted? —preguntó Carmody.

Mientras sopesaba concienzudamente la pregunta, la sonrisa del desconocido se desvaneció para dejar lugar a un farfulleo entre dientes:

—¡Estos retorcidos de cerebros confusos han vuelto a procesarme mal! Sería capaz de mutilarme ante tanta mortificación. ¡Ojalá vaguen eternamente como fantasmas! A otra cosa; volveré a procesarme, a adaptarme, a convertirme…

El extraño apretó su cabeza con los dedos haciéndolos hundirse unos cinco centímetros. Parecía la mano de un hombre que tocaba un piano muy pequeño. Se convirtió de inmediato en un hombrecillo regordete, de estatura mediana, con una incipiente calvicie, que usaba un arrugado traje de calle. Llevaba un portafolios abultado, un paraguas, un bastón, una revista y un diario.

—¿Es esto lo correcto? —preguntó—. Sí, ya veo que sí —contestó para sí mismo—. Debo pedirle disculpas por el trabajo chapucero de nuestro Centro de Similitud. Imagínese usted que la semana pasada tuve que aparecer como un murciélago gigante en Sigma IV, llevando en el pico una notificación para descubrir que el receptor pertenecía a la familia de los nenúfares. Y dos meses antes, por supuesto estoy hablando de períodos de tiempo equivalentes, mientras cumplís, una misión en el Viejo Mundo Thagma, esos imbéciles de Similitud me hicieron aparecer como cuatro vírgenes mientras que el procedimiento correcto habría sido, obviamente…

—No entiendo ni una palabra de lo que está diciendo —interrumpió Carmody—. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto, si es tan amable…

—Por supuesto, por supuesto —dijo el desconocido—. Primero, permítame controlar las referencias locales —cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Hablando en sentido metafórico, su lenguaje no parece abarcar los envases que requiere mi producto. Pero, por otra parte, ¿quién soy yo para juzgar? Me imagino que la inexactitud puede resultar estéticamente agradable; todo es cuestión de gusto.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Carmody en voz baja y siniestra.

—Bien, señor. ¡Se trata de la Lotería Intergaláctica, naturalmente! Y usted ha resultado el ganador. La propuesta es inherente a la función de mi experiencia, ¿no es así?

—No —contestó Carmody—; no es así. No sé a qué se refiere —por un momento Carmody vio atravesar en el rostro del desconocido una expresión dubitativa, pero se borró de súbito como mediante una goma de borrar.

—De manera que no sabe. ¡Pero naturalmente! Supongo que, incrédulo de resultar ganador, dejó de pensar en el asunto para evitar ilusionarse. ¡Qué mala suerte haber llegado en el momento de su hibernación mental! Pero le aseguro que no hubo intención de ofenderle. ¿No está disponible el archivo con sus datos? Temo que no. Entonces, tendré que explicarle: usted señor Carmody, La ganado el Premio de la Lotería Intergaláctica. El Selector Casual de Parte IV, clase 32 de Formas Vivas extrajo sus coeficientes. Su Premio, un premio muy generoso según tengo entendido, está disponible para usted en el Centro Galáctico.

Carmody se encontró razonando para sí de la siguiente manera: «hay dos posibilidades, estoy demente o no lo estoy. Si estoy loco, puedo rechazar mi error y acudir a una cura psiquiátrica; pero así quedaría en la absurda posición de tratar de negar lo que mis sentidos me dicen ser cierto, supliéndolo por una racionalidad vagamente recordada. Esto muy bien podría multiplicar mis conflictos, agravando de tal manera mi demencia al punto que mi apenada esposa tendría que confinarme en alguna institución. Por otra parte, si acepto este presunto error como real, también puedo terminar en una institución.

»Si se da la otra alternativa y no estoy demente, todo esto está sucediendo realmente. Y lo que está sucediendo en realidad, entonces, es un acontecimiento extraño y único, una aventura de primera magnitud. Parece evidente (si es que todo esto está sucediendo en realidad), que tal como siempre lo sospeché, en el universo hay seres de una inteligencia muy superior a la del hombre. Estos individuos organizan una lotería en la que extraen nombres al azar (tienen todo el derecho de hacerlo, y no veo por qué una lotería sería contradictoria con una inteligencia superior). Por último, mi nombre ha salido en esta presunta lotería. Esto es un verdadero privilegio; podría ser que, por primera vez, la lotería se ha extendido hasta la Tierra. He ganado un premio en este concurso. Tal vez me proporcione fortuna, prestigio, mujeres o sabiduría; cualesquiera de estas cosas, bien vale la pena.

»Por lo tanto, considerando todo en forma global, será mejor para mí pensar que no estoy demente e ir con este caballero a recoger mi premio. Si me equivoco, probablemente despertaré en alguna institución. Y entonces, pediré disculpas a los médicos, les diré que reconozco la naturaleza de mi ilusión, y quizás así me dejen en libertad».

Éste fue el razonamiento de Carmody y a esa conclusión llegó. No era muy sorprendente. Muy pocos seres humanos (excepto los dementes) admiten la premisa de estar locos antes que aceptar una nueva hipótesis, por alarmante que ella sea. El razonamiento de Carmody contenía ciertas fallas, por supuesto, que después habrían de ponerse en evidencia para vejarle. Pero podemos decir que, dadas las circunstancias, se desenvolvió muy bien al poder razonar.

—Aún no sé muy bien de qué se trata —admitió Carmody al Mensajero—. ¿Existen algunas condiciones para retirar el premio? Quiero decir, ¿debo hacer o comprar algo?

—No hay ninguna condición —dijo el Mensajero—; por le menos, ninguna que valga la pena mencionar. El Premio es gratis, de otra manera no sería premio. Si usted acepta, deberá acompañarme hasta el Centro Galáctico; lo que, de suyo, vale la pena. Una vez allí le entregarán el Premio; después, a su conveniencia, podrá traerlo hasta su hogar. Si necesitara alguna ayuda para el viaje de regreso, estamos dispuesto a colaborar en lo que nos sea posible, por supuesto.

—Me parece muy bien —dijo Carmody en el mismo tono que empleó Napoleón al observar la disposición de Ney para la batalla de Waterloo—. ¿Cómo viajaremos para allá?

—Por aquí —dijo el Mensajero.

Condujo a Carmody a un gabinete en el hall y desde allí, a través de una fisura en la continuidad espacio tiempo. Fue la cosa más fácil del mundo. A los pocos segundos de tiempo subjetivo, después de atravesar una distancia considerable, Carmody y el Mensajero llegaron al Centro Galáctico.