26

Naturalmente no recordaba si había tenido un déjà vu alguna vez. Pero conocía la expresión, y sabía que si aquello realmente existía, no podía compararse con las emociones que lo desgarraron por dentro ante el lecho de enfermo de su padre. Ya que estas eran mucho, mucho más intensas.

La escena se parecía a la de la habitación trasera de la cabaña del bosque holandés: una cama similar, un armazón parecido de aparatos de cuidados intensivos junto a ella; solo que el anciano no tenía aspecto de estar tan enfermo como el hombre moribundo de Oosterbeek, y tampoco estaba separado de sus visitantes por un cristal.

Los dos oficiales médicos que habían conducido a Noah a la sala situada en una cubierta superior llevaban trajes protectores. A él le habían recomendado que utilizara al menos una mascarilla, a pesar de que el virus estuviera inactivo en su sangre, tal y como había confirmado el análisis antes de la operación. «Más vale prevenir que curar», habían dicho.

Noah había rehusado.

En lugar de eso, les había pedido quedarse a solas con su padre, y efectivamente se habían marchado, no sin antes advertirle de la cámara de vigilancia, para después encerrarle con el prisionero.

Y ahora Noah estaba ante la cama de su padre vestido con un chándal azul oscuro y calcetines negros engomados, y le habría gustado gritar. De rabia, de tristeza, de espanto, pero sobre todo de impotencia.

Pocos días antes todavía recorría la Berlín invernal junto con Oscar en busca de botellas de plástico, sin pasado, sin memoria, convencido de no poder caer más bajo. Y entonces había aparecido su padre y le había hecho ver lo equivocado que estaba.

«Soy hijo de un monstruo», pensó, y justo en ese momento se dio cuenta de qué perseguía inconscientemente visitándolo una última vez.

Debía averiguar cuánto de aquel monstruo había en su interior.

Noah carraspeó. No quería tocar a Zaphire. Ni siquiera quería rozar su mano sobre la manta, en la que le habían colocado una vía.

Carraspeó una vez más.

Durante un tiempo no pasó nada. Entonces Zaphire pareció haber percibido su presencia en sueños y se despertó. Lentamente.

Sus párpados aletearon. Abrirlos parecía suponerle un esfuerzo infinito. Se venían abajo temblando una y otra vez, ascendían de nuevo milímetro a milímetro, para después volver a caer a la posición de reposo. Pasaron varios minutos, durante los cuales Noah únicamente observaba a su padre en silencio.

Los médicos habían dicho que no era posible determinar lo graves que eran los daños que había sufrido su salud, y tampoco predecir si sobreviviría el traslado a la prisión militar de Washington. El desarrollo de la enfermedad no era ni de lejos tan dramático como el de Altmann, pero debido a su edad, y sobre todo debido a la grave herida de bala tras el atentado, el cuerpo de Zaphire estaba tan débil que en el mejor de los casos le auguraban una probabilidad del cincuenta por ciento.

—Lo siento.

Noah se sobresaltó. Había estado reflexionando sobre si le importaría que su padre se muriera allí justo delante de él y no había sentido nada más que un profundo vacío, del que ahora le habían despertado las inesperadas palabras de Zaphire.

—¿Qué es lo que sientes? —le preguntó—. ¿Haber querido asesinarme a mí? ¿O a medio planeta?

—Que hayamos fracasado.

Su voz sonaba medio tono más aguda que de costumbre, como si la infección hubiera encogido sus cuerdas vocales.

—¿Nosotros?

—Más que nada tú, John.

Noah quiso volverse. Había sido un error ir allí.

—No eres mejor que yo —lo provocó su padre. Zaphire no estaba afeitado. Mientras dormía, un hilillo de baba se había deslizado hasta la barbilla sobre los cañones de su barba.

—No he sido yo quien ha desatado una epidemia —dijo Noah, al principio en voz baja, pero aumentando el volumen con cada palabra para terminar gritando—: No he envenenado a millones de personas, ¡así que no te compares conmigo!

Zaphire asintió, entonces volvió a cerrar los ojos. Su tórax se elevaba y hundía regularmente, casi mecánicamente.

—No, no has hecho todo eso, John. Y, sin embargo, dentro de muy poco tendrás que responder de muchas más muertes.

—¿Y eso qué significa?

Zaphire abrió los ojos de golpe y buscó la mirada de Noah.

—Me lo han contado todo. El instituto Robert Koch ha asumido la responsabilidad y desarrolla un antídoto a partir de la información que has proporcionado a los enemigos, mediante el cual la fase tres será historia en menos de dos semanas. Hasta entonces no morirán ni ocho millones de personas. Bravo, John. Bien hecho.

Noah torció el gesto con asco.

—Ya no piensas con claridad.

—Oh, sí. Con más claridad de la que tú has tenido jamás.

Zaphire se llevó las manos a las sienes. Al parecer le dolía la cabeza. La costra sobre los pelos de la nariz indicaba que también sufría hemorragias.

—¿Qué crees que pasará ahora con todas las almas que has «salvado»? —Y en su boca la palabra «salvado» sonó como una palabrota—. Estoy detenido. Mi imperio se ha desintegrado. Cezet, mi hija, ha huido. Me estoy consumiendo y no tengo ninguna capacidad de actuación. ¿Y qué se ha ganado con esto? Nada. Las personas morirán de todas formas. Solo que más dolorosamente. Y su agonía durará más. Morirán de sed, de hambre, se masacrarán en guerras o sucumbirán a enfermedades para las que les negamos los medicamentos. El petróleo se terminará en cuarenta años. Y eso que la India, China y todos los demás países emergentes acaban de empezar a consumir materias primas por las que pronto se estarán peleando nueve mil millones de personas. Ya hay mil millones de personas sin acceso a agua potable. Casi cada segundo muere un bebé de desnutrición, cada cuatro minutos una persona pierde la vista porque no puede permitirse tomar vitamina A. Trece millones de ellos al año son niños…

—¿Así que es mejor que los matemos directamente? —interrumpió Noah su ronca verborrea—. ¿Hace cuánto que has perdido la cabeza? Estamos hablando de personas. No sobre un caballo al que se le da el tiro de gracia.

Zaphire adelantó la mandíbula.

—Bien, entonces dime, John. ¿Cuál es tu propuesta? ¿Esperar a que los ricos despierten y cambien sus vidas? Eso no sucederá. Jamás.

La conversación lo estimulaba visiblemente. Sus mejillas se habían enrojecido de agitación. Una vena se le había hinchado en la sien.

—Al contrario que tú, yo he visto la miseria con mis propios ojos. He estado en los barrios de chabolas, en las favelas, en los vertederos. Un tercio de la humanidad no tiene dinero suficiente para alimentarse correctamente. Indios de treinta años que caminan sin fuerzas sobre la basura como zombis, mujeres etíopes de veinticinco años a las que se les caen los dientes, que no reciben ácido fólico ni vitaminas durante el embarazo, por lo que sus hijos llegan al mundo ciegos, lisiados, con deficiencias mentales, o con inteligencia limitada en el mejor de los casos. Estamos hablando de cientos de millones de personas a las que su intelecto jamás les permitirá cambiar el sistema que los explota.

Tuvo que parar para toser, después prosiguió.

—Conocemos los datos. Cualquier idiota puede buscarlos en Google. Pero miramos para otro lado. No hacemos nada. ¿Por qué?

«CLEAR», pensó de pronto Noah, y la tristeza se apoderó de él al pensar en Oscar y sus teorías conspirativas.

—Porque no queremos —ladró Zaphire—. Porque nos aprovechamos de ello. He intentado abrir los ojos de la gente una y otra vez. En una cena de gala en Seattle mostré un vídeo de niños con deficiencias mentales en orfanatos ucranianos a los que atan hasta que mueren de hambre. Aquella noche mi público bebía vino a veinte dólares la botella. En mi última aparición, mostré imágenes de un niño que surcaba el mar abierto ante Malta en una cáscara de nuez. Poco después un barco interceptor de Frontex lo abordó. Antes de que el chico muriera de sed, lo ahogaron. Por orden de la UE, que quiere evitar que la miseria cruce el mar. Impresionaba a los invitados con estas verdades. Les gritaba. Los insultaba. A veces esto hacía que abrieran sus talonarios. Pero ¿qué cambié con eso? ¡Absolutamente nada!

Noah sacudió la cabeza.

—Tiene que haber otra manera. Nadie tiene derecho a decidir si una vida vale o no vale nada.

—Pero eso es precisamente lo que haces tú —graznó Zaphire—. Todos los días.

—¿Yo?

Su padre levantó la mano y señaló el cuerpo de Noah con los dedos estirados. Se había abierto la cremallera de la chaqueta porque allí, en aquella sala, hacía aún más calor que abajo en el camarote.

—La camiseta que llevas. Está cosida en Bangladesh por mujeres que no reciben ni un céntimo por prenda, para que tú puedas comprarla en el supermercado por menos de cinco dólares. Sumando los daños medioambientales por el transporte y un salario digno, debería costar diez veces más como mínimo. Pero nadie quiere pagar tanto. ¿Y por qué no? Porque eso supondría una renuncia.

—¿Y eso es lo que pretendes? ¿Que volvamos a la Edad Media?

—Ya hace tiempo que nos dirigimos hacia ella.

Zaphire cogió una botella de agua que había sobre una mesilla de noche móvil. Mientras abría el tapón de rosca con gran esfuerzo, siguió pontificando:

—Nuestro planeta no está pensado para que todos conduzcamos coches. Para que comamos carne todos los días. Para que nos vayamos de vacaciones en avión todos los años, nos duchemos a diario, todos veamos televisión. Para que todos poseamos un frigorífico que consume electricidad de forma constante, y casas en las que el aire acondicionado o la calefacción están permanentemente encendidos. No puede ser. Nuestras materias primas no bastan. No bastan para siete mil millones de personas. Y mucho menos para ocho o diez. Todos lo sabemos. Pero ninguno queremos cambiar de modo voluntario de estilo de vida. Preferimos librar guerras para garantizar nuestro bienestar. Preferimos dejar que los pobres mueran.

Bebió un primer sorbo de la botella, y Noah aprovechó la oportunidad para contradecirle.

—Interpretas las cifras a tu favor. Los países emergentes se están enriqueciendo, y a medida que la riqueza aumenta, la tasa de natalidad disminuye.

—Lo que significa que en el futuro habrá cada vez menos ricos que vivan a costa de cada vez más pobres. Si todos viviéramos como los pueblos indígenas de Brasil, nuestro planeta soportaría doce mil millones de personas o más. Pero si nos adaptamos al estilo de vida de nosotros los estadounidenses o de los alemanes, hoy en día necesitaríamos ya cuatro planetas. Todo se ha…

Zaphire cerró los ojos con fuerza a mitad de la frase. Daba la impresión de sufrir repentinos y fuertes dolores de cabeza.

—Todo se ha descontrolado. Y no solo en los países en vías de desarrollo. En las afueras de París hay campamentos de sin techo que me recuerdan a Dadaab; solamente en Estados Unidos viven tres millones y medio de personas sin hogar. Y nosotros, los que tenemos dinero, miramos para otro lado.

Torció el gesto como si quisiera escupir.

—Nos rodeamos el cuerpo de una tonelada de acero para conducir nuestros ochenta kilos de masa corporal hasta el próximo atasco. Desperdiciamos un litro de agua para producir una única caloría de alimento. Al mismo tiempo estamos bombeando a la atmósfera el doble de gases de efecto invernadero de los que nuestro planeta podría soportar. En el Pacífico hay a la deriva un tapete de basura del tamaño de Centroeuropa, y ahora que Noah ha fracasado, seguro que no menguará. Abre el periódico. Enciende el televisor. Sequías, inundaciones, tornados; no pasa un solo día sin una mala noticia, sin embargo las conclusiones de las conferencias climáticas no sirven ni para limpiarse el culo. Por no hablar del terror, que cada vez nos azota con más fuerza. Las guerras estallan con más frecuencia allí donde los jóvenes, de pura miseria, ya no tienen nada que perder. Y en estos momentos estamos criando legiones de ellos.

—¿Así que quieres matar a los pobres para que los ricos puedan seguir viviendo como hasta ahora?

Zaphire negó con la cabeza enfadado.

—Queríamos reducir la población mundial a unas dimensiones soportables. La cuestión nunca fue quién debía morir, sino cuánta gente, para que la Tierra sobreviviera. Room 17 no hacía diferencias entre pobres y ricos. Pero tú sí, al detener el proyecto Noah y permitir que la miseria siga su curso.

El barco comenzó de pronto a cabecear con fuerza, y Noah resbaló al intentar agarrarse al asidero junto a la cama. Al hacerlo tocó sin querer el antebrazo de su padre. Zaphire aprovechó la oportunidad para tomar la mano de su hijo.

—¿No te das cuenta de que el ser humano solo cambia mediante la violencia? Somos egoístas, John. Únicamente pensamos en nuestro propio beneficio. De lo contrario no soportaríamos ni un segundo el mundo tal y como lo hemos creado.

Zaphire soltó la mano de Noah, y como tantas otras veces este pensó en Oscar, que había expresado esta verdad en un momento en el que él aún se reía de lo chiflado que lo consideraba.

—Un mundo en el que en este instante miles de mujeres esclavizadas atornillan nuestros smartphones en fábricas sin ventanas en algún lugar de Asia. Pero no nos manifestamos por mejores condiciones de trabajo, sino que hacemos colas durante noches enteras ante las tiendas para comprar el último modelo, a pesar de que el anterior todavía funciona perfectamente. Este va a la basura, sin tener en cuenta que miles de personas se matan brutalmente unas a otras en el Congo por el coltán que contiene cada móvil; luchan por los derechos de extracción de esta valiosa materia prima, extraída de oscuros pozos en la selva por niños esclavos que se arriesgan a morir.

Zaphire contrajo el rostro de nuevo por el dolor, pero continuó hablando:

—¿Sabías que muchos trabajadores en China sufren cáncer de pulmón porque inhalan sin mascarilla durante dieciocho horas al día las partículas de pintura de las lijadoras con las que cepillan pantalones vaqueros?, ¡para que parezcan usados!

El discurso de Zaphire había conmovido a Noah contra su voluntad.

Como cualquier demagogo con talento, su padre también sabía combinar varias verdades para formar una mentira creíble. Incluso gravemente enfermo y esposado a la cama, el anciano exudaba tanto carisma que Noah se imaginaba perfectamente cómo había logrado convencer a David de la necesidad de llevar a cabo su fanático plan.

—Podríamos seguir enumerando tragedias como estas eternamente —dijo—. El proyecto Noah habría acabado con todas ellas. Sin embargo, tú te has ocupado de que la miseria se perpetúe. Y no has logrado nada. El mundo que querías salvar se hundirá por sí solo de todos modos. Solo tardará un poco más.

Zaphire se palpó la nariz. La sangre le goteaba de las yemas de los dedos. Hizo como si no le preocupara.

—El ser humano es como un parásito que le chupa la sangre a su huésped hasta que muere con él. Él solo se ocupa de acabar consigo mismo. El proyecto Noah habría dado a los supervivientes al menos la oportunidad de empezar de nuevo.

—No, te equivocas.

Su padre suspiró profundamente.

—Bien. Entonces explícamelo. ¿Cómo va a cambiar un mundo en el que solo se aspira al crecimiento, los beneficios, la fama y el dinero?

—No lo sé —dijo Noah, y se volvió para irse.

«Solo sé que el genocidio no puede ser una opción. Jamás».

Ya estaba en la puerta cuando un recuerdo lo invadió. De pronto estaba allí, sin saber de dónde venía.

—¿Conoces la historia de la tormenta y la niña en la arena? —le preguntó a su padre.

Zaphire levantó la mirada sorprendido.

—Una tormenta había arrojado a la orilla un millón de peces —comenzó Noah—. Y una niña pequeña los devolvió al mar uno a uno. Tantos como pudo mientras los peces estuvieron vivos.

Zaphire aspiró la sangre de la nariz y sonrió sabiendo de qué hablaba.

—Y mientras lo hacía —prosiguió Noah—, un hombre mayor pasó por allí y le preguntó: «Ahí hay un millón de peces, y no podrás salvar más que unas pocas docenas. ¿Qué diferencia hay?». Y entonces la niña dijo…

La sonrisa de Zaphire se entristeció.

—«Para cada uno de esos peces» —concluyó la fábula de Noah—, «para cada uno de esos peces sí que supone una diferencia». —Se incorporó. Sus ojos brillaban—. Yo te conté esa anécdota.

«Puede ser».

Noah tampoco sabía por qué la había recordado precisamente entonces. Había llegado de pronto, como un presentimiento que le hace a uno decidir entre lo correcto y lo incorrecto sin duda alguna.

Zaphire y él se miraron a los ojos durante un buen rato, entonces Noah, antes de abandonar a su padre para siempre, dijo:

—Puede ser que nos dirijamos hacia la ruina. Puede ser que todo esté perdido desde hace tiempo. No lo sé. Pero quizás entre todos aquellos a los que he salvado de la muerte, esté la persona que sepa cómo cambiarnos. Aquel que marcará la diferencia.