19

Manila, Filipinas

«Es más fácil vaciar el mar que encontrar un amigo sincero y verdadero», había aprendido Alicia de su abuela, y ahora pondría a prueba el viejo refrán filipino por enésima vez en su vida.

El hombre descalzo, de unos cuarenta años de edad, que los miraba desde la superficie de carga del camión, era relativamente pequeño para ser europeo. Llevaba pantalones caqui cortos y un polo rosa, a través de cuyos botones abiertos asomaba un matojo de pelo rojizo. Su piel clara aún no se había acostumbrado al sol de Manila. Su frente alta y el principio de su cuello se estaban pelando, al igual que los dorsos pecosos de sus manos.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó a Marlon y bostezó.

Al parecer Heinz había estado durmiendo, y no estaba precisamente contento de que le acabaran de despertar con fuertes golpes en los cristales de la puerta del conductor.

—Era mi primer descanso en dieciocho horas.

A Alicia le costaba mucho entender el inglés del médico debido a su fuerte acento alemán. Pero su mirada nerviosa era inequívoca. Heinz tenía miedo de que alguien les viera juntos.

Llegar hasta él había sido más fácil de lo que pensaban.

—El ser humano es un animal gregario —había dicho Marlon, y había caminado más a la derecha hacia un acceso al terreno vecino desde el que habían podido acercarse desde atrás sin problemas al campamento de Worldsaver y al tráiler aparcado en el garaje abierto. Nadie les había prestado atención. Nadie estaba interesado en un camión con los neumáticos pinchados y levantado sobre tacos, cuyo motor traqueteaba con fuerza para suministrar corriente al sistema electrónico. Lo único que querían las mujeres, los niños, los ancianos y los desesperados de la carretera era entrar a la tienda de campaña con los médicos.

—¿Qué demonios se os ha perdido aquí? —preguntó Heinz.

—Necesita ayuda.

Marlon señaló el bulto que Alicia apretaba contra su pecho. Un dolor sordo le latía en el pie, el hambre había reducido su estómago a un nudo de gruñidos y, como había bebido muy poco, su cabeza amenazaba con estallar. Sin embargo, lo peor de todo era el tormento de ver a su propio hijo en aquel estado lamentable.

—Ayude a mi bebé —suplicó, y apartó varias moscas que volaban alrededor del rostro consumido de Noel.

Heinz se aseguró una vez más de que nadie los hubiera seguido, entonces suspiró y asintió.

Marlon fue el primero en subir al interior, después ayudó a Alicia a entrar. Cuando Jay se dispuso a seguirlos, el médico negó con la cabeza.

—Él hará guardia —le dijo a Marlon, como si este estuviera al mando del hijo de Alicia. Al mismo tiempo torció el gesto y se tapó la nariz a causa de la peste a cloaca de la fosa que aún impregnaba sus cuerpos.

Alicia no protestó. Intuía lo que el hombre le pediría, y prefería que Jay se ahorrara verlo. Lo mejor habría sido que Marlon también estuviera fuera cuando le tocara hacer lo que fuera necesario para salvar la vida de Noel.

—Pues para dentro se ha dicho —dijo Heinz y se adelantó.

La zona de carga estaba climatizada y, gracias al motor diésel, también había algo de luz. Al parecer el camión se utilizaba como almacén para medicamentos, comida y otros materiales. Detrás, justo delante de la cabina del conductor, el médico había preparado un lugar para dormir. Entre unos sacos de azúcar había un colchón sobre palés de madera vacíos.

—Habéis tenido suerte de que esté aquí. Mi descanso se acaba en diez minutos. Hoy no paramos —explicó Heinz y sonrió con amabilidad. Les tendió la mano. Alicia miró a Marlon interrogante.

—Dale el bebé —dijo este.

Alicia le entregó el hatillo al hombre con reticencias. Heinz se arrodilló y liberó a Noel con cuidado del envoltorio de plástico sobre el colchón. La tripa del bebé tenía el tamaño de un balón de balonmano, las delgadas costillas amenazaban con desgarrarle la piel del pecho desde dentro. Sobre su trasero se había formado una costra de excrementos porque Alicia no había encontrado agua limpia para bañarlo.

—Puedo ayudarte —dijo Heinz—. Pero…

Alicia vio su mirada reclamante y se le formó un nudo en la garganta.

—No mientras estés aquí —le pidió a Marlon.

Heinz alzó la mirada sorprendido.

—No, no, no. —Levantó ambas manos en señal defensiva—. ¿Por quién me tomas? —Miró a Marlon—. ¿No le has explicado cómo funciona esto?

Tomó la mano de Alicia. Ella le dejó hacer como anestesiada.

«¿Cómo funciona qué?».

—Puedo ayudar a tu bebé. Aquí tenemos de todo, como puedes ver. El pequeño… ¿cómo se llama?

—Noel —acertó a decir.

—Bien. Le daremos suero a Noel enseguida. Está deshidratado y malnutrido. Le faltan vitaminas y ácido fólico. Además sus ojos han cambiado de color, probablemente debido a la ictericia. Su estado es crítico, pero todavía no es demasiado tarde. Si no te unes a la horda que hay delante del campamento, claro. Las camas se han ocupado tan rápido como las de un burdel gratuito. —Se rio—. Todos los que esperan ahí fuera tendrán que volver a casa hoy.

«Ninguno de ellos tiene casa», pensó Alicia.

Heinz sonrió. Tomó cuidadosamente la manita del bebé y la acarició. Alicia no veía nada malo en aquel gesto cariñoso, y por un breve instante eso alimentó sus esperanzas.

—¿Pero? —preguntó Alicia por el precio que tendría que pagar. Si no se trataba de sexo, no se le ocurría nada malo que le pudiera pedir.

Claro que no contaba con esa espantosa respuesta.

—¡Pero nunca más verás a tu bebé!

Las palabras le atravesaron el corazón.

—¿Qué? —Miró a Marlon interrogante. Esperó haberse equivocado.

Heinz seguía sonriendo.

—No te preocupes. Tendrá unos buenos padres en Alemania.

—¿Tengo que darle a Noel?

«¿Tú lo sabías?», preguntaba la mirada muda con la que taladraba a Marlon. El muchacho se encogió de hombros consciente de su culpabilidad.

—Cabrón —profirió—. ¿Cuántas veces lo has hecho ya? —Le dio una sonora bofetada—. ¿A cuántas mujeres has traído aquí?

«A la morada del diablo».

—Eh, tranquilidad —dijo Heinz, pero no impidió que Alicia cogiera de nuevo a su hijo—. Piénsalo bien. ¿Qué vida puedes ofrecerle a Noel? No tienes marido ni trabajo. No tienes dinero. Tu hijo pequeño tiene que buscar comida entre la basura.

La miró fijamente con esos ojos azul claro que irradiaban una amabilidad tan poco apropiada.

—Incluso aunque hoy curemos a Noel, no tiene ninguna posibilidad. Morirá. Si no es hoy, será mañana, o la semana que viene, o el año que viene. Hambre, enfermedad, drogas, un ciclón que destroce vuestra cabaña, un policía que lo mate a tiros simplemente porque le apetece. Tú eliges.

Extendió los brazos.

—Dame a tu bebé y también cuidaré de ti. Puedo conseguirte trabajo como costurera en una fábrica. Allí vivirás en una casa de verdad, en los terrenos de la empresa. Recibirás un dólar al día.

—Jamás —dijo ella y escupió al suelo delante de Heinz. Todo el cuerpo le temblaba de rabia y decepción. Transmitió su espanto al bebé. Noel comenzó a lloriquear.

—No cambiaré a mi bebé por un trabajo.

—Allí donde yo vivo hay muchas buenas familias dispuestas a dárselo todo a un niño adoptado —dijo Heinz.

Marlon también intervino.

—Crecerá en una casa. Con agua corriente. ¡Irá al colegio!

—¡No me toques! —chilló cuando este quiso ponerle la mano en el hombro. Apretó a Noel con más fuerza contra su cuerpo.

Sin perder a ambos de vista, se dirigió hacia la salida de espaldas y a tientas entre los montones de paquetes. Justo antes de llegar a la puerta se volvió y la abrió de golpe.

—Marchaos —oyó que Heinz gritaba a sus espaldas—, pero ya podéis dar a Noel por perdido.

Estaba en el umbral de la salida. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

«Jamás», pensó únicamente. «Jamás te abandonaré, mi amor».

—Le quedan seis horas, probablemente menos.

«No. Ni hablar».

—Puedo darle una vida mejor —le taladraba la espalda la voz del diablo—. ¿Quieres que muera en tus brazos? ¿O que sobreviva?

Alicia cubrió su pequeña cabecita de besos mientras lloraba. Sus ojos, negros como el azabache, se levantaron hacia ella.

—Te quedarás conmigo, corazón —le susurró.

Los ojos de su padre asesinado.

Alicia intentó bajar de la zona de carga.

Pero las piernas ya no le respondían.