24

Manila, Filipinas

Alicia estaba de pie rodeada por un calor abrasador y miraba fijamente al bebé muerto en la caja de contrachapado ante la verja metálica. Solo había cumplido unos pocos días. Y ahora estaba ahí. Tirado como un pedazo de basura.

—Vamos —dijo Jay. Hablaba con la voz de un adulto que ha visto demasiado a lo largo de su vida—. Tenemos que irnos.

Heinz les había apuntado la dirección del taller de costura en el que podrían vivir y trabajar si decían que iban de su parte. Alicia observaba como anestesiada la nota con el dibujo de la ruta que sostenía en la mano.

«Me ha dado una nota», lloró mentalmente. «Y me ha quitado a mi hijo».

—Has hecho lo correcto. —La voz de Marlon le llegó como desde muy lejos—. Si no Noel habría acabado pronto en esa misma caja. —Señaló al bebé muerto a sus pies.

Alicia levantó la cabeza. Estaban de nuevo en lo alto de la colina y tenían una buena vista del campamento.

Se preguntó si la mujer que había dejado allí a su hijo aún seguiría esperando allí abajo.

«Es probable que no».

Ninguna madre tendría ya interés alguno por su destino después de que la sangre de su sangre se hubiera muerto de hambre en su pecho. Posiblemente se arrastraba como una muerta viviente de vuelta a su barrio de chabolas, o se había desmoronado sobre la basura en algún punto del camino, destrozada por la tristeza y el dolor.

Alicia sintió el sol sobre su cabeza, y rezó porque los rayos chamuscaran su pelo negro. Esperó que Dios le enviara una señal y le prendiera fuego bajo la mirada del que ahora era su único hijo, como castigo por su traición.

—Heinz es un buen hombre. Se preocupa —dijo Jay.

—Sí —confirmó Marlon—. ¿Sabes lo difícil que es conseguir un puesto como ese?

Las palabras tardaron un rato en llegarle a Alicia. Miraba al vacío en silencio.

—Por favor, no estés tan triste, mamá —le pidió Jay, que también luchaba contra las lágrimas. Su labio inferior temblaba.

—¡Y nos ha dado esto! —Marlon abrió la mano derecha.

«ZetFlu», leyó Alicia en la caja que le tendió este.

—El remedio contra la epidemia. Venga. Vamos a tomar una pastilla ahora mismo.

Alicia negó con la cabeza. Su bebé ya no estaba con ella. No quería seguir viviendo, sino morir.

—¡Venga! —insistió Marlon, y le puso una pastilla en la mano. La botella de agua que le tendió debía de provenir también de las existencias del diablo de los pantalones caqui.

—Si no es por ti, hazlo por Jay.

Alicia cerró los ojos. Sintió que la mano de su hijo de siete años buscaba la suya. El viento soplaba desde el río sobre el campo árido, arrastraba pequeñas nubes de polvo consigo, de las cuales una se posó sobre el bebé muerto que tenían a sus pies.

Alicia pensó en el pueblo en el que había crecido. En la vida que llevaba antes de los temporales. En su marido, que primero había perdido la esperanza, después la dignidad y finalmente su vida en la gran ciudad a la que ella lo había acompañado. Y ahora ella también había muerto.

Sin embargo, aún respiraba. Y la sangre le seguía corriendo por las venas. Pero no eran más que apariencias. En realidad no estaba más viva que la sombra que proyectaba sobre la tierra seca de la colina.

—Piensa en Jay. Te necesita —oyó decir a Marlon.

Y como su propio destino le era indiferente, pero el de su hijo de siete años no, aunque también porque no podía soportar más la voz exigente de Marlon, cogió el agua y se alejó de ellos cojeando de vuelta hacia la ratonera de la que habían salido apenas dos horas antes.

Y en el trayecto entre el viejo infierno conocido y el nuevo, llamado «fábrica», que a partir de entonces sería su pasado, su presente y su futuro al mismo tiempo, porque nada de lo que hiciera allí le devolvería al pequeño Noel, tragó dos de aquellas malditas pastillas de una sola vez.

Tal y como Jay y Marlon habían hecho ya en el camión del diablo.