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Al planificar la plaza de San Pedro bajo el mandato del papa Alejando VII, Bernini apostó por el efecto sorpresa. Los peregrinos debían caer rendidos ante la fuerza de la primera impresión al salir de las callejuelas enrevesadas del agitado Borgo y hallarse de pronto ante el mayor templo del mundo cristiano, recibidos por los brazos abiertos de las columnas que rodean la plaza elíptica con el obelisco vaticano en el centro.

Fue Mussolini, con la construcción de la Via della Conciliazione, quien destruyó no solo ese efecto arquitectónico, que inspiraba veneración, sino también uno de los barrios medievales más hermosos, al incrustar una vereda monumental en el corazón de la ciudad, en línea recta desde el Tíber hasta el soportal de la catedral de San Pedro.

Normalmente a esas horas apenas había tráfico en el bulevar, pero aquel día había casi tanta actividad como antiguamente en el barrio histórico que había caído víctima del trazado de las calles. La gente acudía a la plaza de San Pedro en masa, utilizaba la carretera como acera, se abría paso entre los vehículos, parados en un atasco.

«Menos mal que había toque de queda».

El ambiente era completamente diferente al que transmitían las personas que antes se habían dirigido hacia Trastevere. Noah creía sentir un nerviosismo positivo cargado de esperanza; veía rostros interesados, agitados, pero no agresivos. Muchos charlaban animadamente, algunos incluso reían. Había familias enteras en la calle. A pie, en bicicleta y en ciclomotores, todos avanzaban hacia el mismo destino al que se dirigían Noah y Celine: la plaza de San Pedro.

—No vayas tan rápido —jadeó Celine, a pesar de que ni siquiera iban a velocidad de paso. La temperatura era sorprendentemente templada, se había atado el jersey a las caderas, y a pesar de todo estaba sudando. Tenía la cara roja, se detenía una y otra vez a recuperar el aliento. Aunque no se veía que estaba embarazada, ahora su estado se hacía patente.

En ese momento estaba apoyada en una farola con forma de obelisco y se apartaba el pelo húmedo por el sudor de la frente. No quedaban ni cien metros hasta la plaza. Noah veía cómo se llenaba con gente venida de todas partes, como en la procesión del Domingo de Ramos.

En el primer descanso había aprovechado la ocasión y le había preguntado a una mujer en silla de ruedas por el motivo de su excursión nocturna.

—Somos católicos —había sido la respuesta en un inglés rudimentario. Como la mayoría de las personas allí, llevaba una mascarilla sobre la boca y la nariz, así que su rostro parecía estar formado únicamente por dos grandes ojos negros—. Cuando tenemos miedo, buscamos consuelo con el Santo Padre. En la radio han dicho que esta noche oficiará una misa. —Entonces la mujer le había deseado la bendición de Dios y había seguido rodando en su silla.

—¿Estás bien ya? —preguntó Noah y le tendió la mano a Celine.

Faltaba poco para la una de la madrugada, ya llevaban tres cuartos de hora en camino. Incluso aunque Zaphire hubiera pillado el atasco con la limusina, debía de haber llegado al Vaticano hacía tiempo.

«Llegamos demasiado tarde».

Noah habría recorrido solo el camino desde la Neo Clinica en la mitad de tiempo, pero necesitaba a Celine a su lado. Sin ella el plan estaría condenado al fracaso desde el principio.

—Me esforzaré —dijo, y mantuvo su promesa hasta que llegaron a la Porta Sant’Anna.

Noah se había atenido a la descripción de la ruta de Altmann. La entrada oficial para los empleados del Vaticano, vigilada las veinticuatro horas por la Guardia Suiza, estaba situada en el muro oriental del Vaticano, a la derecha de las columnatas. Dos pilares dobles coronados por estatuas de águilas flanqueaban el acceso ante el que en ese momento esperaban muchas menos personas que en la plaza San Pedro, por cuyos extremos apenas se podía pasar ya.

Se detuvieron a cinco metros de la puerta, donde el adoquinado de la calle se convertía en un gastado paso de cebra.

—¿Preparada? —preguntó Noah.

—Mmm.

—¿Tienes el móvil?

—Sí.

Miró a su alrededor para comprobar si los observaban, pero nadie parecía prestarles atención. Por eso le estrechó brevemente la mano. Y entonces se pusieron en marcha.

Como había acordado, inmovilizó a Celine desde atrás con el brazo izquierdo. Dobló el otro brazo y formó con los dedos una pistola, que pegó a la nuca de Celine bajo su largo pelo.

—Adelante.

Celine empezó a chillar como una posesa.

Al mismo tiempo dobló la espalda y se dejó empujar hacia la entrada aparentemente contra su voluntad.

—No, no. ¡Socorro! —gritó con todas sus fuerzas. No lloraba, no era tan buena actriz, pero de todas formas sonaba auténtica.

Las personas que tenían delante se dispersaron, se apartaron de la mujer y de su supuesto secuestrador, y abrieron paso a Noah hacia la Porta Sant’Anna.

No pasaron ni cinco segundos hasta que la Guardia Suiza se presentó.

«Paso 1: Lograr su atención».

Dos hombres grandes y fuertes en uniforme azul de servicio salieron por una puerta lateral y apuntaron a Noah con sus armas desde dos direcciones.

—¡Deje caer el arma! —exclamó el guardia que se había situado a la derecha de Noah—. Déjela caer inmediatamente. —Repitió su orden en italiano y en inglés alternativamente.

«Paso 2: Plantear exigencias».

—Zaphire —gritó Noah—. Tráiganmelo y nadie morirá.

La gente formó grupos a los bordes de la calle, Noah oyó gritos nerviosos y vio los flashes de al menos tres cámaras de fotos.

El guardia situado a su izquierda solicitó refuerzos por una radio, a lo lejos se oía ya el ruido de pesadas botas contra el suelo y gritos exaltados.

—¿Lista? —preguntó Noah. Celine asintió de forma inadvertida.

Esa era la señal.

«Paso 3: ¡Actuar!».

—Ahhhhhhh…

Apartó a Celine de sí mismo con un grito desde las entrañas. Ella se alejó dando traspiés, tropezó y cayó de rodillas ante el semáforo para peatones.

—¡Manos arriba! —gritaron al mismo tiempo dos guardias, pero Noah no reaccionó. Hizo como si escondiera su arma detrás de la espalda, y salió corriendo hacia los guardias.

La bala lo empujó hacia atrás.

«Otra vez no», pensó mientras caía. Justo después sintió el dolor un poco por encima del punto en el que ya le habían disparado cuatro semanas atrás. No había contado con esto.

Con un disparo al aire. Golpes. Un desmayo quizá.

Pero no con que le dispararan directamente sin titubear.

Oyó un chasquido, a continuación un torbellino de fuego barrió su cabeza, que se había golpeado contra los toscos adoquines. Luces parpadearon ante sus ojos, clavos ardientes atravesaron sus retinas, y el dolor empeoró cuando los abrió.

No comprendía nada de lo que salía de la boca del guardia que le había puesto boca abajo, le había cacheado y había sujetado sus brazos retorcidos detrás de su espalda. Posiblemente estuviera sorprendido por no haber encontrado el arma y le estuviera preguntando por su nombre.

«John. Noah. Usted elige».

Oyó pasos fuertes, una mujer lloraba. Sirenas de vehículos de emergencia. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento, pero no podía permitir que eso sucediera.

—El Papa está en peligro —graznó.

—¿Qué?

Notó que el guardia se inclinaba hacia él sin disminuir la presión del arma sobre su nuca.

—Jonathan Zaphire.

—¿Quién es?

—Mi padre.

Y entonces Noah ya no pudo impedirlo. Tendría que haberle hablado al soldado del Papa sobre el vídeo que lo demostraba todo. Sobre la enfermedad contagiosa que Zaphire había extendido por el mundo y que ahora él mismo emanaba.

Sin embargo, la energía que habría necesitado para hacerlo se escurría de su cuerpo junto con la sangre a través de la herida de bala.

—No puede… —fue todo lo que logró decir, y entonces Noah perdió el conocimiento.