El volcán rugía y exhalaba humo, escupía llamaradas y lanzaba deslumbrantes bolas de fuego hacia el negro cielo. Al estallar, se deshizo en un millón de fragmentos incandescentes, cada uno de los cuales volvió a dividirse, una y otra vez, hasta que el cielo quedó gloriosamente iluminado y los tres pequeños soles palidecieron.
—¡Vaya! —dijo Carmody, sinceramente impresionado; era como una exhibición de fuegos de artificio en el Parque de Chapultepec, en México, para el día de Pascuas.
Mientras miraba, los fragmentos relumbrantes caían a tierra y se extinguían en un océano formado para recibirlos. Gallardetes multicolores de humo ondeaban y se retorcían mezclándose unos con otros, haciendo sisear las aguas profundas, que se convertían en vapor para después elevarse en forma de extrañas nubes que se disolvían en lluvia.
—¡Ayyy! —exclamó Carmody.
La lluvia caía inclinada; de pronto, se levantó un viento que agolpó las aguas descendentes, tejiendo con ellas una trama compacta hasta que la lluvia y el viento, entremezclados, formaron un enorme tomado; su grueso tronco, oscurecido y con fugaces reflejos plateados, avanzó hacia Carmody siguiendo el rítmico acompañamiento de truenos ensordecedores.
—¡Esto es demasiado! —chilló Carmody.
Cuando el tornado hubo llegado casi a sus pies, se extinguió; el viento y la lluvia se elevaron hacia el cielo y el trueno se debilitó hasta convertirse en un rugido cargado de presagios. Empezó entonces a escucharse un sonido de cuernos de caza y salmodias, sumado al gemido de gaitas y al dulce plañir de arpas. El estruendo de los instrumentos se intensificaba en un canto de celebración y bienvenida, no muy diferente del acompañamiento musical de alguna película histórica de la MGM, de elevado presupuesto, en cinerama y a todo color, y mejor aún. Por último se produjo un estallido de luz, color, sonido y movimientos, además de otras cosas; luego, todo quedó en silencio.
Hacia el final, Carmody había cerrado los ojos. Volvió a abrirlos justo a tiempo para ver la luz, el color, los sonidos, movimientos y todas las demás cosas, transformarse en la heroica silueta de un hombre desnudo.
—¡Hola! —dijo el hombre—. Soy Melicronos. ¿Le gustó mi entrada?
—He quedado atónito —manifestó Carmody, con sinceridad.
—¿De veras? —preguntó Melicronos—. Quiero decir, ¿quedó realmente atónito o simplemente impresionado? Quiero saber la verdad; no tema herir mis sentimientos.
—Es cierto —confirmó Carmody—. Realmente atónito…
—Bien, es muy amable de su parte —dijo Melicronos—. En realidad, lo que acaba de ver ha sido una pequeña presentación que ideé recientemente para mí. Creo, realmente lo creo, que dice algo de mí mismo, ¿no le parece?
—¡Oh, sí! ¡Se lo aseguro! —exclamó Carmody; trataba de ver a qué se parecía Melicronos, pero la figura heroica que tenía ante sí era de color negro azabache, perfectamente proporcionada aunque sin rasgos definidos. La única característica que le distinguía era una voz refinada, ansiosa y un tanto quejumbrosa.
—Es algo absurdo, por supuesto —dijo Melicronos—; me refiero a tener una gran presentación para uno mismo y todo lo demás. Pero, después de todo, es mí planeta y si uno no puede hacer un poco de exhibicionismo en su propio planeta particular, adonde podrá alardear, ¿no?
—Eso es indiscutible —afirmó Carmody.
—¿Lo cree así realmente? —preguntó Melicronos.
—Lo digo con toda sinceridad —dijo Carmody.
Melicronos meditó un momento sobre lo que acababa de oír, y súbitamente dijo:
—Gracias. Me gusta usted. Es una persona inteligente y sensible que no teme decir lo que piensa.
—Gracias —manifestó Carmody—. No; lo digo de veras.
—Bueno, se lo agradezco realmente —repitió Carmody tratando de reprimir un tono de desesperación en su voz.
—Estoy muy contento de que haya venido —afirmó Melicronos—. ¿Sabe usted una cosa? Soy una criatura muy intuitiva, me enorgullezco de eso y creo que usted podría ayudarme.
Carmody tenía en la punta de la lengua algo por decirle acerca de que él era quien había venido a pedir ayuda y que no se sentía en condiciones de poder ayudar a nadie pues era incapaz de realizar una tarea tan fundamental como encontrar el camino de regreso a su casa. Pero, temeroso de ofender a Melicronos en ese momento, se abstuvo de decir nada.
—Mi problema —explicó Melicronos—, es inherente a mi situación; única en su género, aterradora, extraña y significante. Quizás habrá oído decir que el planeta entero me pertenece; pero va mucho más allá. En realidad, soy la única cosa viviente capaz de estar aquí. Ya ha habido varios intentos; se establecieron colonias, soltaron algunos animales y plantaron toda clase de plantas, siempre con mi aprobación, por supuesto. Pero todo ha sido en vano. Sin ninguna excepción, toda materia extraña a este planeta se ha convertido en un fino polvo que mi viento termina por soplar hacia el espacio profundo. ¿Qué piensa usted de esto?
—Es extraño —afirmó Carmody.
—Sí, bien dicho —replicó Melicronos—. ¡Ya lo creo que es extraño! Pero allí está la cosa. Con excepción de mí y mis extensiones, ninguna forma de vida resiste aquí. Cuando pude advertir esto, tuve un gran sacudimiento.
—Puedo imaginarlo —dijo Carmody.
—He estado aquí tanto tiempo como yo o cualquiera pueda recordar —afirmó Melicronos—. Durante siglos me contenté con vivir, simplemente, en forma de ameba, líquenes, helechos. En aquellos tiempos todo era sencillo y hermoso. Vivía en una especie de Jardín del Edén.
—Debió haber sido maravilloso —dijo Carmody.
—Me gustaba, pero eso no podía durar mucho, por supuesto —dijo Melicronos, tranquilamente—. Descubrí la evolución; yo mismo tuve que evolucionar y fue preciso alterar al planeta para adecuarlo a mi nueva persona. Me convertí en muchas criaturas, algunas de ellas no muy agradables. Después supe que había otros mundos fuera del mío; experimenté con las formas superiores que encontraba. Viví largas vidas bajo el aspecto de las diversas formas de la galaxia: humanoide, cterizoide, olicorde y otras más. Tuve conciencia de mi singularidad; al saberlo, experimenté una soledad que me resultó inaceptable. De manera que no la acepté. En lugar de hacerlo, durante varios millones de años entré en una fase maniática y me transformaba en diversas razas, y permitía, aún más, alentaba que mis diversas razas se hicieran la guerra. Casi al mismo tiempo aprendí lo relativo al sexo y al arte. Presenté ambas cosas a mis razas y por un tiempo disfruté mucho. Me dividí a mí mismo en componentes masculinos y femeninos y cada uno constituía una discreta unidad, sin dejar de ser parte de mí mismo. De esta manera procreé, me permití ciertas perversiones, me quemé en la hoguera, me hice emboscadas, firmé tratados de paz conmigo mismo, me casé y divorcié de la misma manera; pasé sucesivamente por innumerables autonacimientos y automuertes. Mientras tanto, mis componentes se dedicaban a las artes, algunas muy bonitas, y a la religión. Me veneraban, por supuesto, y era lo correcto puesto que yo era para ellos la causa eficiente de todas las cosas. Hasta les permití postular y glorificar a otros seres superiores, fuera de mí. En aquellos tiempos yo era extremadamente liberal.
—Ha sido una consideración de su parte —intervino Carmody.
—Bueno, trato de ser considerado —dijo Melicronos—; puedo darme ese lujo. En lo que a este planeta se refería, yo era Dios. Para qué vamos a andar con rodeos; era el supremo, el inmortal, el omnipotente y el omnisapiente, y contenía todas las cosas…, hasta opiniones disidentes con respecto a mí mismo. No crecía una hoja de hierba que no fuera una parte infinitesimal de mí. Fui el que dio forma a las montañas y los ríos. Provoqué las cosechas y también las hambrunas; yo era la vida en las células del esperma y la muerte en el bacilo de la peste. Ningún gorrión podía volar sin que yo lo supiera, porque era la Unión y la Desunión, el Todo y los Muchos; Aquello que Siempre Fue y Aquello que Siempre Habría de Ser.
—Eso es realmente importante —afirmó Carmody.
—Sí, sí —dijo Melicronos con una sonrisa recatada—, como una vez lo expresara uno de mis poetas, yo era la gran Rueda en la Fábrica de Bicicletas del Paraíso. Todo era muy espléndido. Mi raza pintaba cuadros; yo, puestas de sol. Mi pueblo escribía sobre el amor; yo lo inventé. ¡Ah, qué tiempos maravillosos! Si hubiera continuado así…
—¿Y por qué no? —preguntó Carmody.
—Porque empecé a crecer —contestó Melicronos con tristeza—. Durante innumerables eones, gocé con mi creación; pero luego empecé a cuestionar mis propias obras y también a mí mismo. ¿Sabe usted? Mis sacerdotes siempre hacían preguntas relacionadas conmigo, y discutían entre ellos en cuanto a mi naturaleza y cualidades. Como un tonto, les presté atención. Resulta halagüeño escuchar que los sacerdotes discuten sobre uno, pero puede resultar muy peligroso. Empecé a preguntarme sobre mi naturaleza y cualidades. Cavilé, me hice introspectivo. Cuanto más pensaba sobre el tema, más difícil me parecía.
—Pero ¿por qué tenía que cuestionarse a usted mismo? —preguntó Carmody—. Después de todo, era Dios…
—Ahí estaba el nudo del problema —contestó Melicronos—. Desde el punto de vista de mis creaciones, no había problemas. Yo era Dios, actuaba de modo misterioso. Pero mi función era nutrir y a la vez castigar a una raza de seres que, aún siendo de mi esencia, gozarían del libre albedrío. En lo que a ellos se refiere, todo lo que yo hacía estaba bien hecho, puesto que era Yo quien lo hacía. Es decir, en último análisis, aún las más simples y obvias de mis acciones eran inexplicables, puesto que yo mismo era inexplicable. O para expresarlo de otra manera, mis actos eran explicaciones enigmáticas de una realidad total que solamente yo, en virtud de mi divinidad, podía percibir. Eso era lo que afirmaban varios de mis pensadores más prominentes, y agregaban que el paraíso podría otorgarles una comprensión más completa.
—¿También creó usted el paraíso? —preguntó Carmody.
—Por cierto, y además, el infierno —contestó Melicronos, sonriendo—. ¡Tendría que haberles visto las caras cuando les hacía resucitar en uno u otro lugar! Ni siquiera los más devotos habían creído realmente en un más allá.
—Supongo que debió haber sido una satisfacción —comentó Carmody.
—Por un tiempo fue bello —admitió Melicronos—; pero después empezó a aburrirme. Sin duda que soy tan vanidoso como cualquier Dios; pero las alabanzas interminables acabaron por hastiarme hasta el delirio. ¡En nombre de Dios! ¿Por qué debe darse loas a Dios, si sólo está realizando sus funciones divinas? Estas condiciones me resultaron completamente insatisfactorias. Y aún me faltaba mucho en el autoconocimiento, excepto a través de los ojos parciales de mis creaciones.
—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Carmody.
—Los suprimí —contestó Melicronos—; abolí toda forma de vida en mi planeta y también borré el más allá. Francamente, necesitaba tiempo para pensar.
—¡Ahhh! —exclamó Carmody, sorprendido.
—Sin embargo, en otro sentido, no destruí a nadie ni nada —dijo Melicronos apresuradamente—; me limité a reunir mis propios fragmentos dentro de mí mismo —de pronto Melicronos sonrió—. Siempre tuve a mi alrededor una buena cantidad de individuos con ojos muy abiertos que hablaban de obtener la unidad conmigo. Y bien, la han logrado, téngalo por seguro.
—Tal vez les gusta deísta forma —sugirió Carmody.
—No hay manera de que lo sepan —dijo Melicronos—. La Unidad conmigo significa Yo. Incluye forzosamente la pérdida de la conciencia que examina la propia individualidad. Es lo mismo que la muerte, aunque parece mucho mis agradable.
—Todo es muy interesante —afirmó Carmody—. Pero creo que usted quería hablarme de un problema…
—Sí, es cierto. Estaba por llegar a eso. Verá usted; descarté a mis pueblos de la misma manera que un niño descarta su casita de muñecas. Y entonces me senté, metafóricamente hablando, para pensar bien las cosas. Como es natural, lo único que tenía que pensar era acerca de mí, mi verdadero problema era: ¿Qué podía hacer yo? ¿Estaba destinado a ser nada más que Dios? Había emprendido el oficio de Dios y me resultaba demasiado limitado. Era una tarea para un egomaníaco con una idea fija. Tenía que haber alguna cosa que yo pudiera hacer, algo más significativo donde pudiera expresar mi verdadero yo. ¡Estoy convencido de eso! Allí está mi problema y ésa es la pregunta que le hago: ¿Qué puedo hacer con mi vida?
—Bueno —dijo Carmody—. Bueno, sí; comprendo su problema —se aclaró la garganta y posó el dedo en la nariz para meditar—. Un problema de tal índole requiere de un análisis profundo.
—El tiempo carece de importancia para mí —dijo Melicronos—. Dispongo de él en cantidades ilimitadas aunque, siento decirlo, usted no.
—¿Yo no? ¿Cuánto tiempo tengo?
—Unos diez minutos, como podrá apreciar. Inmediatamente después, es posible que le pase algo desafortunado.
—¿Qué es lo que me va a pasar? ¿Qué puedo hacer, entonces?
—Vamos, vamos; lo justo es justo —dijo Melicronos—. Primero, usted contesta mi pregunta; después, yo responderé la suya.
—Pero si sólo dispongo de diez minutos…
—Ese límite le ayudará a concentrarse —dijo Melicronos—. De todos modos, como se trata de mi planeta haremos las cosas conforme a mis reglas. Puedo asegurarle que, si se tratara de su planeta, yo seguiría las reglas pertinentes. Es muy razonable, ¿no le parece?
—Sí, creo que sí —dijo el desdichado Carmody.
—Nueve minutos —advirtió Melicronos.
¿Quién puede decirle a un Dios cuál debe ser su función? Especialmente en el caso de Carmody, que era ateo. ¿Cómo encontrar algo concluyente…, sobre todo, teniendo en cuenta que los sacerdotes y los filósofos de Dios han pasado siglos estudiando el tema?
—Ocho minutos —dijo Melicronos.
Carmody abrió la boca y empezó a hablar.