Carmody se encontró en una verde pradera. Debía ser el mediodía pues el brillante sol anaranjado caía perpendicular a su cabeza. A cierta distancia, unas cuantas vacas overas pastaban con calma en la hierba alta. Más allá, Carmody distinguió el borde oscuro de una selva.
Lentamente dio la vuelta para mirar. La pradera se extendía por todos lados a su alrededor, pero la selva terminaba en una densa maleza. Escuchó ladrar a un perro. Hacia el otro lado había montañas; una larga cadena mellada con nieve en las cimas. Una cortina de nubes grises se adhería a la parte superior de las laderas.
Con el rabillo del ojo vio un relámpago rojizo. Se volvió, al parecer era un zorro; después de mirar a Carmody con curiosidad, salió corriendo hacia la selva.
—Es como la Tierra —declaró Carmody. Pero de pronto recordó al Premio, al que había visto por última vez como una culebra verde en hibernación. Se tocó alrededor del cuello, pero ya no estaba allí.
—Estoy aquí —dijo el Premio.
Al volverse, Carmody vio un pequeño caldero de cobre.
—¿Eres tú? —le preguntó, levantándolo.
—Por supuesto que soy yo —contestó el Premio—… ¿que no eres capaz de reconocer a tu premio?
—Bueno…, has cambiado mucho.
—Estoy enterado de eso —afirmó el Premio—. Pero mi esencia, el verdadero «yo», nunca cambia. ¿Qué sucede?
Carmody, que había echado un vistazo adentro del caldero, casi lo dejó caer; había visto el cuerpo de un animalito consumido a medias, quizás era un gato… —¿Qué tienes allí dentro?— preguntó Carmody.
—Ya que quieres saberlo, es mi almuerzo —dijo el Premio—. Me conformé con un bocado rápido mientras estábamos en tránsito.
—Oh.
—Nosotros, los Premios, también necesitamos alimento de tanto en tanto —dijo el Premio con sarcasmo—; y debería agregar que también requerimos un poco de descanso, algún ejercicio, contacto sexual, alguna que otra borrachera, y mover el vientre cada día. Desde que me otorgaron a ti, no te has ocupado de ninguna de estas cosas.
—Bueno, yo tampoco las he tenido —contestó Carmody.
—Pero tú, ¿tienes esas necesidades, realmente? —preguntó atónito el Premio—. Sí, supongo que sí. Es extraño, pero me había acostumbrado a pensar en ti como una especie de silueta elemental andante, sin las necesidades de otras criaturas.
—Es exactamente lo mismo que yo pensé de ti —afirmó Carmody.
—Creo que es inevitable —admitió el Premio—. Uno tiende a pensar en un forastero como… algo completamente sólido y sin entrañas. Claro, algunos extranjeros son así.
—Yo me ocuparé de tus necesidades —dijo Carmody, sintiendo un súbito afecto por su Premio—. Pero será después que termine esta maldita emergencia.
—Por supuesto, viejo. Olvídate de mi mal humor. ¿No te molesta que termine de almorzar?
—No, termina tranquilo —contestó Carmody.
Tuvo la curiosidad de ver cómo un caldero metálico podía devorar un animal desollado, pero llegado el momento tuvo demasiado asco para mirar.
—¡Ah, qué bueno estaba! —dijo el Premio—. Te he dejado un poco, si es que quieres probar…
—En este momento no tengo demasiado apetito —dijo Carmody—. ¿Qué era lo que comías?
—Se llama «orithi» —contestó el Premio—. Vosotros lo consideráis una especie de hongo gigante; es delicioso crudo o ligeramente hervido en su propio zumo. La clase blanca con manchas es mejor que la verde.
—Trataré de recordarlo —dijo Carmody—, en caso de que alguna vez los encuentre. ¿Crees que un terráqueo puede comerlos? —Creo que sí— dijo el Premio. —Ah, de paso; si alguna vez tienes la oportunidad, antes de comértelo, pídele que te recite un poema.
—¿Por qué?
—Los orithi son buenos poetas.
Carmody tragó saliva. Ésos eran los inconvenientes al tratar con las formas exóticas de vida, justamente al pensar que se entendía algo, uno se daba cuenta de que no entendía nada. Y a la inversa, cuando uno creía estar completamente perplejo lo sacaban de quicio actuando de manera comprensible. Así Carmody llegó a la conclusión de que los extranjeros resultaban ser tan completamente extraños porque en realidad no eran demasiado diferentes. Al principio resultaba divertido, pero después de un tiempo esto terminaba por aburrir…
—¡Herp! —dijo el Premio—. ¿Qué?
—Eructé —admitió el Premio—. Discúlpame. De todos modos, creo que debes reconocer que he manejado la situación con bastante destreza.
—¿Qué cosa manejaste?
—La entrevista con Melicronos, por supuesto —contestó el Premio.
—¿Dices que tú te encargaste? ¡Pero, maldición, si has estado hibernando todo ese tiempo! ¡Salvamos la situación gracias a mis palabras!
—No tengo deseos de contradecirte —dijo el Premio—, pero temo que estás sujeto a un concepto erróneo. Si entré en hibernación fue con el solo objeto de concentrar todo mi poder en resolver el problema de Melicronos.
—¡Estás loco! ¡Has perdido el juicio! —gritó Carmody—. Me limito a decir la verdad —dijo el Premio—. Ten presente ese largo debate, bien razonado, mediante el cual estableciste el lugar y la función de Melicronos en el orden de los acontecimientos, con lógica irrefutable.
—¿Y qué hay con eso?
—Y bien. ¿Alguna vez en tu vida has razonado de esa forma? ¿Acaso eres un filósofo o un dialéctico?
—En la Universidad me especialicé en filosofía —dijo Carmody.
—¡Gran cosa! —dijo el Premio con un tono de mofa—. No, Carmody. Reconoce la realidad; tú no tienes los antecedentes ni la inteligencia para sostener una discusión como ésa. Estabas completamente fuera de carácter.
—No es cierto que haya estado fuera de carácter. Soy muy capaz de desplegar una lógica extraordinaria.
—Extraordinario es la palabra que corresponde —dijo el Premio.
—¡Pero lo hice! ¡Esos pensamientos eran míos!
—Como lo desees —contestó el Premio—. No había percibido que significaba tanto para ti, y no tuve intención de molestarte. Dime una cosa, ¿alguna vez has sufrido de desmayos pasajeros? ¿Has tenido inexplicables ataques de risa o de llanto?
—No, nunca —dijo Carmody, tratando de dominarse—. Y tú, ¿has tenido alguna vez sueños repetidos de volar, o sensaciones de santidad?
—Por cierto que no —dijo el Premio.
—¿Estás seguro?
—¡Claro que estoy seguro!
—Entonces, no es necesario que sigamos con esta discusión —dijo Carmody, con una absurda sensación de triunfo—. Pero antes, hay algo más que quisiera saber.
—¿De qué se trata? —dijo el Premio, desconfiado.
—¿Cuál era la incapacidad de Melicronos que no debía mencionar? ¿Y cuál era su única limitación?
—Pensé que ambas resultaban obvias, de una penosa manera —dijo el Premio.
—Para mí no.
—Si reflexionas algunas horas te vendrá a la mente de inmediato.
—Al diablo con eso —dijo Carmody—. Dímelo, simplemente.
—Muy bien —dijo el Premio—; la única incapacidad de Melicronos es su cojera. Se trata de un defecto congénito; lo ha tenido desde su temprano origen y persiste en forma análoga a lo largo de todos sus cambios.
—¿Y su única limitación?
—Nunca podrá tener conocimiento de su propia cojera. Como Dios, carece de conocimientos comparativos. Crea las cosas a su propia imagen, lo que en el caso de Melicronos significa que todas sus creaciones son cojas. Y como sus contactos con la realidad exterior son tan escasos, cree que la cojera es la norma, y que criaturas que no tienen esa característica son extrañamente defectuosas. Una de las pocas deficiencias de la Divinidad, debes saberlo, es la falta de conocimientos comparativos. Por lo tanto la definición fundamental de un Dios es en función de su autosuficiencia, que es siempre interior, no importa su esfera de alcance. A propósito: en caso de que alguna vez desees intentar el proyecto, el primer paso para convertirse en Dios es poseer un perfecto control de lo que es controlable y un perfecto conocimiento de lo cognoscible.
—¿Yo, tratar de ser Dios?
—¿Y porqué no? —le preguntó el Premio—. A pesar del título altisonante, es una ocupación como cualquier otra. Te concedo que no es fácil; pero no es más difícil que convertirse en un poeta de primera clase, o en ingeniero.
—Creo que has perdido el juicio —dijo Carmody, sintiendo el rápido escalofrío de horror religioso que atormenta a los ateos—. De ninguna manera. Simplemente estoy mejor informado que tú. Pero ahora será mejor que te prepares. Carmody dio una rápida mirada alrededor y vio tres pequeñas siluetas que caminaban lentamente por la pradera. Otras diez las seguían a una respetuosa distancia.
—El del medio es Maudsley —dijo el Premio—. Siempre está muy ocupado, pero puede ser que tenga tiempo para hablar algunos minutos contigo.
—¿Tiene algunas limitaciones o defectos? —preguntó Carmody sarcásticamente.
—Si las tiene, no son de importancia —dijo el Premio—. Al tratar con Maudsley es preciso hacerlo en términos muy diferentes, ya que los problemas a encarar lo son también.
—Tiene apariencia humana —dijo Carmody mientras el grupo se acercaba.
—Tiene la forma —admitió el Premio—. Pero, naturalmente, la forma humanoide es muy común en esta parte de la galaxia.
—¿De qué manera debo tratarle? —preguntó Carmody.
—En realidad, no podría decirte —admitió el Premio—. Maudsley me resulta demasiado extranjero para poder entenderle o predecir lo que va a hacer. Pero puedo darte un buen consejo: esmérate en captar su atención y trata de impresionarlo con tu humanidad.
—Bueno, por supuesto —dijo Carmody—. Oh…, no creas que es tan simple como lo parece. Maudsley es extremadamente ocupado, con demasiadas cosas en la mente. ¿Sabes?, es una eminencia en la ingeniería, completamente consagrado a su profesión. Pero tiene la tendencia a ser distraído, sobre todo si está ensayando algún nuevo proceso.
—Bueno, eso no parece tan serio…
—No lo es, para Maudsley. Podría considerársele una flaqueza divertida si no fuera porque distraídamente tiende a considerarlo todo como materia prima para sus procesos. Hace un tiempo, un conocido mío, Dewer Harding, vino a invitarle a una fiesta. El pobre no consiguió que le prestara atención.
—¿Y qué sucedió?
—Maudsley lo incluyó en el proceso de uno de sus proyectos, sin ninguna mala intención, por supuesto. Pero con todo, el pobre Dewer está convertido en tres pistones y un eje de levas en un motor de acción recíproca. Los días de semana puede vérsele en el Museo Maudsley de Aplicaciones Históricas de la Energía.
—Eso es realmente espeluznante —dijo Carmody—. ¿Nadie puede hacer algo por tu amigo?
—Nadie se atreve a llamar la atención de Maudsley hacia su error —dijo el Premio—; detesta tener que admitirlos, y puede ser muy desagradable si se siente acosado.
El Premio debió percibir la expresión en el rostro de Carmody, porque se apresuró en agregar:
—Pero no te alarmes por eso… Maudsley no es maligno; en realidad es un individuo de buen corazón. Le gusta el elogio, como a todos nosotros, pero detesta la adulación. Limítate a hablar y hazte conocer, demuestra admiración, pero evita la lisonja, no aceptes lo que no te gusta, pero no seas testarudo en tus críticas; en resumen, actúa con moderación excepto cuando se requiera de una actitud más firme.
Carmody quiso decirle que ese consejo era peor que no recibir consejo alguno; en realidad era peor, ya que sólo conseguía ponerle nervioso. Pero ya no había tiempo. Llegó Maudsley, un hombre alto, de pelo blanco, con pantalones de jeans y una chaqueta de cuero, en medio de dos hombres con traje de calle con los que hablaba vehementemente.
—Buenos días, señor —dijo Carmody con firmeza. Dio un paso adelante, pero rápidamente tuvo que salir del camino para evitar que el abstraído trío lo topara de frente.
—Hemos empezado mal —susurró el Premio.
—Oh, hazme el favor de callar… —respondió Carmody. Y salió corriendo detrás del grupo con cierta expresión adusta.