—¡Oiga! —exclamó Carmody.
—Y así, una vez más —dijo el oscuro individuo—, el criminal ha escapado hacia su propia condena. ¡Míreme usted, Carmody! Soy su verdugo. Ahora deberá pagar tanto por sus crímenes contra la humanidad como contra usted mismo. Pero déjeme aclararle que esta ejecución es provisoria y no lleva implícita el valor de un juicio.
El verdugo dejó deslizar una navaja fuera de su manga. Carmody tragó saliva, apenas podía articular palabra.
—¡Espere un momento! —gritó—. No he venido aquí para ser ejecutado.
—Lo sé, lo sé —dijo el verdugo tratando de aplacarlo, mientras miraba el filo de la navaja contra la vena yugular de Carmody—. ¿Qué otra cosa podría usted decir?
—¡Pero es cierto! —chilló Carmody—. He venido aquí a retirar un Premio.
—¿Qué cosa? —preguntó el verdugo.
—Un Premio, maldito sea, un Premio. ¡Me dijeron que había ganado un premio! Puede preguntarle al Mensajero, él me trajo hasta aquí para recibir el premio.
El verdugo lo observó y desvió la mirada tímidamente. Oprimió un botón en un conmutador que estaba cerca. De inmediato, las cintas de acero que apretaban a Carmody se convirtieron en gallardetes de papel; la vestimenta negra del verdugo se transformó en blanca. La navaja se transmutó en estilográfica. Una verruga apareció en el lugar de la cicatriz.
—Está bien —dijo sin dar muestras de arrepentimiento—. Les advertí que no combinaran el Departamento de Crímenes Menores con la Oficina de la Lotería; pero no, no me escucharon. Bien merecido tendrían que lo hubiera matado. Bonito lío habría sido, ¿eh?
—Habría sido un lío para mí —dijo Carmody, tembloroso.
—Bien, de qué vale llorar ahora sobre sangre no derramada —dijo el empleado de premios—. Si tomáramos en consideración todas las posibilidades, muy pronto nos quedaríamos sin posibilidades por considerar… ¿Qué dije? Ah, no importa. La sintaxis es correcta aunque las palabras sean equivocadas. Por aquí debo tener su premio.
Apretó un botón del conmutador. De inmediato, un enorme escritorio desordenado se hizo visible en la habitación; estaba suspendido a unos cuarenta centímetros del suelo, pero luego cayó con un ruido ensordecedor. El empleado abría los cajones, de los que empezó a arrojar papeles, bocadillos, cintas de carbón, tarjetas de archivo y restos de lápices.
—Bueno, tiene que estar aquí, por alguna parte —dijo en un tono de incipiente desesperación. Oprimió otro botón del conmutador y el escritorio desapareció junto con el conmutador.
—¡Maldito sea! Estoy hecho un manojo de nervios —dijo el empleado.
Levantó una mano en el aire y estrujó algo. Al parecer, se trataba de un botón que no correspondía porque inmediatamente el empleado desapareció con un grito agonizante. Carmody quedó solo en el cuarto.
Permaneció de pie donde estaba, canturreando entre dientes sin ritmo. Poco después reapareció el empleado sin que nada delatara, en su aspecto, la experiencia que acababa de sufrir, excepto por una magulladura en la frente y una expresión mortificada. Debajo del brazo traía un pequeño paquete, atractivamente envuelto.
—Por favor, disculpe la interrupción —dijo—. Es uno de esos momentos en que nada parece salir bien.
Carmody se atrevió a decir una broma.
—¿Ésta es la manera de dirigir una galaxia? —preguntó.
—Y bien, ¿cómo esperaba que la dirigiéramos? Somos sólo seres conscientes, ¿no lo sabía?
—Lo sé —contestó Carmody—, pero esperaba que aquí, en el Centro de la Galaxia…
—Todos los provincianos son iguales —dijo el empleado con fastidio—. Vienen llenos de sueños imposibles de orden y perfección, que son meras proyecciones idealizadas de sus propias imperfecciones. Ya es hora de que sepan que la vida es una cosa desordenada, y que el poder tiende a fraccionar las cosas en vez de unirlas, y que cuanto mayor es la inteligencia, más complicaciones es capaz de percibir. Tal vez usted conozca el teorema de Holgee, según el cual el Orden es meramente un agrupamiento arbitrario y primitivo de las relaciones entre los objetos en el caos del universo; si la inteligencia y el poder de un ser se acercara al máximo, su coeficiente, de control (considerado como el producto de la inteligencia y el poder, y expresado por el símbolo ando), estaría cerca del mínimo, debido a la desastrosa progresión geométrica de objetos a ser comprendidos y controlados, que deja atrás a la progresión aritmética de lo Comprendido.
—Nunca lo consideré bajo ese aspecto —dijo Carmody con bastante amabilidad.
Pero empezaba a sentirse harto de los servidores del Centro Galáctico, tan sueltos de lengua. Tenían una respuesta para todo, pero lo concreto era que no hacían muy bien sus trabajos y endilgaban sus fallas a las condiciones cósmicas.
—Y bien. Sí, reconozco que es cierto —dijo el empleado—. Me tomé la libertad de leer sus pensamientos y considero bien fundado su punto de vista. Como todos los otros organismos, empleamos la inteligencia para explicar las disparidades. También es cierto que no empleamos nuestras condiciones al máximo; a veces hacemos el trabajo en forma mecánica, descuidada y hasta erróneamente. Muchas veces se pierden hojas con datos importantes, las máquinas funcionan mal, sistemas planetarios completos quedan olvidados… Pero esto indica, simplemente, que al igual que todas las criaturas con cierto grado de autodeterminación, estamos sujetos a las emociones. ¿Qué quiere que hagamos? Alguien tiene que controlar la galaxia, de lo contrario todo saldría volando en distintas direcciones. Las galaxias son un reflejo de sus habitantes, hasta que todas las personas y las cosas sean capaces de controlarse a ellas mismas, será necesario cierto control exterior. Si no fuera por nosotros, ¿quién se encargaría de esa tarea?
—¿No podéis construir máquinas que lo hagan?
—¡Máquinas! —exclamó el empleado, desdeñosamente—. Tenemos muchísimas máquinas, algunas excesivamente complejas; pero aún las mejores son como unos sirvientes idiotas. Son adecuadas sólo para realizar operaciones sencillas y tediosas, como construir estrellas o destruir planetas. Pero si uno les encarga algo difícil como dar consuelo a una viuda, se ponen completamente torpes. ¿Puede usted creer una cosa? En nuestra sección, la computadora más grande es capaz de diseñar el paisaje de todo un planeta, puede freír un huevo o modular una tonada, pero de ética sabe menos que un cachorro de lobo. ¿Querría usted que algo así gobernara su vida?
—Por supuesto que no —dijo Carmody—. Pero ¿no hay nadie capaz de construir una máquina con creatividad y discernimiento?
—Sí, alguien la hizo —contestó al empleado—. Ha sido diseñada para aprender de la experiencia; eso significa que debe cometer algunos errores para llegar a la verdad. Viene en todas formas y medidas, la mayoría, portátiles. Sus defectos saltan a la vista pero constituyen una necesaria compensación por sus virtudes. Todavía nadie ha logrado mejorar el diseño básico, aunque muchos lo han intentado. Esta ingeniosa invención se denomina Vida inteligente.
El empleado sonrió muy complacido de su capacidad para construir aforismos. Carmody sintió un impulso de golpearle directo en la nariz, pero se contuvo.
—Si ha terminado con su conferencia —dijo Carmody—, quisiera que me entregue el Premio.
—Como lo desee —dijo el empleado—; siempre que esté seguro que lo quiere.
—¿Puede haber alguna razón para que no lo quiera?
—Ninguna en particular —dijo el empleado—, pero sí una en general: la introducción de cualquier objeto novedoso en la norma de vida de una persona tiende a dislocarla.
—Me atrevo a correr ese riesgo —contestó Carmody—. Vamos, deme usted el Premio.
—Muy bien —dijo el empleado, sacando un gran anotador y un lápiz—. Antes, debemos llenar estos datos. Usted se llama Kár-mo-di, viene del planeta 73C, Sistema BB-454 C-2S2 Cuadrante Izquierdo, Sistema Galáctico Local, referencia LK por CD, y fue seleccionado al azar entre aproximadamente dos billones de concursantes, ¿de acuerdo?
—Si usted lo dice, así será —contestó Carmody.
—Déjeme ver un poco —dijo el empleado, dándole un rápido vistazo a la página—. Puedo omitir esa cuestión de que acepta el premio a su propio riesgo y reconocimiento, ¿verdad?
—Seguro, omítalo —contestó Carmody.
—Además está la sección sobre Calificación de Comestible, y la parte de Acuerdo Recíproco de Falibilidad entre usted y la Oficina de la Lotería, en el Centro Galáctico; y también, la otra parte sobre Ética Irresponsable, y por supuesto, el Remanente Determinante de Terminación. Pero todo esto es perfectamente normal y me imagino que usted lo acepta…
—¡Claro! ¿Por qué no? —repuso Carmody, sintiéndose algo mareado. Estaba ansioso por ver cómo era el premio del Centro Galáctico, y deseaba que el empleado dejara de usar tantas argucias.
—Muy bien, entonces —dijo el empleado—. Ahora, simplemente indique su aceptación a los términos de esta área mental-sensitiva al pie de la página; eso es todo.
Inseguro de dar sus próximos pasos, Carmody pensó: «Sí, acepto el Premio en las condiciones establecidas». El pie de la página se tornó rosado.
—Gracias —dijo el empleado—. El contrato es autotestigo del acuerdo. Felicitaciones, Carmody; aquí lo tiene.
Entregó una caja alegremente envuelta a Carmody, quien farfulló las gracias y empezó ansiosamente a desenvolver el paquete. Pero antes que llegara muy lejos, se produjo una violenta e intempestiva interrupción. Un hombre bajo y calvo, vestido con ropas brillantes, irrumpió en la habitación.
—¡Ja! —exclamó—; lo he pescado con las manos en la masa. ¿Creyó de veras que iba a salirse con la suya? —acercándose a toda prisa a Carmody, el hombre asió el premio, pero el otro pudo retirar el brazo a tiempo.
—Y usted, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Carmody—. ¿Qué estoy haciendo? Vine a reclamar el Premio que me pertenece. ¿Qué se cree usted? Yo soy Carmody —el hombrecillo hizo una pausa mientras lo miraba con curiosidad—. ¿Usted alega que es Carmody?
—No. Lo sostengo: soy Carmody. —¿Carmody del Planeta 73C?
—No sé lo que eso significa —replicó Carmody—; nosotros llamamos Tierra al lugar de donde vengo.
El Carmody más bajo le miró largamente mientras su expresión de ka se transformaba en una de descreimiento.
—¿Tierra? —preguntó—. Creo no haber oído hablar de ese lugar. ¿Es miembro de la Liga Chelceriana?
—No, que yo sepa.
—¿Y qué pasa con la Asociación Independiente de Operadores Planetarios, o la Cooperativa Estéler? ¿Ha oído hablar de la Corporación de Habitantes del Planeta de la Galaxia? ¿No? ¿Su planeta no es miembro de ninguna organización interestelar?
—Supongo que no —contestó Carmody.
—Es lo que sospechaba —dijo el Carmody bajo, volviéndose hacia el empleado—. ¡Idiota! ¡Mire a qué criatura ha otorgado mi Premio! ¿No ha observado los opacos ojos porcinos, las mandíbulas bestiales, las uñas córneas?
—Espere un momento —dijo Carmody—. No hay motivos para que empiece a insultarme.
—¡Ah! Ya veo, ya veo —contestó el empleado—. En realidad, no miré bien antes. Quiero decir, uno no espera…
—¡Pero cómo! Maldito sea —dijo el Carmody extranjero—. Cualquiera puede ver enseguida que esta criatura no es una Forma de Vida Clase 32. A decir verdad, no se aproxima a la Clase 32, ni siquiera ha llegado a tener estatus galáctico. Usted, perfecto imbécil, ha otorgado el Premio a una nulidad, a una criatura de allende los límites.