Unos veinte minutos después
«Dos favores».
Eso era todo lo que le había pedido Altmann a Noah antes de que este se marchara con Celine a la plaza de San Pedro. A pie. Para detener a Zaphire, lo que era prácticamente imposible, incluso aunque Noah se atuviera de forma consecuente al plan que habían elaborado en el breve plazo de tiempo que Celine había necesitado para tranquilizarse.
«Dos últimos favores».
El primero lo sostenía en ese momento en la mano: el teléfono fijo del pasillo de la clínica. Era gris y era barato al tacto pero cumplía con su función, al contrario que el aparato desconectado del despacho.
Altmann estaba tendido en la camilla con la que le había empujado a través del pasillo hasta justo debajo del teléfono de pared, y escuchaba el tono. En realidad no contaba con establecer la conexión. Después del 11 de Septiembre, las líneas en Estados Unidos se habían saturado por completo, sobre todo las de los móviles. Ese día la catástrofe no era menor, y con los años el tráfico de las redes no se había reducido. Pero sonaba.
Mientras Altmann esperaba a que descolgaran al otro lado de la línea, se preguntó si Noah hacía lo correcto al confiar en Celine. Al ponerle al corriente de todo. Al convertirla incluso en parte del plan.
Él tenía sus reservas.
Claro que solo había una Neo Clinica en Trastevere. Celine conocía su destino y solo había tenido que preguntar por el camino. Pero ¿cómo había llegado allí abajo, al tercer piso subterráneo, que oficialmente no existía? ¿Y además con un arma?
En un primer momento la embarazada no había hecho más que llorar, y no había sido capaz de dar ninguna explicación, hasta que Noah había logrado tomarla del brazo y tranquilizarla.
«Cinco. Seis».
Altmann contaba los tonos.
—Casi la palmo, gilipollas —le había gritado solo por haberse atrevido a preguntar dónde se había metido todo ese tiempo, para después aparecer en escena precisamente entonces.
—Si alguien no me hubiera cogido del cuello y arrastrado a un pasillo, mi bebé y yo habríamos muerto pisoteados en la calle.
«Diez. Once».
Se había protegido la tripa con los brazos por instinto y les había explicado lo que había sucedido después de que hubiera llegado a la clínica:
—Al principio no me he atrevido a entrar. El edificio estaba completamente a oscuras, pero había dos limusinas aparcadas justo delante de la entrada. Con el motor encendido y chóferes esperando.
—¿Dos coches? —había insistido Noah.
—Me he escondido al otro lado de la calle detrás de un coche y he esperado a ver qué pasaba, y ha sido posiblemente la mejor decisión que he tomado en los últimos días, ya que de pronto he creído que me daba algo. ¿De verdad era Zaphire el que salía de la clínica?
Noah no se había ensañado con Celine y en lugar de eso solo había hecho las preguntas necesarias para averiguar si podían salir del edificio sin peligro.
—También he visto salir a una negra —había dicho Celine.
«Quince. Dieciséis. Maldita sea. La llamada se va a perder en el vacío. Ni siquiera salta el contestador».
—¿Cómo era la negra?
—Joven, muy en forma, guapa. Antes de subirse a la segunda limusina, se ha quitado ese traje protector blanco.
«Cezet».
Al parecer la asistente de Zaphire había tirado una bolsa de plástico a un contenedor junto a la clínica antes de marcharse en la segunda limusina.
«En dirección opuesta».
Celine la había sacado de allí y había encontrado dentro la ropa de Noah. Además de las armas que les habían quitado, un móvil y la llave del ascensor. Se lo había llevado todo excepto la ropa y la segunda arma.
Entonces había entrado en la clínica y había visto a Oscar, lo que explicaba su posterior crisis nerviosa. Al parecer se había ahorrado ver al hermano gemelo muerto, ya que había intentado bajar al tercer sótano directamente.
—Solo hay dos pisos subterráneos, pero en el letrero del manojo de llaves ponía «Lift, –3». Además para los otros pisos no hacía falta llave. Lo que más tiempo me ha llevado ha sido averiguar la combinación de botones con la que llevar el ascensor hasta abajo del todo. Y a decir verdad sigo sin saber cuáles he pulsado para que el cacharro bajara al tercer piso subterráneo. ¿Ha acabado ya el interrogatorio?
Altmann únicamente hizo un gesto cansado con la mano.
Al fin y al cabo a él le daba igual si Celine decía la verdad o jugaba a dos bandas.
Lo único que le importaba ya era la llamada de teléfono. «Dieciocho. Diecinueve. Vein…».
Se oyó un chasquido. Un crujido en la línea.
—¿Quién es? ¿A qué viene tanta prisa? —preguntó una voz mosqueada de adolescente.
—Le… mmm, Lea…
A Altmann le fallaba la voz, y eso lo enfurecía.
—¿Hola? ¿Quién demonios…?
—Le-a-na —logró decir finalmente Altmann concentrándose en cada sílaba del nombre.
Su hija tardó un rato en entenderlo.
—Papá, ¿eres tú?
—Sí.
—¿Por qué llamas desde un número tan raro?
—Estoy en Roma.
—Guay. ¿Me traerás algo?
Altmann cerró los ojos.
—Todavía no lo sé.
Una lágrima se abrió paso.
—¿Estás bien? La verdad es que suenas fatal, papá.
Altmann contrajo la boca en una sonrisa torturada.
—Solo estoy algo resfriado.
—Pero no será la gripe de Manila, ¿no?
La pregunta pretendía ser una broma, pero la larga pausa que hizo Altmann confundió a su hija.
—¿Papá?
—No. Estoy perfectamente, pequeña. Pero tienes que prometerme una cosa.
Su brazo comenzó a temblar con tanta fuerza, que a Altmann se le cayó el auricular de la mano empapada de sudor. Lo levantó inquieto de nuevo tirando del cable elástico y se lo colocó rápidamente sobre la oreja con ambas manos.
—Eh, papá, ¿sigues ahí?
—Sí, perdona. Se ha cortado.
—¿De verdad va todo bien?
—Claro, no te preocupes. Ahora mismo estoy en una cabina de teléfono —dijo mirando fijamente al techo. Justo encima de su cabeza había una mancha de humedad con forma de cúpula—. Desde aquí veo la catedral de San Pedro.
—Genial, me alegro por ti. —Leana no sonaba muy interesada—. Oye, ¿has recibido mi mensaje? —preguntó.
«¿Es demasiado tarde, papá? Feliz cumpleaños.
P.S.: Necesito consejo».
—Sí. ¿Necesitas dinero?
Ella se echó a reír.
—Por una vez, no. —Entonces hizo una pausa.
—¿Malas notas?
—Que nooo. —Estiró la palabra irritada.
—Entonces es por un chico.
—¿Cómo lo sabes?
Altmann esbozó una sonrisa. No hacía falta ser vidente para adivinar cuáles eran los problemas de una quinceañera. En realidad tres intentos eran un resultado pobre.
—Tengo miedo de contárselo a mamá —escuchó Altmann decir a su hija. Leana sonaba tímida y obstinada a partes iguales.
—¿Que estás con un chico?
—Que me he acostado con él.
«Cielo santo». Altmann cerró los ojos. Por un brevísimo instante, los síntomas de su enfermedad habían pasado a un segundo plano.
«Lo que faltaba».
—Eres… quiero decir… Solo tienes… —Un espasmo recorrió gran parte de su cuerpo y el dolor, que se había recrudecido repentinamente, hizo que se retorciera sobre la camilla.
—¿Papá?
Esperó a que el dolor remitiera un poco.
—Ya no importa —dijo finalmente sin aliento—. Gracias por contármelo a mí.
—Es que estás muy lejos —la escuchó bromear.
«Eso también es verdad».
—¿Y quieres ocultárselo a mamá?
—Sí, creo que sí. Ya sabes cómo suele ponerse con este tema.
«Yo también me pondría así si no me sintiera tan enfermo».
Se preguntó qué podía decirle ahora. ¿Qué derecho tenía a darle consejos a su hija, precisamente respecto a la honradez?
Recordó una de las primeras citas con su mujer, cuando ella le había preguntado durante una comida a qué se dedicaba, y él se había planteado por un instante si debía cometer una locura y contarle la verdad a aquella persona, de la que creía estar enamorándose.
—Todas las mentiras se convierten en verdades con las que tendremos que vivir en algún momento —murmuró Altmann, y él mismo se sorprendió de haber pronunciado en voz alta la idea que se le había pasado por la cabeza.
—¿Qué has dicho? —preguntó Leana.
—Nada, solo digo que deberías confesárselo a mamá, cariño. En algún momento lo sabrá todo, y el tiempo que has ganado con una mentira rápida no compensará los problemas que tendrás entonces.
Altmann notó que le volvía a salir algo de sangre por la nariz, pero no hizo nada para detener la hemorragia.
—Puedes decirle a mamá que me pediste permiso a mí antes de hacerlo —dijo.
—¿En serio? ¿Harías eso por mí?
Tragó saliva.
—Sí. Pero yo también quiero pedirte un favor a ti.
—¿De qué se trata? —preguntó Leana.
—Del ZetFlu.
—Ostras, sí. ¿Puedes conseguirlo tú? El presidente dice que no lo necesitamos, pero mamá cree que solo lo dice porque de todos modos está agotado en todas partes. Está removiendo cielo y tierra para conseguirlo.
—No, no podéis… —A Altmann le costaba tanto respirar como a un corredor de maratones poco antes de la meta—. Por favor. No toméis ZetFlu bajo ningún concepto.
—¿Por qué?
—Ni una sola pastilla. Confía en mí. Es peligroso. Simplemente dile a tu madre que papá ha llamado del trabajo.
—¿Qué sabrás tú de medicamentos, si eres un friki de los ordenadores?
—Por favor, díselo.
La madre de Leana no estaba al corriente de todo el currículum de Altmann, pero desde luego era perfectamente consciente de que no viajaba por el mundo como comercial de software de contabilidad, y sabía que a menudo recibía información de la que los mortales rara vez disponían. Entendería el mensaje.
—Por favor, ¡prométeme que se lo dirás a mamá!
—Sí, claro. Si tú lo dices…
Altmann se inclinó hacia un lado para que la sangre no le fluyera de nuevo hacia la cabeza. Entonces tosió.
—¿Papá?
Quiso responder, pero no pudo. Altmann tenía la sensación de que todo su cuerpo se licuaba desde el interior en un baño de ácido abrasador.
—¿Papá?
Ya no era capaz de responder a Leana. Ni siquiera podía toser.
—Papá, ¿qué te pasa? —preguntó. Cada vez más insegura. Cada vez más nerviosa.
—Yo… —Escupió sangre—. Yo…
En ese momento sucedió algo que le dolió mucho más que la enfermedad que estaba acabando con él de forma tan miserable.
Oyó que la voz de su hija comenzaba a temblar.
—Papá, ¿algo va mal? —dijo. Casi podía ver la primera lágrima solitaria. El rastro de maquillaje extendiéndose bajo su ojo, atravesando su mejilla hasta su labio superior, obstinadamente abultado.
—No es nada —dijo con la voz ahogada, y otro coágulo de sangre manchó el auricular—. Lo siento.
—Volverás, ¿verdad? Todo va bien, ¿no? ¿Papá? —preguntó llorando.
Altmann se retorció.
—Te quiero —fue lo último que pudo decirle a Leana, después ya no lo soportó más.
Las preguntas. Las lágrimas. Los sollozos de su hija.
Solo había querido despedirse. Sin que Leana sospechara nada. Y como siempre que había algo importante en su vida privada, no había conseguido hacer nada a derechas.
Altmann colgó y soltó el auricular.
Entonces buscó junto a su cadera el segundo favor, que Noah había colocado allí para él.
«Vaya marrón», pensó por última vez. Entonces se metió en la boca la pistola con la que Celine acababa de liberarlos y acabó con el dolor.