Roma, Italia
Noah había dedicado un cuarto de hora a inspeccionar su prisión. Además de la comida anunciada, en los armarios y estanterías había encontrado un surtido de ropa y zapatillas deportivas. Noah escogió un pantalón de chándal sintético, una sudadera gris y unas zapatillas que le quedaban algo pequeñas.
El despacho del jefe de servicio estaba conectado a un aseo pequeño y sencillo con ducha, cuya bañera estaba llena de cajas de cartón. Dentro de ellas había una gran cantidad de productos de higiene y medicamentos. Había toallas, papel higiénico, platos precocinados, incluso linternas con pilas, pero ningún objeto punzante, ningún cubierto, ningún hervidor, ningún microondas. Nada que pudiera transformarse en un arma con un poco de ingenio. Ni una cuchilla ni un mechero, ni siquiera unas tijeras para las uñas.
En cambio Noah descubrió un paquete de parches de morfina. Llevó a Altmann al sofá, le abrió la camisa y le pegó un parche contra el dolor en el pecho.
—Mejor tápame la nariz con eso —bromeó el agente, que había vuelto en sí.
La expresión «un muerto en vida» era un eufemismo para el aspecto que tenía. Sobre el cuello del albornoz se había formado una costra de sangre y saliva, apestaba a orina, y Noah identificó las hemorragias en las membranas de los ojos como señales externas de que se estaba desangrando por dentro.
Noah rebuscó en los bolsillos de Altmann, y efectivamente Cezet le había quitado las armas, pero había dejado el «juguete» en forma de bolígrafo. Cogió el HPX5 y lo metió en el bolsillo interior de su sudadera, a pesar de que no sabía de qué le serviría ahora un termómetro, un medidor de radiactividad o una cámara de vídeo.
—Vaya marrón —gimió Altmann—. Por lo que parece eres tú el que has sacado la pajita más larga. Enhorabuena.
Noah no dijo nada. Sin embargo, su calma externa no se correspondía con lo que sentía en su interior. La verdad que había averiguado, las dimensiones del horror al que se enfrentaba en teoría habrían debido paralizarlo. En cambio se sentía como un tigre enjaulado. Cansado, pero con muchas ganas de acción.
—Tengo que salir de aquí —dijo.
—¿Por qué? Estás vacunado. Aquí estás seguro y puedes esperar tranquilamente a que el mundo se vaya a la mierda.
Altmann apretó los dientes de dolor.
—Solo tienes que pensar qué harás con mi cadáver. El olor a descomposición no es precisamente el mejor ambientador para espacios cerrados.
—No permitiré que eso pase —dijo Noah y se sentó junto a Altmann en el borde del sofá.
—¿Y cómo lo harás?
—Todavía puedo detenerlo. Sé dónde está el vídeo.
Altmann logró incorporarse con mucho esfuerzo apoyándose sobre los codos, y abrió la boca. Sus encías estaban completamente negras. Noah notó su aliento, que olía a podrido.
—¿Dónde? —preguntó, entonces se oyó el primer tiro. En total se dispararon cuatro, pero solo el último dio en el blanco.
El primero se quedó encajado en la hoja de la puerta detrás del acolchado. El segundo y el tercero solamente dañaron el cerrojo. El cuarto proyectil por fin lo dejó inutilizable.
Noah se echó al suelo instintivamente. Altmann también se tiró del sofá rodando.
Noah se preguntó si llegarían juntos al baño, cuando la puerta se abrió de golpe y el tirador se asomó al umbral.
—¡Celine!
Noah la había reconocido enseguida, pero no se incorporó hasta que ella no bajó el arma. Se acercó a ella sorprendido y desconcertado a partes iguales.
«¿Estás viva?».
Tuvo que admitir que no había pensado más en ella. Habían pasado tantas cosas que ni siquiera había tenido tiempo de lamentar su muerte. Ni la de ella, que estaba convencido de que se había producido en el caos de las calles, ni la de Oscar, al que habían dejado en los duros asientos del vestíbulo de la clínica.
De hecho Celine tenía algunos rasguños profundos en la cara, y su labio inferior estaba muy hinchado, posiblemente debido a una caída o a un puñetazo que había recibido entre la multitud. Pero por lo demás parecía ilesa.
—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Altmann, que se había quedado sin fuerzas para subirse de nuevo al sofá. Tenía la voz quebrada, y era evidente que cada vez le resultaba más difícil expresarse con claridad, pero era imposible pasar por alto el recelo que resonaba en su pregunta.
«¿Cómo has llegado al sótano secreto? ¿De dónde has sacado el arma?».
—Yo, yo… —Celine empezó varias veces, pero no logró terminar la frase.
Su mirada vagaba insegura y distraída por la habitación. No parecía percibir nada de lo que veía. Daba la impresión de estar drogada.
«Shock», concluyó Noah su análisis, justo antes de que Celine dejara caer el arma de la mano y rompiera a llorar.