Capítulo Quince

El tiempo transcurría con aparente lentitud. Era imposible juzgar su verdadero ritmo, pero Carmody tenía la impresión de que se arrastraba interminablemente. Tal vez podría subdividirse en días, semanas y hasta meses. También tenía la sensación o el presentimiento de que a Maudsley no le estaba resultando fácil hacer lo que había prometido con tanta ligereza. Tal vez era más fácil construir un nuevo planeta que encontrar uno viejo. Carmody empezó a descorazonarse al tener conciencia de lo complejo de la tarea y sus inesperadas y diversas dimensiones.

Un día, convencionalmente hablando, observó a Orín y a Brookside construir una selva. La habían pedido los cuadrumanos de Coeth II para reemplazar a su antigua selva, que había sido destruida por un meteorito. La nueva se pagó mediante donaciones de los chicos de escuela, y se había logrado reunir una suma suficiente para hacer una obra de primera clase.

Después que se fueron los ingenieros y trabajadores, Carmody empezó a vagar por entre los árboles. Se maravilló del buen trabajo que podían hacer Maudsley y su equipo cuando ponían empeño; la selva era una maravilla de planificación creativa y previsión.

Había varios claros naturales para caminar, con un frondoso emparrado arriba, y debajo, una mullida arcilla plástica moteada; suavidad para el pie y descanso para los ojos. Los árboles no eran especies terrestres, aunque sí, similares; dejando de lado pequeñas diferencias, Carmody empezó a darle a los árboles los nombres que conocía.

Árboles madereros de primera formaban esa selva; con suficiente maleza para hacerla más interesante. Para completar el paisaje, de vez en cuando se veían algunos arroyos rápidos y brillantes, ninguno de los cuales tenía más de un metro de profundidad. Rodeado de pinos ponderosa, o de su especie equivalente, había un lago superficial intensamente azul. Una ciénaga en miniatura rodeada de densos mangles y cipreses, estaba bordeada de juncos y plantas acuáticas, y generosamente salpicada de palmeras. Apartado del borde del agua en tierra seca, había un bosquecillo con diversas variedades frutales: ciruelos salvajes y cerezos, castaños y pacanas, naranjas y nísperos, dátiles e higos. Era un lugar ideal para picnics.

No se habían descuidado las potencialidades arbóreas de la selva. Los jóvenes cuadrumanos podrían correr hacia arriba y abajo por los erguidos olmos y sicomoros, jugar a lo que haga el rey en los cedros y laureles de ramas abundantes, o columpiarse precariamente en la enmarañada red formada por las lianas y enredaderas que unían las copas de los árboles. Tampoco se habían olvidado de los mayores; para ellos había pinos gigantescos de California, donde podían dormitar en paz o jugar a los naipes, bien arriba, lejos de los gritos de los chicos.

Pero se trataba de mucho más que todo esto. Aun quien no fuera un experto como Carmody podía ver que la pequeña selva era un ejemplo de ecología simple, placentera y con un propósito definido. Había pájaros, animales y otras criaturas. Abundaban las flores y abejas sin aguijón para fertilizarlas y recoger el polen; alegres ositos rollizos robaban la miel de las abejas. Había gusanos que se hacían un festín con las flores, y aves de alas brillantes que se regodeaban con los gorgojos; también, veloces zorros rojos engullían los pájaros; y algunos osos devoraban a los zorros, y los cuadrumanos a los osos.

Pero los cuadrumanos de Coeth también mueren, y son enterrados, sin ataúd, en tumbas superficiales cavadas en la selva, con reverencia pero sin excesivo alboroto. Allí sirven de alimento a los gusanos, y a través de ellos a los pájaros, zorros, osos y hasta a alguna que otra especie de flor. De esta manera los habitantes de Coeth poseen en la selva un lugar integral del ciclo de la vida y la muerte, cosa que los satisface mucho a todos, puesto que son partícipes desde que nacen.

Mientras caminaba solo con el Premio bajo el brazo (todavía era un caldero), Carmody observaba todo esto y elaboraba trémulos pensamientos con respecto a su perdida tierra natal. Entonces escuchó tras de sí el crujido de una rama. No había viento. Los osos se estaban bañando en el pequeño lago. Carmody se volvió lentamente, con la certidumbre de que allí había algo; al mismo tiempo, deseaba que no fuera así.

Sin duda que había algo cerca. Era alguien que llevaba un abultado traje espacial de plástico gris, zapatos del tipo Frankenstein, un casco-burbuja transparente, y del cinturón le colgaba una docena de herramientas (o más), armas y otros instrumentos. Carmody no tardó en reconocer a un terráqueo en esta súbita aparición; ninguna otra criatura podía vestir de esa manera. Detrás del terráqueo, hacia la izquierda, una silueta más pequeña se acercaba también, vestida en forma similar. Carmody la reconoció de inmediato como una terráquea. Y bastante atractiva.

—¡Santo Dios! —exclamó Carmody—. ¿Cómo han hecho para llegar a este lugar tan exclusivo?

—No hable tan fuerte —dijo el terráqueo—. Doy gracias a Dios por haber llegado a tiempo. Pero temo que ahora nos espera la parte más peligrosa.

—Padre, ¿crees que tendremos alguna posibilidad? —preguntó la muchacha.

—Siempre hay alguna posibilidad —dijo el hombre con una sonrisa amarga—, pero no apostaría nada, en este caso. Confiemos en que el doctor Maddox pueda idear algo.

—Él es especialista en eso, ¿no es cierto, papi? —preguntó la joven.

—Por cierto que sí, Mary —contestó el hombre con voz amable—. El doctor Maddox es el mejor de todos. Pero tanto él como nosotros tal vez hayamos ido demasiado lejos…

—Estoy segura que encontrará una solución —dijo la joven con una serenidad conmovedora.

—Quizá —dijo el hombre—. De todos modos, vamos a demostrarles que todavía hay algunos kilos de fuerza en los viejos cerebro-jets.

Se volvió hacia Carmody con la expresión endurecida.

—Espero Paco que usted valga la pena —dijo—. Hay tres vidas en peligro por su causa.

Era difícil encontrar respuesta a semejante declaración. Carmody ni lo intentó, siquiera.

—En fila india, a paso vivo, vamos a la nave —ordenó el hombre—. Veamos cómo evalúa esta situación el doctor Maddox.

Después de sacar del cinturón un revólver con nariz bulbosa, el hombre se internó en el bosque. Detrás iba la chica, que daba a Carmody miradas de aliento por encima del hombro. Carmody siguió en fila detrás de ella.

—¡Eh…! Esperen un momento. ¿Qué pasa aquí? —preguntó Carmody mientras caminaba por la selva tras las dos personas en traje espacial—. ¿Quiénes sois, y qué estáis haciendo por estos parajes?

—¡Caray! —dijo la joven, ruborizándose de vergüenza—. ¡Hemos andado con tanta prisa que ni siquiera nos hemos presentado! Usted, señor Carmody, nos va a tomar por una buena partida de locos.

—De ningún modo —dijo cortésmente Carmody—. Pero me gustaría saber… Bueno, saber si es que saben lo que yo quiero decir…

—Por supuesto, sabemos —manifestó la joven—. Me llamo Aviva Christianssen, y éste es mi padre, el profesor Lars Christianssen.

—Eso de «profesor» está de más —dijo Christianssen, gruñón—. Llámeme Lars o Chris o lo primero que se te ocurra.

—Está bien, papi —dijo Aviva con una burlona imitación de petulancia—. De todos modos, señor Carmody…

—Me llamo Tom.

—Tom, entonces —dijo Aviva, más bonita al enrojecer—. ¿Por dónde andaba? ¡Oh, sí! Papá y yo estamos conectados con la Asociación de Rescate Terrestre Interestelar (ARTI), que tiene oficinas en Estocolmo, Ginebra y Washington DC.

—Creo que nunca he oído mencionar esa organización —dijo Carmody.

—No hay nada de sorprendente en eso —afirmó Aviva—. La Tierra acaba de trasponer el umbral de la exploración interestelar. Aún ahora, en laboratorios diseminados por toda la Tierra, se está en la fase experimental en cuanto a nuevas fuentes de energía, que sobrepasan en mucho los toscos artefactos atómicos a los que usted ha estado acostumbrado. Y muy pronto por cierto, naves espaciales piloteadas por hombres de la Tierra llegarán hasta los rincones más apartados de la galaxia. Por supuesto, esto iniciará un nuevo período de paz y cooperación internacional en nuestro cansado y viejo planeta.

—¿Cree que será así? —preguntó Carmody—. ¿Por qué?

—Porque ya no habrá nada de importancia por lo que pelear —contestó Aviva, corta de aliento pues los tres iban al trote por la baja maleza—. Como podrá haber notado —continuó—, por allá afuera hay diseminados innumerables mundos, y hay lugar suficiente para toda clase de experiencias sociales, aventuras y cualquier cosa que usted pueda imaginar. De esta manera, las energía; del hombre serán dirigidas hacia afuera, en vez de disiparse hacia adentro en forma de desastrosas guerras intestinas.

—Esta chica sabe lo que dice —afirmó Lars Christianssen con su voz profunda, amistosa, aunque siempre algo gruñona, de hombre práctico—. Puede parecerle una casquivana, pero tiene más de cien licenciaturas y doctorados que fundamentan esa verborragia.

—Y papá puede hablar como un patán —replicó Aviva—, pero ya tiene acumulados tres premios Nóbel.

Entre padre e hija se cruzaron miradas afectuosas y amenazantes al mismo tiempo.

—De todos modos —dijo Aviva—, así son las cosas; o para expresarlo mejor diría que así van a ser dentro de un par de años. Pero gracias al doctor Maddox, a quien conocerá muy pronto, ya tenemos ventaja.

Aviva pareció vacilar un momento; luego, en voz más baja agregó:

—No creo cometer ninguna infidencia si le digo que el doctor Maddox es… es un… un mutante.

—¡Cáspita! No es necesario tener resquemores con respecto a la palabra —gruñó Lars Christianssen—. Un mutante puede ser tan bueno como cualquiera de nosotros, y en el caso particular del doctor Maddox, puede ser mil veces superior.

—En realidad, fue él quien puso este proyecto en órbita —continuó Aviva—. Vea usted; hizo una proyección del futuro (cómo la logró, no sé), y advirtió que muy pronto, debido al inminente descubrimiento de energía ilimitada y barata, en forma portable, iba a haber una gran cantidad de naves espaciales por todas partes. Entonces, mucha gente va a empezar a lanzarse al espacio sin equipo apropiado ni instrumentos de navegación o cosas…

—Un montón de maniáticos sueltos —comentó Christianssen secamente.

—¡Papá! De todas maneras, esa gente iba a necesitar ayuda, ya que no podría haber una Patrulla de Rescate Galáctico organizada por unos 87,238874 años (el doctor Maddox encontró la cifra exacta luego de una minuciosa computación). ¿Ve usted?

—Creo que sí —dijo Carmody—. Los tres han anticipado el problema y… han decidido intervenir, entonces.

—Sí —dijo ella, simplemente—. Intervenimos. Papá se siente inclinado a ayudar a los demás, aunque por su manera brusca de hablar, nadie le creería. Y lo que es bueno para mi papá, lo es también para mí. En cuanto al doctor Maddox…, bueno, es la cúspide máxima de potencial humano realizado, que yo conozca.

—Sí, es así de bueno. Un póquer de ases de repuesto, por decir así. Este hombre sí que tiene una historia… Como usted podrá saber, las mutaciones por lo general son de carácter negativo. Sólo el uno o dos por mil sale como Dios manda. Pero en el caso del doctor Maddox, hay toda una trayectoria familiar de mutaciones masivas, la mayoría de ellas, favorable, lo que resulta inexplicable.

—Sospechamos que hubo alguna intervención benévola extranjera —dijo Aviva casi en un susurro—. Se pudo trazar los orígenes de la familia Maddox sólo hasta doscientos años atrás. Es una historia muy extraña. El bisabuelo de Maddox, llamado Auld Maddoxxe, era un minero galés. Durante casi veinte años trabajó en la famosa mina de carbón Auld Gringie, y fue uno de los pocos obreros que se mantuvo en buena salud. Eso fue allá por 1739. En época reciente, cuando se reabrió Auld Gringie, se encontró junto a ella los fabulosos depósitos de uranio Scatterwail.

—Allí debe haber empezado —dijo Christianssen—. Después, volvemos a encontrar la familia recién en 1801 en Oaxaca, México. Thomas Madoxxe (ése fue el nombre que adoptó), se había casado con la hermosa y soberbia Teresita de Valdez, Condesa de Aragón, dueña de la mejor hacienda del sur de México. En la mañana del 6 de abril de 1801 Thomas estaba cabalgando con un hato de ganado cuando cayó un gran meteorito, altamente radiactivo, dentro de un radio de tres kilómetros del rancho, y que después fue identificado como La Estrella Roja de la Muerte. Thomas y Teresita fueron unos de los pocos sobrevivientes.

—Después llegamos a la década 1930 —dijo Aviva, continuando la historia—. La siguiente generación de Maddox, con muchos menos recursos, se mudó a Los Ángeles. Ernest Maddox, abuelo del doctor, se ocupaba de vender un nuevo artefacto a médicos y dentistas que se llamaba «la máquina de Rayos X». Maddox hacía demostraciones con esa máquina dos veces cada semana por lo menos. Él mismo se prestaba como sujeto y hacía las veces de paciente. A pesar de la gran sobredosis de radiación que recibió durante los diez años que trabajó en esto, o quizá por esta misma causa, vivió hasta una edad muy avanzada.

—Su hijo —siguió Lars—, impulsado no sabemos por cuáles razones, viajó al Japón en 1935 y se convirtió en un monje Zen. A lo largo de los años de la guerra vivió en un tsuktsum, o rincón de un sótano abandonado, sin pronunciar jamás una palabra. Los habitantes del lugar le dejaron solo, pensando que se trataba de un excéntrico paquistano. Ese sótano estaba en Hiroshima, justamente a 11,85 kilómetros del epicentro de la explosión atómica de 1945. Inmediatamente después de la explosión, Maddox salió del Japón y se dirigió al Monasterio Hui-Shen, situado en el pico más inaccesible del norte del Tibet. Según contó un turista inglés que había estado allí por esa época, ¡los lamas le habían estado esperando! Allí se estableció y dedicó su vida al estudio de ciertos Tantras. Se casó con una mujer de sangre real cachemira, con la que tuvo un hijo: ése es Owen, el doctor que nos acompaña. Una semana antes que China lanzara la invasión contra el Tibet, la familia salió de ese país, rumbo a Estados Unidos. Owen asistió a las universidades de Harvard, Yale, Los Ángeles, Oxford, Cambridge y la Sorbona; también estudió en Heidelberg. Cómo nos hemos encontrado forma una historia aparte, bastante extraña, que tendrá ocasión de escuchar en un momento más oportuno. Porque ya hemos llegado a la nave, y no conviene seguir perdiendo el tiempo en palabrerío.

En un pequeño claro, Carmody vio una majestuosa nave espacial que se elevaba hacia arriba como un rascacielos. Poseía hélices, jets, escotillas y muchas otras protuberancias. Frente al aparato, sentado en una silla plegadiza, estaba un hombre de cara benévola y llena de arrugas, pasada ya la edad mediana. De inmediato se puso en evidencia que éste era el mutante doctor Maddox; tenía siete dedos en cada mano y su frente presentaba enormes bultos para dar cabida a la excesiva masa cerebral que ocultaba.

Maddox se puso de pie cómodamente (¡tenía cinco piernas!), y asintió en señal de bienvenida.

—Ha negado justo a tiempo —dijo—. Las líneas de fuerza anímica han llegado casi al punto de intersección. Rápido, que entren todos a la nave. Debemos levantar sin tardanza el escudo de fuerza.

Lars Christianssen, demasiado orgulloso para correr, marchó hacia adelante. Aviva tomó a Carmody del brazo; él percibió que la joven temblaba y que la informe tela gris de su traje no podía disimular sus gráciles formas, aunque ella no parecía tener conciencia de ello.

—Es una situación desagradable —murmuró Maddox, plegando la silla para ponerla en la nave—. Por supuesto, mis cálculos prevén esta clase de punto nodal, pero debido a la naturaleza de su combinación interminable, es imposible predecir su configuración. Sin embargo, hacemos lo mejor que nos es posible hacer.

Carmody vaciló ante la amplia escotilla de entrada.

—Pienso que en realidad debería despedirme del señor Maudsley —dijo a Maddox—. Tal vez tendría que pedirle consejo. Me ha ayudado mucho y está trabajando en el modo de hacerme viajar de regreso a la Tierra.

—¡Conque Maudsley! —exclamó Maddox, cambiando miradas significativas con Christianssen—. Tenía la sospecha de que estaba detrás de todo este asunto…

—Me pareció que era su maldita maniobra —dijo Christianssen, haciendo rechinar los dientes.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Carmody.

—Quiero decir que usted ha sido víctima y prenda de una extensa conspiración —explicó Maddox—, que incluye a no menos de diecisiete sistemas estelares. Ahora no puedo explicarle todo, pero créame; no sólo su vida y las nuestras están en peligro, sino también la de varios billones de humanoides, la mayoría de piel blanca y ojos azules.

—¡Oh, Tom! ¡De prisa, de prisa! —gritó Aviva, tironeándole del brazo.

—Bueno, está bien —dijo Carmody—. Pero me deben una explicación bien completa y satisfactoria.

—Créame que la tendrá —dijo Maddox en el momento en que Carmody entraba por la escotilla—. La tendrá de inmediato.

Al notar un tono amenazante en la voz de Maddox, Carmody se volvió muy rápido; miró intensamente al mutante y experimentó un sacudimiento de horror. Volvió a mirar a sus tres rescatadores y, por primera vez, realmente los vio.

La mente humana tiene aptitud para construir gestalts. Unas cuantas curvas bastan para imaginar una montaña; media docena de líneas quebradas pueden pasar por una oía. Y ahora, ante la mirada escrutante de Carmody, el gestalt se estaba desmoronando. Vio que los hermosos ojos de Aviva eran una estilización sugestiva en vez de funcionales —como el dibujo de ojos en las alas de las mariposas—. En el tercio inferior de su cara, Lars tenía un óvalo rojo dividido por una línea oscura que representaba la boca. Los siete dedos de Maddox estaban pintados sobre el cuerpo, ala altura de las caderas.

El gestalt se desmoronó completamente cuando Carmody vio la delgada línea negra, como una fisura en el piso, que conectaba a cada uno de ellos con la nave. Quedó inmóvil, helado, viendo cómo se acercaban a él. Carecían de manos para levantar, de pies para caminar, de ojos para ver y de boca para dar explicaciones. En realidad eran cilindros sin ninguna característica, con el tope redondeado, disfrazados superficialmente como seres humanos. No tenían partes para funcionar porque ellos mismos eran partes, y ahora estaban por ejecutar su única función. Formaban la contrapartida exacta y terrible de tres dedos de una mano gigantesca. Avanzaban con la flexibilidad de los que carecen de huesos, con el intento evidente de hacerle penetrar profundamente en las negras fauces de la nave.

¿Cuál nave?

Carmody se escabulló alrededor de los tres, y corrió de vuelta hacia el lugar por donde había llegado. Pero numerosos dientes puntiagudos se erizaron desde la base hasta el tope de la escotilla que, después de abrirse un poco, empezó a cerrarse. ¿Cómo pudo haber pensado que se trataba de metal? Ahora, los costados oscuros y brillantes de la nave que se contraía empezaron a arrugarse. Los pies le quedaron pegados a la cubierta de esponja pegajosa, y los tres dedos se movían en torno a él, bloqueándole el cuadrado de luz que disminuía lentamente.

Carmody luchó con la misma desesperación de una mosca atrapada en la tela de una araña (la similitud era exacta, pero se le había ocurrido demasiado tarde). Luchó denodadamente, pero sin resultado. El cuadrado de luz solar se había vuelto redondo y mojado, y se encogió hasta tener la medida de una pelota de béisbol. En ese momento, los tres dedos le estaban sujetando y no podía diferenciarlos.

Ése fue el horror final; eso y además, que las paredes y el techo de la nave espacial (o lo que fuera), se habían tornado de un húmedo color rojo, y se estaban cerrando para engolfarlo.

No había salida. Carmody estaba totalmente incapacitado, imposibilitado de moverse o gritar. Y no le quedó otro recurso que desmayarse.