16

Noah miró a Altmann en el suelo y por un momento creyó oír el sonido de un cristal estallando. Se sentía transportado a la suite del Adlon, en la que un disparo en la cabeza derribó a un hombre delante de la chimenea ante sus ojos, poco antes de que una segunda bala impactara en su propio cuerpo.

Se llevó la mano al hombro y creyó sentir el dolor de nuevo.

—¿Así que es verdad? ¿La conspiración existe?

«¿La gripe de Manila? ¿La pandemia?».

Zaphire dibujó con la boca una mueca de compasión, como si hubiera querido decir:

—Lo siento, pero no tenía alternativa.

—Eres uno de ellos —se lamentó Noah consternado—. Uno del Club Bilderberg.

—¿Bilderberg?

Zaphire hizo un gesto de rechazo con la mano y por un momento pareció incluso divertido.

—Por favor, John. Esos idiotas no son más que unos charlatanes cabezas huecas. Mi testículo izquierdo tiene más capacidad de actuación que todos esos cobardes juntos. Lo único que les da algo de trascendencia son las ridículas teorías conspirativas que existen en torno a ellos.

La puerta del despacho se abrió detrás de Noah.

—Lo sé, Cezet —le dijo Zaphire a la mujer del traje protector, que mantenía a Noah en jaque con su arma y al mismo tiempo señalaba con dos dedos un reloj imaginario en su muñeca.

»Dame diez minutos más.

La mujer suspiró, pero cerró la puerta tras ella. Noah, Zaphire y Altmann estaban solos de nuevo.

—Al principio apoyaba a Bilderberg —prosiguió sus explicaciones el hombre que aseguraba ser su padre—. Pero enseguida me di cuenta de que esos blandengues no acompañarían sus palabras con hechos, a pesar de que el Club de Roma nos presenta desde los años setenta la certeza inevitable de que a menos que consigamos controlar el problema de la superpoblación, la humanidad se extinguirá.

Zaphire se inclinó hacia un lado en la butaca para alcanzar el bolsillo de su pantalón, del que extrajo un pañuelo con el que se secó las diminutas perlas de sudor de la frente. Noah ya no tenía frío, por lo que la temperatura de la habitación debía de ser excesiva y desagradable para una persona completamente vestida.

—Todos tenían claro que nuestro planeta se dirigía hacia el desastre. Todos hablaban, pero nadie actuaba. Nadie excepto un grupo minúsculo.

—¿Room 17? —preguntó Altmann con un hilo de voz.

—Así nos llamábamos. Al principio no éramos ni veinte hombres, pero el día en que creamos el grupo disponíamos ya de varios millones en total. En la actualidad controlamos más del sesenta por ciento de los medios de comunicación occidentales, dirigimos cuatro de las diez mayores empresas farmacéuticas y tenemos contacto personal con casi todas las personas con poder de decisión del mundo. Utilizamos estos recursos para recuperar el equilibrio del planeta.

—¿Extendiendo un patógeno del herpes y la peste por todo el mundo mediante las emisiones de gas de los aviones?

—Sí.

—¿Estás admitiendo que eres un asesino en masa? —Noah señaló a Altmann, que tiritaba con fuerza a pesar de la calefacción encendida y el albornoz—. ¿Por tu culpa millones de personas sufren una muerte tan dolorosa como la suya ahora mismo?

El gesto de Zaphire se ensombreció. Los nudillos de la mano que rodeaba el puño de la muleta se volvieron blancos.

—¿Tú pretendes hablarme a mí sobre morir dolorosamente?

Giró el antebrazo de manera que Noah viera la esfera de su reloj de pulsera.

—Llevamos más de diez minutos hablando, John. En este tiempo ciento veinte niños han muerto de hambre en el mundo. Ciento veinte almas inocentes que hasta su muerte liberadora han tenido que sufrir semejante tormento, que comparado con él los dolores del señor Altmann no son más que unas suaves agujetas. Y eso sucede porque preferimos tirar el exceso de alimentos que producimos, o quemarlos como biocombustible, antes que dárselos a un niño que poco antes de morir está tan desesperado que se arranca sus propios pelos de la cabeza para comérselos.

—¿Y eso justifica un genocidio?

—Esta discusión ya la tuvimos una vez, y aún no he logrado convencerte, John. Al contrario que a David.

—¿David?

—Él era el director del departamento de investigación del proyecto Noah.

—Tonterías.

—Él y yo tardamos un tiempo en reencontrarnos. Hasta su vigésimo segundo año de vida, para David yo solo era un desconocido que financiaba su educación. El tío de la foto, un rico benefactor que dona dinero al colegio para calmar su conciencia. No desvelé el secreto de nuestros lazos familiares hasta después de contratarlo. En la entrevista aún no tenía ni idea de quién le contrataría. Para él yo era uno de los hombres más ricos del mundo con una empresa que ya trabajaba a escala global, que pondría a su disposición fondos ilimitados para sus investigaciones. No su padre.

—Un asesino en masa —añadió Noah.

—Tú no lo entiendes, John. No eres científico. En cambio David no podía ignorar las cifras y los datos. Cada 3.6 segundos una persona muere de hambre. Ocho millones al año. Y a pesar de que tantos la palmen, cada vez somos más. El planeta está a punto de reventar. Actualmente ya son más de siete mil millones, y cada segundo se añaden tres personas más para las que no hay suficiente agua, energía o alimento. Todos vivimos por encima de nuestras posibilidades. Nuestros sistemas económicos dependen del crecimiento, y por lo tanto de la destrucción de nuestros recursos. Nuestras democracias fomentan las soluciones intermedias, pero las soluciones intermedias no reducen el calentamiento global, no redistribuyen la riqueza. Las decisiones revolucionarias que han mejorado nuestra vida siempre las han tomado luchadores radicales y solitarios. No es el parlamento sino la revolución la que hace avanzar a la humanidad. A David no le resultó fácil, pero al igual que yo, al igual que cualquier científico serio, se convenció de que no podemos cruzarnos de brazos y simplemente esperar. Así que se unió a Room 17.

Zaphire miró a Noah directamente a los ojos.

—Al igual que tú, John.

—¿Yo?

«No».

—Trabajas en la dirección ejecutiva. Protegiendo nuestra asociación.

—Jamás. —Noah cerró los puños furioso.

—Tu enfermedad te convierte en el soldado perfecto —explicó Zaphire—. No puedes desvelar secretos, no puedes denunciar a nadie, no puedes confesar nada. Y aunque te sometieran a tortura, nunca recordarías el encargo que debías llevar a cabo por mí en Berlín.