Capítulo Trece

Después de terminar su historia, Maudsley permaneció silencioso largo tiempo. Parecía hosco y distraído, lleno de pensamientos desgraciados. Pero al rato se animó y dijo:

—Carmody, una persona en mi posición se encuentra siempre asediada por requerimientos de diversas obras de caridad. Cada año contribuyo generosamente al Fondo de Oxígeno para Formas Orgánicas Indigentes, para el Hogar de Refugiados Cósmicos, y también coopero con la Fundación de Re-Desarrollo Interestelar, y con el Programa de Salvación del Inmaduro. Todo esto me parece suficiente, además, me lo deducen de los impuestos.

—Esta bien —dijo Carmody con un repentino destello de orgullo—. De todos modos, no quiero su caridad.

—No me interrumpa, por favor —dijo Maudsley—. Lo que quise decir es que mis obras de caridad son suficientes para colmar mi instinto humanitario. No me gusta ocuparme de casos individuales porque las cosas se tornan muy personales y desordenadas.

—Comprendo perfectamente —dijo Carmody—. Creo que lo mejor será que me vaya ahora. Pero es que no tengo la menor idea de adonde ir ni cómo llegar…

—Le he pedido que no me interrumpa —dijo Maudsley—. Como le he dicho, no me gusta hacerme cargo de casos personales. Pero esta vez haré una excepción y le ayudaré a regresar a su planeta.

—¿Por qué? —preguntó Carmody.

—Un antojo —contestó Maudsley—; una leve fantasía, quizá con un toque de altruismo. También…

—¿Sí?

—Bueno, si alguna vez llega a su casa, lo que es dudoso aún con mi ayuda, le agradeceré que entregue un mensaje.

—¡Desde luego! —dijo Carmody—. ¿Para quién es?

—¿Cómo? ¿No es obvio? Para el anciano barbudo a quien le construí el planeta. Imagino que todavía es el que manda…

—No lo sé —dijo Carmody—. Ha habido muchas discusiones sobre ese punto. Alguna gente afirma que está allí, como siempre ha estado. Otros dicen que está muerto, aunque pienso que se expresan metafóricamente. Y además, hay quienes sostienen que ni siquiera ha existido.

—Todavía está allí —dijo Maudsley, convencido—. No se podría matar a un individuo como él ni con una palanca de acero. Es un personaje irritable, con altos principios morales, y espera que la gente viva de acuerdo a ellos. Puede ser malvado y desaparecer por un tiempo, si no le gusta cómo van las cosas. Pero es muy sutil; sabe que la gente no quiere demasiado de la misma cosa, ya sea carne asada, mujeres bonitas, o Dios. De manera que estaría muy en su carácter si desapareciera del menú, por decirlo de alguna manera, hasta que vuelva a haber alguna apetencia por él.

—Parece saber mucho con respecto a su viejo cliente… —dijo Carmody.

—Bueno, he tenido mucho tiempo para pensar en él.

—Y creo un deber señalarle que el modo en que usted lo ve —agregó Carmody—, no está de acuerdo con ninguna opinión teológica que yo conozca. La idea de que Dios puede ser irritable y malhumorado…

—Pero tiene que ser así —afirmó Maudsley—. ¡Y además, muchas otras cosas! Debe ser de una excesiva emotividad. Después de todo, usted es así e imagino que sus prójimos, sus semejantes, sus congéneres o como prefiera llamarles…, quiero decir, los seres humanos, también lo son.

Carmody asintió.

—Y bien, ¡ahí está! Afirmó simplemente que estaba dispuesto a crear según su propia imagen y es evidente que así lo ha hecho —continuó Maudsley—. En el momento en que usted llegó, encontré cierto parecido familiar; hay un poco de Dios en usted, Carmody. Pero no permita que eso se le suba a la cabeza.

—Nunca he tenido contacto con él —dijo Carmody—, y no sabría cómo darle un mensaje.

—¡Es tan sencillo! —exclamó Maudsley con un aire de desesperación—. Cuando llegue a su casa, limítese a hablar en voz alta y clara.

—¿En qué se basa para creer que me escuchará? —preguntó Carmody.

—No podrá menos que escucharle —dijo Maudsley—. Se trata de su planeta, ¿sabe usted? Y ha demostrado el más profundo interés por sus ocupantes. Si él hubiera deseado establecer una comunicación con usted de alguna otra manera, ya lo habría mostrado.

—Está bien. Lo haré —dijo Carmody—. ¿Y qué quiere que le diga?

—Bueno, realmente no se trata de algo muy importante —dijo Maudsley, poniéndose inquieto—. Pero es un anciano caballero que vale tanto…! Me he sentido un poco molesto con el planeta que le construí, aunque pensándolo bien, no tiene nada de malo; es bastante útil y funciona bien. Pero el viejo era un caballero. Quiero decir…, tenía clase, y rara vez se ve alguien así. De modo que me gustaría hacer una especie de refección en ese planeta que tiene, completamente gratis por supuesto; no le costaría un centavo. Si él acepta, podría convertir ese planeta en un sitio para exposiciones, un verdadero paraíso. Créame una cosa: pienso que soy un ingeniero de primera clase, y es una injusticia que me estén juzgando por las chapucerías que debo hacer para ganarme la vida.

—Se lo diré —afirmó Carmody—. Pero para serle franco, no creo que le acepte la oferta.

—Yo tampoco lo creo —dijo Maudsley con esperanza—. Es un viejo empecinado, y no quiere recibir favores de nadie. No obstante, quiero hacerle la oferta, y lo digo con toda sinceridad. —Maudsley vaciló antes de agregar—: Y también puede pedirle que si quiere pasar alguna vez a conversar un poco…

—¿Por qué no va usted a verlo a él?

—Ya he tratado de hacerlo un par de veces, pero no quiso recibirme. Ese viejo que tienen allá posee una vena vengativa… Pero todavía puede ser que ceda.

—Quizá —dijo Carmody, dudándolo—. De todas maneras se lo diré. Pero si quiere hablar con un Dios, ¿por qué no habla con Melicronos?

Maudsley echó la cabeza hacia atrás y rió.

—¿Ese imbécil de Melicronos? Es un asno pomposo y egocéntrico, y no tiene carácter que valga la pena mencionar. Prefiero hablar de metafísica con un perro. En términos técnicos, la Divinidad es una cuestión de poder y de control, ¿sabe usted? No tiene nada de mágico ni es un curalotodo. No hay dos dioses iguales. ¿Lo sabía?

—No, no lo sabía.

—Téngalo presente. Nunca se sabe cuándo puede ser útil una información como ésa.

—Gracias —dijo Carmody—. ¿Sabe una cosa? Antes de esto, no creía en ningún dios.

Maudsley pareció meditar y luego dijo:

—Según lo que pienso, la existencia de un dios o varios dioses es obvia e inevitable, y creer en Dios es tan fácil y natural como creer en una manzana, sin roas ni menos significación. Cuando uno lo analiza a fondo, hay una sola cosa que se interpone en el camino de esta creencia.

—¿Y cuál es? —preguntó Carmody.

—Es el Principio de los Negocios, que es más fundamental que la ley de la gravedad. A cualquier lugar de la galaxia que usted vaya encontrará negocios de comida, de construcción de casas, negocios de guerra, el negocio de la paz, el negocio de gobernar y así sucesivamente. Y por supuesto, el negocio de Dios, que se llama «religión» y que es una línea de conducta particularmente censurable. Podría pasar un año hablando de las nociones malignas y perversas que venden las religiones, pero estoy seguro que usted ya las habrá oído antes. Mencionaré sólo un tema, que parece fundamentar todo lo que predica la religión y que a mi entender, resulta exquisitamente perverso.

—¿De qué se trata? —preguntó Carmody.

—Es la profunda y fundamental base de hipocresía sobre la que se funda la religión. Piense: ningún ser puede llamarse devoto si no posee libre albedrío. Sin embargo, el libre albedrío es libre, y no puede someterse a tratos ni a cálculos; esa facultad que hace posible un estado de libertad es un verdadero don divino. Existir en un estado de absoluta libertad es una cosa extraña, salvaje. Pero es así. ¿Y qué hace la religión con eso? Dice: «Muy bien, poseen libre albedrío pero ahora deben emplearlo para ser esclavos de Dios y de nosotros». ¡Es una verdadera afrenta! En vista de eso, cualquier ser con espíritu debe rebelarse, debe servir a Dios completamente por su propia voluntad e inclinación, de lo contrario no ha de servirle y así permanecerá sincero consigo mismo y con las facultades que Dios le ha otorgado.

—Creo entender lo que usted quiere decir —comentó Carmody.

—Lo he hecho demasiado complicado —dijo Maudsley—. Existe una razón mucho más simple para evitar la religión.

—¿Cuáles?

—Piense simplemente en el estilo que tiene; ampuloso, exhortativo, empalagoso, arrogante, artificial, inadecuado, aburrido, lleno de imágenes tristes o refranes falsamente optimistas; tópico adecuado para mujeres seniles o bebés de pecho, pero para nadie más. No puedo creer que ese Dios que conocí aquí, entre alguna vez a una iglesia; tenía mucho gusto y fiereza, demasiada furia y orgullo. No puedo creerlo, y con eso termina el asunto para mí. ¿Por qué tendría que entrar yo a un lugar adónde Dios no va?