Capítulo Ocho

—En mi opinión —dijo Carmody—, creo que es… Es posible encontrar la solución de su problema.

—¿Sí? —preguntó Melicronos ansiosamente.

Carmody ni siquiera tenía una idea aproximada de lo que iba a decir. Empezó a hablar por desesperación, confiando en que la acción de hablar daría en sí por resultado algún sentido, ya que las palabras poseen un sentido y las oraciones, más sentido aún que las palabras.

—Su problema —continuó Carmody—, consiste en encontrar dentro de usted mismo un funcionalismo interior con alguna referencia de la realidad exterior. Pero como usted mismo es la realidad, ésta podría ser una búsqueda imposible…, algo así como pretender colocarse en una posición exterior a usted mismo.

—Puedo hacerlo, si lo deseo —dijo Melicronos, enfurruñado—. Como soy el que manda aquí, puedo disponer de cualquier maldita cosa que se me plazca. El ser Dios no significa que Uno deba adherirse al solipsismo.

—Es cierto, muy cierto —dijo Carmody apresuradamente (¿le quedaban siete minutos?, ¿o seis?, ¿qué pasaría al término de ese tiempo?)—. Resulta claro que, para la visión de usted mismo, la inmanencia y la interioridad resultan insuficientes y por lo tanto, como cualidades, no alcanzan materialmente a cubrir sus requerimientos; y menos aún en su carácter de Definidor…

—Buen razonamiento —dijo Melicronos—. Usted debería ser teólogo.

—En este momento soy un teólogo —dijo Carmody (¿seis minutos o cinco?)—. Muy bien. Entonces, ¿qué se propone hacer? ¿Consideró alguna vez dedicarse a la búsqueda del conocimiento, tanto interno como externo?, (suponiendo que exista tal conocimiento externo…).

—Sí, en realidad he pensado en eso, entre tantas otras cosas —repuso Melicronos—. He leído todos los libros que encontré en la galaxia, he observado de cerca los secretos del Hombre y de la Naturaleza, he explorado el macrocosmos y el microcosmos, y así, todo lo demás. Le diré al pasar que tenía una gran aptitud de aprender, aunque después he olvidado algunas cosas, como el secreto de la vida y el motivo ulterior de la muerte. Pero cuando lo desee, puedo volver a aprenderlos. He llegado a la conclusión de que aprender es una actividad seca, pasiva, aunque llena de algunas sorpresas placenteras. También he aprendido que el mero hecho de aprender no tiene para mí ninguna importancia particular o peculiar. Para serle franco, encuentro casi igualmente interesante el proceso de des-aprender.

—Tal vez usted estaba destinado a ser un artista —sugirió Carmody.

—He pasado por esa fase —dijo Melicronos—; he hecho esculturas de barro, y también de carne. He pintado crepúsculos tanto en tela como en el cielo; he escrito algunos libros en palabras, y otros con acontecimientos; he improvisado música con instrumentos, y también he compuesto sinfonías para la lluvia y el viento, para el silencio… Creo que mis obras han sido bastante buenas, pero sabía que de alguna manera sería siempre un aficionado. Comprenda que mi omnipotencia no me permite el menor margen de error, y mi comprensión de lo real es demasiado completa como para permitirme alguna molestia seria con lo representativo.

—Hm…, ya veo —dijo Carmody (con toda seguridad, ya no le quedaban más de tres minutos)—. ¿Por qué no se convierte en un conquistador?

—No necesito conquistar lo que ya poseo —sentenció Melicronos—. En cuanto a los otros mundos, no siento aún el deseo de ellos. Mis cualidades peculiares están perfectamente adaptadas a este medio que es este único planeta. Ser poseedor de otros mundos significaría verme envuelto en actos innaturales para mí. Además, ¿para qué quiero otros planetas cuando no sé qué hacer con éste?

—Veo que ha pensado profundamente acerca del tema —dijo Carmody, con una mezcla de furor y desesperación.

—Por supuesto que he pensado. Durante algunos millones de años no he pensado en otra cosa. He buscado una finalidad exterior a mí mismo y al mismo tiempo, esencial a la naturaleza de mi ser. He buscado alguna directriz, pero sólo me he encontrado conmigo mismo…

Si su propia situación no hubiera sido tan desesperada como parecía serlo, Carmody podría haber sentido lástima por el Dios Melicronos. Ahora, estaba confundido; sentía que el tiempo se le estaba terminando, y que sus temores se le habían mezclado en forma absurda con una preocupación por este Dios frustrado.

En ese momento, tuvo una inspiración. Se trataba de algo simple y directo que, al mismo tiempo, resolvería el problema de Melicronos y el suyo (la mejor prueba de que una inspiración es buena). Si para Melicronos eso era aceptable, era harina de otro costal. Pero Carmody tenía que intentarlo.

—Melicronos —dijo, audazmente—. He resuelto su problema.

—¿Lo ha conseguido de veras? —preguntó ansioso el Dios—. Quiero decir, ¿ha encontrado realmente, realmente, la solución? Me refiero a esto; ¿no me lo dice sólo porque si no lo resuelve a mi satisfacción, usted está destinado a morir en setenta y tres segundos? Dígame, ¿no habrá dejado que eso influya indebidamente sobre usted?

—He permitido la influencia de mi destino inminente —dijo Carmody con majestuosidad—, sólo hasta el punto en que esa influencia fuera necesaria para resolver su problema.

—¡Oh, está bien! Por favor, apresúrese y dígamelo. ¡Estoy tan excitado…!

—Ése es mi deseo —dijo Carmody—. Pero no podrá… Si es que va a matarme en sesenta o setenta segundos, resultará físicamente imposible explicarle todo.

—¿Yo? ¡Santos cielos! Yo no voy a matarle. ¿Realmente me cree tan sanguinario? No; su muerte inminente es un acontecimiento exterior que no tiene ninguna relación conmigo. Entre paréntesis, le quedan doce segundos.

—No es suficiente —afirmó Carmody.

—Pero ¿cómo que no es suficiente? Éste es mundo, ¿sabe usted? Controlo todo lo que pasa en él, incluso la duración del tiempo. Acabo de alterar el continuo local espacio-tiempo en la marca de los diez segundos. Es una operación bastante sencilla para un Dios, aunque requiere mucho trabajo de limpieza, después. De acuerdo con esto, sus diez segundos equivaldrán aproximadamente a veintitrés años de mi tiempo local. ¿Le parece suficiente?

—Es más que cómodo —dijo Carmody—. Muy gentil, de su parte.

—Oh, no le dé importancia —contestó Melicronos—. Y ahora, por favor, querría oír su solución.

—Muy bien —dijo Carmody, respirando profundamente—. La solución a su problema depende de los términos en que usted considere el mismo. No puede ser de otra manera; todo problema debe contener dentro de sí las semillas de su propia solución.

—¿Tiene que ser así? —preguntó Melicronos.

—Sí, es preciso —contestó Carmody con firmeza.

—Está bien. Por el momento, acepto esa premisa. Continúe.

—Reflexione usted sobre su situación —dijo Carmody—. Considere tanto su aspecto interno como el externo. Es el Dios de este planeta, pero sólo de este planeta; usted es omnipotente y omnisapiente, pero sólo aquí. Ha obtenido ciertos logros intelectuales sobresalientes y siente la vocación de servir a los otros. Pero en otro lugar que no sea éste, su talento quedaría desperdiciado, mientras que aquí no hay nadie más que usted.

—Sí, de acuerdo. ¡Ésa es mi situación, exactamente! —gritó Melicronos—. Pero todavía no me ha dicho qué debo hacer al respecto…

Carmody inhaló profundamente y exhaló con lentitud.

—Lo que usted debe hacer —dijo—, es emplear todos sus talentos, aquí, en su propio planeta, donde ellos tendrán el máximo efecto. Y puesto que es éste su deseo más profundo, empléelos al servicio de otros.

—¿Al servicio de otros? —preguntó Melicronos.

—Es lo indicado —continuó Carmody—. El examen más superficial de su situación así lo señala. Está solo en un universo múltiple, pero para ser capaz de realizaciones exteriores debe haber un exterior. Sin embargo, su misma esencia le prohíbe ir hacia ese exterior. Por lo tanto, el exterior debe venir hacia usted. Cuando venga, ¿cuál será su relación con él? Eso también es muy claro. Puesto que en su propio mundo usted es omnipotente, nadie puede ayudarle o asistirle; pero usted sí que puede ayudar y asistir a otros. Ésta es la única relación natural entre usted y el universo exterior.

Melicronos meditó un poco y luego dijo:

—Su argumento tiene fuerza; lo admito libremente. Pero hay ciertas dificultades. Por ejemplo, el mundo exterior raramente pasa por aquí. Usted es la primera visita que tengo desde hace dos revoluciones galácticas y media.

—Es un trabajo que requiere paciencia —admitió Carmody—. Pero usted debe esforzarse por alcanzar esa cualidad que es la paciencia. Y dado que el tiempo es variable, le resultará más fácil. En cuanto al número de visitantes, tenga en cuenta que la cantidad no afecta a la calidad. El valor no está en los meros números. Lo que cuenta es lo siguiente: cada hombre o Dios hace su tarea. Si esa tarea requiere sólo una operación o un millón, no hay ninguna diferencia.

—Pero si no tengo una tarea que cumplir y nadie en quien llevarla a cabo, sigo estando tan mal como antes.

—Debo señalarle, humildemente, que me tiene a mí —dijo Carmody—. He venido hacia usted desde el exterior. Tengo un problema; en realidad, tengo varios. Esos problemas a mí me resultan insolubles. Pero para usted…, no sé, sospecho que pondrán a prueba sus poderes hasta el máximo, quizá.

Melicronos meditó un largo rato. La nariz de Carmody empezó a picarle, pero aguantó el deseo de rascársela. Él y todo el planeta esperaban la decisión de Melicronos.

Por último, el Dios levantó su cabeza negro azabache y dijo:

—Creo que hay algo de cierto en lo que usted dice.

—Es muy bueno admitirlo —dijo Carmody.

—Pero lo digo de veras, con toda sinceridad —afirmó Melicronos—. Su solución me parece inevitable y elegante al mismo tiempo. Y por extensión, creo que el Destino que rige a los hombres, a Dios y a los planetas, debe haber decido que sucediera esto: que se creara un creador sin ningún problema a resolver, y que usted, un creado, se convirtiera en creador de un problema que sólo Dios podría resolver. Y que usted haya pasado la vida esperando que yo resolviera su problema, mientras yo esperé aquí, durante media eternidad, para que usted me trajera a resolver su problema.

—¡No me sorprendería en absoluto! —dijo Carmody—. ¿Quiere saber cuál es mi problema?

—Ya lo he deducido —contestó Melicronos—. En realidad, debido a mi intelecto superior y a mi experiencia, sé al respecto mucho más de lo que usted cree. Su problema, superficialmente, consiste en cómo llegar a su casa.

—Eso es.

—No, no es eso. Yo no empleo las palabras a la ligera. Superficialmente usted necesita saber Cuál es su planeta, Dónde y Cuándo está; necesita la manera de llegar hasta allá más o menos en la misma condición en que está ahora. Si eso fuera todo, ya sería bastante difícil.

—¿Y hay algo más? —preguntó Carmody.

—¿¡Cómo!? También está la muerte…, que le persigue.

—¡Oh! —exclamó Carmody sintiendo que se le aflojaban las rodillas.

Melicronos, con mucha gracia, creó para Carmody una poltrona, un cigarro habano y un cocktail, también un par de pantuflas forrado con piel de cordero y una bata corta de piel de búfalo.

—¿Está cómodo? —preguntó Melicronos.

—Oh, sí.

—Bien. Y ahora, preste atención. Emplearé sólo una fracción de mi intelecto para explicarle su situación, breve y sucintamente; el resto lo usaré para la considerable tarea de encontrar una situación factible. Pero debe escuchar con atención y tratar de entender todo la primera vez que lo diga, pues nos queda muy poco tiempo.

—Creí que había prolongado los diez segundos hasta casi veinticinco años —dijo Carmody.

—Lo sé; pero aún para mí, el tiempo es una variable muy caprichosa. Ya hemos usado dieciocho de sus veinticinco años, y el resto se está yendo con extrema rapidez. Y ahora, ¡preste atención! De ello depende su vida.

—Está bien —dijo Carmody, inclinado hacia adelante y exhalando el humo del cigarro. Adelante.

—Lo primero que debe comprender —dijo Melicronos—, es la naturaleza implacable de la muerte que le acecha…

Carmody controló un estremecimiento y se dispuso a seguir escuchando.