Epílogo

Voy a dejarlo claro: Room 17 se equivoca. Sin embargo, los datos a los que apelan sus militantes se corresponden con la verdad. Pero no importa cuántas personas mueran de hambre, de sed, de enfermedad, cuántas huyan de la guerra, a cuántas la pobreza o la necesidad las empuje a la huida, la esclavitud o la prostitución, no importa cuánto crezcan las hordas de refugiados climáticos: la superpoblación no es el principal problema.

El problema en primera instancia es el estilo de vida sobre todo en aquellos países industrializados en los que el crecimiento de la población se ha estancado o es incluso negativo. Es el sistema económico de dichas potencias, diseñado para alcanzar el máximo crecimiento y, por lo tanto, el mayor consumo de recursos.

Un ejemplo: la naturaleza ha necesitado un millón de años para producir el petróleo que nuestra civilización consume hoy en día en un solo año. No cabe duda de que las próximas generaciones pensarán que estábamos completamente chiflados. El petróleo que se formó a lo largo de doscientos cincuenta millones de años, lo hemos quemado en solo doscientos cincuenta años; o lo hemos empleado para cosas tan prácticas como fabricar cinco mil trescientos millones de bolsas de plástico desechables al año solo en Alemania. Un país cuya población disminuye desde hace años.

De modo que Room 17 se equivoca en la causa, pero por desgracia tiene razón en la tesis de que la explosión demográfica a escala global acelerará el colapso hacia el que nos dirigimos. Ya que, a pesar de que algunos estudios aislados pronostiquen que a partir de la mitad de siglo el crecimiento se frenará o incluso retrocederá, a pesar de que para entonces hayamos logrado resolver de alguna manera los problemas más acuciantes, el deseo lógico por parte de las personas que vivirán entonces en el mundo de participar de un consumo como el que practicamos ahora no podrá cumplirse. Nuestro planeta no está diseñado para que todas las personas vivan para toda la eternidad tal y como vivimos, por ejemplo, en Alemania o en Estados Unidos. Solo alguien que crea sin fisuras en la técnica y en el progreso podrá pensar sin inquietarse en un futuro en el que diez mil millones de personas quieran conducir un coche, tomar vuelos de larga distancia, comer carne y beber agua. Y tirar bolsas de plástico a la basura.

La situación es funesta. Pero ¿es desesperada? De ninguna manera. Sin embargo, creer que tendríamos la crisis bajo control simplemente llevando a cabo unos pocos cambios en nuestro comportamiento es señal de una soberbia desmedida, como también lo es la suposición de que podríamos destruir el planeta. Por lo que sabemos hasta ahora, la Tierra existe desde hace más o menos cuatro mil seiscientos millones de años. Los seres humanos la pueblan desde hace solamente dos millones de años. No somos ni un pestañeo en la historia de la Tierra.

En este breve periodo de tiempo nuestra especie probablemente ha logrado causar más desgracias que todas las demás especies que dominaban el planeta antes que nosotros juntas. Pero así como nuestra voluntad (y posiblemente nuestro poder) no basta para limitar el calentamiento del planeta a menos de dos grados, nuestra influencia tampoco es suficiente para acabar con la Tierra para siempre. Quizá logremos convertir este planeta en un lugar considerablemente inhóspito a corto plazo. Pero estoy seguro de que después de algunos millones de años como mucho, la Tierra se habrá recuperado (de nosotros).

Así que, ¿deberíamos seguir como hasta ahora? ¿De todos modos no tendría sentido cambiar? ¿El parásito morirá, pero no el huésped al que le chupa la sangre? Esa sería una actitud tan cínica y con tanto desprecio por la dignidad humana como los planes de asesinato en masa de la organización ficticia Room 17, cuyo «proyecto Noah» espero que le haya resultado tan repugnante al lector como a mí. Las consideraciones económicas no pueden justificar el sacrificio de una persona por la vida de otra. No importa si se trata de miles de millones que deben desaparecer por «problemas de capacidad» para que los supervivientes puedan seguir entregándose a un bienestar excesivo. O de un único bebé que se muere de hambre solo porque no logramos repartir de forma justa la abundancia en la que vivimos.

El combativo sociólogo suizo Jean Ziegler tiene razón al observar esta relación: cada niño que muere de hambre es asesinado. Pero al contrario que él en sus conferencias y ensayos, en esta novela no pretendo alzar mi voz indignada o acusarle de ser cómplice por omisión. Así como admiro y respeto a los miles de voluntarios de organizaciones humanitarias en todo el mundo, también comprendo la impotente inactividad en la que nos sumimos la mayoría de nosotros.

Vivimos en un sistema completamente esquizofrénico. Primero nos dicen que tenemos que aislar nuestras casas para ahorrar energía. Después tenemos que llevar al desguace nuestro coche, que aún funciona, para impulsar la economía. También nos dicen que dejemos de comprar camisetas que vengan de Bangladesh. Después resulta que sin esos ingresos las costureras de las fábricas se encontrarían en una situación aún peor. Finalmente nuestros políticos nos animan a ahorrar para la jubilación, y al mismo tiempo los tipos de interés bajan para que los créditos a buen precio nos inciten a comprar a plazos cada vez más cosas que no necesitamos.

Está claro que el consumidor tiene un gran poder para cambiar las cosas, pero sería demasiado sencillo culparlo a él de los excesos del sistema. Si las reglas del fútbol declaran como vencedor a aquel equipo que más goles meta, no es de extrañar que todos se abalancen hacia la portería. Y si nuestro orden económico recompensa a aquel que tenga más dinero, es una paradoja exigir a los ciudadanos que renuncien a él.

Yo mismo soy parte de este sistema y juego según sus reglas, a pesar de que soy consciente de las consecuencias negativas de mis actos. Sé que hay algo que no cuadra cuando una lasaña congelada cuesta solo 1.49 euros, un producto elaborado a partir de un ser vivo procesado y que se ha congelado y transportado a lo largo de miles de kilómetros. Y a pesar de lo barato de su precio, me indigno cuando se demuestra que contiene carne de caballo. También sé que para fabricar una hamburguesa son necesarios dos mil cuatrocientos litros de agua, y sin embargo la como de vez en cuando, si bien lo hago con mala conciencia. El hecho de que desde hace poco compre en granjas seleccionadas, visite tiendas de comercio justo siempre que sea posible, y trate de minimizar un poco mi huella ecológica rehabilitando nuestra casa solo es posible, como muchos otros de mis esfuerzos, porque gracias al éxito de mis libros puedo llevar una vida privilegiada. Por lo tanto, y a pesar de que quizá pueda dar esa impresión, en ningún caso he escrito esta novela apuntando a nadie con el dedo. La piedra que tiro me daría a mí el primero.

El tema de la obra surgió más bien como una expresión de mi propia impotencia personal. Conozco los hechos, veo los problemas, y a pesar de que estoy lejos de ser un comunista, estoy convencido de que nuestro sistema actual no funcionará durante mucho más tiempo. O por expresarlo con una frase hecha que se cita a menudo: «Quien crea que la economía puede crecer a la larga, o está loco o es economista».

Naturalmente, Noah es una novela de entretenimiento, no se trata de una obra especializada o de divulgación. Lo que sucede es que, al parecer, al escribirla se me ha colado entre líneas un tema que me corroía por dentro, al principio inconscientemente; y no solo desde que he sido padre tres veces. Por decirlo así, con Noah he planteado preguntas para las que yo mismo no tengo respuesta. Pero las buenas preguntas (mi lectora Regine Weisbrod lo demuestra una y otra vez con sus comentarios a mis manuscritos) pueden lograr muchas cosas. Inician un proceso mental. Si Noah lo ha activado en usted, si no ha olvidado el libro en el mismo momento en el que lo ha colocado de nuevo en la estantería (o ha apagado el libro electrónico), entonces ha logrado lo máximo a lo que puede aspirar un simple ejemplar de literatura de entretenimiento.

«¿Y ahora?», es posible que se pregunte. ¿Qué puede hacer ahora que se ha quedado solo con todas estas preguntas y ninguna respuesta? Aunque suene como una excusa, la verdad es que yo tampoco lo sé. No soy científico, ni ingeniero, ni vidente. No sé cuáles son las soluciones a los problemas más acuciantes de nuestro tiempo, que al parecer se nos escapa cada vez más rápido. Solo sé que debemos encontrarlas, y lo antes posible. También sé que solo encontramos soluciones cuando abrimos los ojos. Una página que quizá lo ayude en el proceso de abrir los ojos es www.footprint-deutschland.de.

Aquí podrá calcular cuántos planetas se «consumirían» actualmente si todas las demás personas copiaran su estilo de vida. En una interpretación libre de Kant, compruebe si su comportamiento sería problemático si se convirtiera en un modelo generalizado para todas las personas de nuestro planeta. Y al hacerlo piense que «todos» es una cifra que actualmente ya ha superado la barrera de los siete mil millones.

Si comprueba, como yo, que su estilo de vida actual requeriría 2.4 planetas, puede que esto lo anime a visitar la página del Club de Roma, que desde hace décadas se dedica en profundidad a este tema que yo solo he tratado superficialmente, y en cuyas publicaciones no solo presenta funestos pronósticos, sino que también expone vías de solución a escala global, con las que podemos hacernos cargo de nuestro destino y así cambiar para mejor.

En una interpretación libre del lema de Romain Rolland: «El pesimismo del pensamiento no excluye el optimismo de la voluntad».