25

Cuatro días después

Después del estrecho de Gibraltar se habían encontrado con un frente de mal tiempo en el Atlántico abierto. A pesar de sus veintidós mil toneladas de desplazamiento, las olas de varios metros hacían subir y bajar al portahelicópteros de tal manera que estaba poniendo a prueba algunos de los estómagos de la tripulación. Y la tormenta no había hecho más que empezar.

Había alerta por huracanes, y la desagradable marejada se mantendría durante todo el trayecto hasta Southampton.

A Noah todo aquello no le importaba en absoluto. Se sentía extrañamente a salvo en las profundidades del coloso de acero, en el que se encontraba la enfermería y el camarote interior al que lo habían trasladado después de la operación.

El estruendo de los motores lo tranquilizaba, el balanceo lo adormecía, y cuando el barco cabeceaba y temblaba, le gustaba sentir la fuerza de la naturaleza que sacudía el casco.

Aquello restablecía la relación de potencias y ponía a los seres humanos en su sitio. Ese portahelicópteros podía haber decidido guerras, pero en la lucha contra la naturaleza estaba condenado a esperar.

Un equipo quirúrgico de la Marina estadounidense había operado a Noah poco antes de embarcar en Civitavecchia. A diferencia del atentado del Adlon, en este caso la bala que le había disparado el oficial de la Guardia Suiza se había quedado dentro del hombro, pero habían podido extraerla sin problemas. Aparte de un dolor sordo residual, casi se sentía bien de nuevo; por lo menos había reducido por su cuenta la dosis de analgésicos a la mitad, de manera que ahora tenía la mente relativamente despejada. Y la necesitaba para la insólita conversación que estaba manteniendo.

—No tengo nombre. No tengo rostro —dijo la voz femenina, que sonaba extremadamente fría—. Nunca nos conoceremos en persona. Así lo hice con Adam Altmann. Y así me gustaría hacerlo con usted también.

Noah buscó la manera de regular el volumen del macizo teléfono por satélite que le había traído el oficial que hacía guardia ante su camarote esa noche. Desde la operación tenía un ligero pitido en ambos oídos.

—¿Quiere reclutarme? —le preguntó a la desconocida anónima, que al parecer contaba con suficiente poder para que le pusieran al teléfono en alta mar con un prisionero de la Marina estadounidense.

—Sí. Ha eliminado a algunos de los sicarios más peligrosos del mundo, prácticamente en solitario, y lo ha hecho mientras huía de mi mejor hombre. Así no solo se ganó el respeto de Altmann, sino también el mío. Y desde su muerte tengo una vacante para la que usted parece estar cualificado.

Noah se incorporó en su catre. Llevaba un chándal azul oscuro de dos piezas. Pasaba el día y la noche en él, hasta que el enfermero le traía uno nuevo la mañana siguiente, después de comprobar el vendaje. No tenía zapatos, solo gruesos calcetines negros con engomado antideslizante en las suelas.

—No es necesario que tome la decisión ya…

—¡No! —interrumpió a la mujer.

—Primero escúcheme, John.

Se puso de pie. En aquel camarote estrecho y de mobiliario pragmático apenas tenía libertad de movimientos. El pie de la cama llegaba casi hasta la esquina de un pequeño escritorio fijado a la pared, no mucho más ancho que el alféizar de una ventana.

—No trabajo para gente que asume la muerte de personas inocentes.

—Trabajaba para Room 17.

—No lo recuerdo.

—Y precisamente a eso quiero llegar. Su… —La mujer titubeó un instante—. Su trastorno psicológico lo convierte en el candidato ideal para mi propuesta de empleo.

—Eso ya lo he escuchado antes.

«De mi padre. Poco después intentó matarme».

Noah abrió la puerta del servicio. El baño era más pequeño que el de un avión de pasajeros. El lavabo era del mismo plástico duro gris que el suelo. El váter, de acero industrial cepillado, no tenía tapa. No había armarios, cajones ni espejo, tampoco ducha. Estas se encontraban en los baños compartidos, que él todavía no podía utilizar debido a la herida de la operación.

—Room 17 son los malos, Noah. Con nosotros jugaría en el equipo correcto.

—¿En un equipo que asume un genocidio por cobardía?

Abrió el grifo y sostuvo un vaso de cartón bajo el agua. Le picaba la garganta. No había hablado mucho desde su primer interrogatorio, poco después de que despertara de la anestesia general.

—No era cuestión de cobardía, John. El presidente no tenía elección.

Noah se contuvo. Odiaba su verdadero nombre. Odiaba el nombre con el que al parecer le habían bautizado. Odiaba todas las mentiras que le contaban.

—¿Que no tenía elección? Baywater conocía el proyecto Noah. Podría haberlo detenido.

—¿Cómo?

—En primer lugar tendría que haber advertido a la población.

—¿De qué?

—¿Me está tomando el pelo?

Noah estrujó el vaso de cartón y lo tiró al suelo.

—Los datos que teníamos eran contradictorios. Siempre hubo rumores de un ataque biológico de dimensiones bíblicas. Pero no teníamos ningún patógeno que encajara.

—¿Ningún patógeno? —Noah soltó una palabrota—. Maldita sea, ¿sus médicos no fueron capaces de descubrir el virus? Según Zaphire hay miles de millones de personas infectadas con él. Y desde hace años.

—Es cierto. Y por supuesto que encontramos, aislamos y analizamos el patógeno. Pero no logramos descifrar su potencial.

—¿A qué se refiere?

Noah regresó al camarote. Un metro y medio desde el lavabo hasta la cama. El único paseo que podía dar.

—Por naturaleza, millones de personas albergan un virus del herpes inactivo —explicó la mujer. A lo largo de toda la conversación no había mostrado emoción alguna. Noah se preguntó si estaba hablando con un ordenador.

»Tampoco tenemos por qué morir cuando sale de su fase latente. Y en el virus genéticamente modificado que había extendido Room 17 tampoco identificamos ningún riesgo mortal.

—Entonces les recomiendo que lean el informe de la autopsia de Altmann. O simplemente echen un vistazo a las imágenes de su cadáver. El pobre diablo se desangró ante mis ojos.

—Una excepción.

—¿Qué ha dicho? —El pitido de su oído cada vez era más fuerte.

—Altmann fue una excepción. El virus no funciona como debería. Según nuestros estudios, la enfermedad raras veces es mortal una vez se ha manifestado. De los infectados, alrededor de un cinco por ciento deben ser tratados, un veinticinco por ciento de ellos ingresados, pero solo un tres por ciento pierde la vida. Y se trata casi exclusivamente de hombres.

Noah cerró un instante los ojos. Pensó en el anciano mentor de David en Oosterbeek, en Altmann. Y en Celine, para quien esa noticia debía de suponer un alivio infinito.

—Nuestros pronósticos coinciden con lo que estamos comprobando en la práctica: en todo el mundo se han contabilizado cerca de dos millones de enfermos, de los cuales hasta ahora solo han muerto sesenta mil personas.

«Solo».

—Naturalmente esto no es más que el principio de la pandemia, pero calculamos que al final habrá como máximo ocho millones de muertos en todo el mundo.

«Como máximo».

—Son pérdidas lamentables, desde luego. Pero el hecho es que la pandemia no está surtiendo el efecto que deseaba Zaphire. Y las consecuencias negativas serían mucho más graves ahora si hubiéramos informado a toda la humanidad de que la primera fase de un ataque biológico sobre todos y cada uno de los ciudadanos del mundo se concluyó hace años. ¿Se imagina el pánico que habría desatado semejante noticia? Para empezar esa información habría mandado a la economía de vuelta a la Edad de Piedra. La expresión «histeria colectiva» habría adquirido un significado completamente nuevo.

Un bandazo repentino del barco obligó a Noah a sentarse en la cama otra vez. Sudaba, como tan a menudo esos días. La ventilación no funcionaba bien allí abajo, y no había ventanas.

«Ocho millones de víctimas. La mayoría de las cuales hombres».

Noah pensó de nuevo en Celine.

—¿Qué sucede con las mujeres que ya están embarazadas? —preguntó.

La voz ignoró su pregunta, posiblemente porque conocía el trasfondo de la misma.

—No reconocimos el potencial del patógeno Noah hasta el final. Y tampoco sabíamos cómo funcionaba exactamente la fase tres. Por sí solos, el virus y el ZetFlu son prácticamente inocuos. Solo desarrollan su efecto mortal cuando están en contacto.

—Como el agua y el aceite de oliva caliente —susurró Noah, y se dejó caer sobre el catre.

—¿Qué ha dicho?

—Olvídelo. —Se tocó la dolorosa herida del hombro con la mano libre y trató de procesar la información.

»¿Actualmente hay dos millones de personas enfermas?

—La tendencia es ascendente. La gripe de Manila, como seguimos llamándola, se transmite por la saliva, la tos y los mocos. Pero gracias a su colaboración podremos limitar en gran medida las cifras de víctimas.

Noah giró la muñeca. El tatuaje aún se distinguía, aunque ya solo como el relieve de una cicatriz incolora.

—¿Así que publicarán el vídeo?

Hasta ese momento nadie le había dicho si su teoría de los microchips fluidos era correcta.

—No —respondió la mujer.

Noah se rio sin ganas. Lo había supuesto.

—¿Así que seguirán manteniéndolo en secreto?

«Lo que saben acerca de Room 17. Su complicidad por omisión. ¿Toda la conspiración?».

—No hay ningún vídeo —lo corrigió—. Sin embargo, la solución con la que le tatuaron nos ha permitido desarrollar un antídoto.

Noah frunció el ceño.

—Tendrían que haberlo obtenido hace tiempo, cuando Baywater y los demás VIP recibieron la vacuna a más tardar, ¿o es que no examinaron su sangre?

—Claro que lo hicimos. —La mujer chasqueó la lengua y por primera vez sonó ligeramente molesta—. Así encontramos la enzima que desactivaba el patógeno, eso es cierto. Pero no el antídoto contra la enfermedad que se desarrollaba después de tomar ZetFlu. La fórmula para sintetizar el antídoto estaba en el fluido que logramos extraer de los cristales de su mano. En cuanto se hayan producido suficientes dosis del mismo, cambiaremos el contenido de las cajas de ZetFlu.

—Un momento. —Noah se incorporó tan bruscamente que gimió de dolor—. ¿Seguirán sin informar a la población?

—Sí.

«Oh, no. No lo conseguiréis. ¡Esta vez no!».

—¿Y qué pasa con la otra grabación? ¿Esa en la que Zaphire me intenta matar?

«Celine la ha visto. Y varios policías y hombres de la Guardia Suiza».

Había demasiados testigos.

—Una jugada maestra —alabó la mujer—. Nunca le habrían permitido entrar en el Vaticano, y aunque así hubiera sido, los rayos del control de seguridad habrían detectado el bolígrafo cámara. Debía hacer salir a Zaphire antes de que fuera demasiado tarde, es decir, antes de que pudiera convencer al Papa de que saliera ante las cámaras y recomendara a los creyentes de todo el mundo que se vacunaran.

«Ese era el plan».

—Y lo necesitaba a solas.

«El plan de Altmann».

—Arriesgado. Pero funcionó —dijo con aprobación.

«Sí. Lo único que no entraba en los planes era recibir otro disparo en el hombro».

—El vídeo se ha difundido por todo el mundo a través de Internet. Por suerte no tiene sonido, así que los espectadores no pueden deducir lo que realmente significa y nosotros podremos utilizarlo para nuestros propios fines.

—¿Qué fines?

—Destrozar la reputación de Zaphire.

Noah sintió que su cama se balanceaba, pero ya no estaba seguro de que la marejada fuera la única culpable.

—Hasta ahora no habíamos tenido ningún motivo para arrestarlo oficialmente. Nunca logramos demostrar por completo sus conexiones con Room 17, y él mismo ridiculizaba a su propia organización con ayuda de los medios que controlaba. Denunciaba que su existencia y su actividad no eran más que un delirio de unos cuantos conspiranoicos. Para la opinión pública era un héroe que dedicaba su gigantesco patrimonio a luchar contra la pobreza. Y en cierta manera es lo que hacía.

Noah sacudió la cabeza.

—Tendrían que haberlo matado —dijo, y se enfadó porque sus propias palabras le dolieran. Cuanto más se oponía a la idea de ver a aquel hombre como su padre, más miedo tenía de fracasar en el intento.

—¿Antes de saber cómo se activaba el virus? ¿Cómo funcionaba ZetFlu? ¿Y antes de obtener un antídoto? No. Atentar contra su vida era el último recurso, y finalmente el presidente también se decidió a hacerlo.

«¡Demasiado tarde!».

Noah suspiró.

—Con su permiso, eso son tonterías. El presidente en un primer momento no quiso admitir el peligro, después lo subestimó y finalmente ocultó su implicación. Querían matarme solo porque podría haber recordado información que destaparía su complicidad y la de todos aquellos que también lo sabían todo. Eso lo convierte en cómplice de mi padre.

—Mmm —replicó la mujer en tono apagado. Hizo ruido otra vez con unos papeles, después dijo—: Quizá cambie de opinión cuando lo informe de que el presidente le ha concedido la inmunidad total.

—¿Inmunidad? —A Noah le habría gustado echarse a reír a carcajadas si no hubiera sido todo tan triste—. ¿Contra qué?

—Ha asesinado a media docena de hombres…

—¡En defensa propia!

—… ha robado un avión.

—¡Lo he tomado prestado!

—… ha tomado a una embarazada como rehén.

—¡Con el consentimiento de Celine!

La mujer aspiró aire de forma audible.

—Con él o sin él, no importa. Esta tarde lo han indultado de todos estos cargos. No habrá juicio. En reconocimiento a que gracias a su ayuda lograremos detener la pandemia.

—¿Con la condición de que acepte su oferta de trabajo? —dedujo Noah.

—No. Su inmunidad no depende en ningún caso de eso. Únicamente tendrá que firmar un acuerdo de confidencialidad, algo que de todos modos no debería suponerle demasiados problemas —dijo casi con humor—. En el próximo puerto podrá desembarcar como hombre libre.

Noah cerró los ojos. Para su asombro, la idea lo asustaba. No quería abandonar ese camarote. Si fuera por él, el viaje e incluso la tormenta podían durar para siempre. No había ningún lugar al que pudiera ir. Al que quisiera ir. No recordaba a nadie. Ni amigos ni compañeros.

Ni familia.

La única persona a la que echaba terriblemente de menos era Oscar. Su cadáver había sido transportado en avión directamente a Alemania, donde recibiría un entierro digno pero anónimo en un cementerio berlinés. Al menos eso le había prometido el oficial al que había preguntado.

—¿Qué pasará con mi padre? —preguntó en voz baja.

—No puedo darle ninguna información al respecto.

—Dijo que había tomado ZetFlu. ¿Cómo está?

—Un momento.

Se oyó un chasquido en la línea, entonces la conexión enmudeció. Noah se preguntó con quién estaría hablando la mujer sin nombre de voz impasible, que le habló de nuevo pocos segundos después.

—¿Me escucha?

—Sí.

—Si promete reconsiderar mi oferta, puedo hacer que lo lleven con él.

—De acuerdo, está bien —se tiró un farol Noah—. ¿Cuándo?

Su respuesta llegó como una bala.

—¿Tiene algo que hacer dentro de cinco minutos?