—¡Hola! —dijo el tiranosaurio—. Me llamo Emie y tengo seis años. ¿Cómo te llamas tú?
—Carmody —contestó Carmody.
—Y yo soy su Premio —dijo el Premio.
—Bueno, ambos tenéis un aspecto muy extraño —dijo Emie—. No os parecéis a nadie que conozca de antes, y me he encontrado con un dimetrodonte, un strutionimus y un scolosauro, y muchos otros. ¿Sois acaso de por aquí cerca?
—Bueno, en cierto modo sí —dijo Carmody, pero reflexionando sobre la dimensión temporal, agregó—: Aunque en realidad, no.
—¡Oh! —exclamó Emie infantilmente, y mirándoles, quedó silencioso.
Carmody devolvió la mirada, fascinado por la enorme y horrenda cabeza, más grande que una máquina tragamonedas o un barril de cerveza; la boca estrecha, rellena de hileras de dientes agudos como estiletes. ¡No podía ser más aterrador! Sólo los ojos, redondos, azules, suaves y confiados, contrastaban con el resto amenazante del dinosaurio.
—Bien —dijo al fin Emie—. Entonces, ¿qué estáis haciendo aquí en el parque?
—¿Esto es un parque? —preguntó Carmody—. Seguro que es un parque —dijo Emie—. Es un parque para chicos, y aunque sois muy pequeños, no creo que vosotros seáis chicos…
—Tienes razón, no soy un niño —dijo Carmody—. He llegado hasta tu parque por un error. Creo que lo mejor sería que hablara con tu padre.
—Perfecto —dijo Emie—. Móntate en mi espalda, que te llevaré. Y no lo olvides, yo te descubrí. Trae a tu amigo también. ¡Qué extraño es!
Carmody deslizó el Premio en el bolsillo, y ayudándose con los pies y las manos trepó por los pliegues de la gruesa piel de Emie. En cuanto estuvo firmemente sentado en el cuello del dinosaurio, Emie hizo un giro y comenzó a trotar hacia el sudoeste.
—¿Adónde vamos? —preguntó Carmody, firmemente asido de Emie, que empezaba a galopar.
—Todo esto es excesivamente extraño —dijo el Premio con voz apagada, desde el bolsillo de Carmody.
—Aquí, el extraño eres tú —le recordó Carmody.
Después, se relajó, dispuesto a disfrutar la cabalgata.
Aunque no se llamaba Ciudad de los Dinosaurios, Carmody no pudo concebir otro nombre para ella. Quedaba a unos tres kilómetros del parque. Primero llegaron a un camino; en realidad, un sendero amplio que el paso de innumerables dinosaurios había hecho tan firme como el hormigón. Al seguir el camino, pasaron cerca de muchos hadrosaurios que dormían bajo los sauces llorones al costado del sendero, y que de vez en cuando armonizaban en voces dulces y bajas. Carmody preguntó a Emie sobre ellos, pero lo único que le dijo es que su padre los consideraba un verdadero problema.
Siguiendo por el camino, pasaron ante bosquecillos de abedules, arces, laureles y acebos. Debajo de cada arboleda había como una docena de dinosaurios, que se movían industriosamente bajo las ramas, algunos excavando el suelo, otros juntando residuos. Carmody preguntó qué estaban haciendo.
—Están poniendo las cosas en orden, limpiando —dijo Emie despreciativamente—. Eso es todo lo que hacen las amas de casa.
De pronto llegaron a una meseta elevada; luego de dejar atrás el último bosquecillo, se sumergieron abruptamente en la selva.
Todo indicaba que no había crecido espontáneamente; encontró muchos indicios de que la habían plantado con un propósito determinado, y con notable previsión.
Los árboles del exterior consistían en un ancho cinturón de higueras, frutos del pan, avellanos y nogales. Después de eso había varias hileras bien espaciadas de gingkos delgados, de tallo alto. Y más adentro, sólo algunos pinos y abetos dispersos.
A medida que se internaban en la selva, fueron encontrándola más atestada de dinosaurios. La mayoría eran terápodos (tiranosaurios carnívoros como Emie), pero el Premio señaló que también había varios ornitópodos, y literalmente, cientos de ramas de los ceratópidos, entre los cuales vieron muchos triceratópidos con frondosa cornamenta. Casi todos ellos se movían al galope alrededor de los árboles. Sus patas hacían temblar el suelo, y los árboles se sacudían y nubes de polvo se levantaban en el aire. Era frecuente que el flanco de una bestia rozara contra el flanco de otra; los choques frontales se evitaban mediante giros rápidos, frenadas abruptas o a veces, aceleraciones repentinas. Se oían muchos bramidos por el derecho a pasar. La vista de tantos miles de dinosaurios apresurados era tan temible como abrumador el olor qué emanaban.
—Hemos llegado —dijo Emie, deteniéndose tan bruscamente que Carmody casi salió volando por encima de su cuello—. ¡Aquí viene mi papá!
Al mirar en torno, Carmody vio que Emie les había llevado hasta una pequeña arboleda de sequoias. Esos árboles enormes formaban un oasis dentro de la selva. Con paso lento, casi lánguido, dos o tres dinosaurios se movían entre los abetos gigantescos, indiferentes a la barahúnda que había a unos cincuenta metros. Carmody llegó a la conclusión de que podría desmontar sin que lo aplastaran, y cautelosamente se deslizó por el cuello de Emie.
—Papi —gritó Emie—. ¡Eh, papi! ¡Mira lo que encontré, mira papá!
Uno de los dinosaurios miró hacia arriba; se trataba de un tiranosaurio algo más grande que Emie, con estrías blancas en el cuero gris. Sus ojos, también grises, eran sanguinolentos. Se volvió con extrema lentitud.
—¿Cuántas veces debo decirte que no debes galopar hasta aquí? —le observó.
—Lo siento, papi… Pero mira lo que encontré…
—Siempre dices «lo siento» pero nunca encuentras la manera de modificar tu conducta —dijo el tiranosaurio papá—. Debo decirte una cosa, Emie; hemos hablado de esto con tu madre y estamos básicamente de acuerdo. Ninguno de nosotros desea criar un hijo desgarbado, vociferante y atropellado, sin los modales propios de un brontosaurio. Te quiero hijo mío, pero debes aprender…
—¡Papá! Por favor, deja el discurso para más tarde y mira; simplemente, mira lo que he encontrado.
El tiranosaurio más viejo apretó la boca y meneó la cola amenazadoramente. Pero siguiendo la dirección indicada por la garra extendida de su hijo, bajó la cabeza y vio a Carmody.
—¡Bendita sea mi alma! —exclamó.
—Buenos días, señor —dijo Carmody—. Me llamo Thomas Carmody, soy del género humano. No creo que en estos momentos haya en la Tierra ningún otro ser humano, ni tampoco cuadrumanos. Es difícil explicar cómo he llegado hasta aquí, pero vengo pacíficamente y… todo lo demás —terminó débilmente.
—¡Fantástico! —dijo el padre de Emie—. ¡Baxley! ¿Tú éstas viendo lo mismo que yo? ¿Has escuchado?
Baxley, un tiranosaurio de aproximadamente la misma edad que el padre de Emie, dijo:
—Lo veo, Borg. Pero no puedo creerlo.
—¡Un mamífero que habla…! —exclamó Borg—. Todavía no puedo creerlo —dijo Baxley.