15

Roma, Italia

Permanecieron un rato en silencio el uno frente al otro. Se observaron mutuamente. Noah con mirada incrédula y desconfiada. El anciano con una expresión de esperanza en sus ojos despiertos, buscando en el rostro de Noah indicios de que lo hubiera reconocido.

Zaphire fue el primero que no pudo soportar más el enfrentamiento mudo, se apartó y cojeó con las muletas hasta un armario. Sacó un albornoz y se lo tendió a Noah.

—Siéntate —dijo, señalando el sofá.

Noah no cogió la bata ni se sentó.

—Tienes frío. No seas tonto, muchacho. Nunca rechaces una ventaja, aunque sea un enemigo quien te la conceda —pronunció Zaphire una de aquellas máximas de las que Noah ya había tenido más que suficiente en las últimas horas. ¡Aunque solo hubiera sido en su cabeza!

»A pesar de que naturalmente yo no soy tu enemigo —añadió Zaphire, y dejó caer la bata al suelo.

«¿Sino mi padre?». Si eso era cierto, ¿quién era entonces el moribundo del bungalow del bosque?

Noah miró al anciano dejarse caer sobre la butaca apretando los dientes. Para hacerlo tuvo que soltar una de las muletas.

Sin duda los dolores que evidentemente sentía no eran consecuencias normales de su edad. Zaphire también debía de haber sufrido una lesión grave hacía poco.

«¿No habían dicho algo de un ataque?», pensó Noah. Miró fijamente al hombre mayor, que se apretaba el pecho con una mano a la altura del corazón.

—¿Dice que es usted mi padre? Demuéstrelo.

—Mmm. —Zaphire expulsó el aire con fuerza—. Siempre la misma orden. Cada vez que nos vemos.

«¿Cada vez?».

El anciano se llevó la mano al bolsillo interior de su americana y la sacó con una foto entre los dedos.

Se la tendió a Noah.

Era una foto de grupo, de unos veinte chicos y chicas, sin duda una foto de clase de uno de los primeros cursos.

En la fila trasera, allí donde el fotógrafo había situado a los más altos, un círculo rojo rodeaba dos caras completamente idénticas. La imagen era desconcertante, no solo porque Noah se reconoció a sí mismo («¡y a mi hermano!»), sino porque ninguno de los niños reía ni sonreía lo más mínimo. Unos pocos miraban a cámara, la mayoría parecían aburridos, de mal humor, ausentes, tristes; algunos incluso mostraban una agresividad latente.

—Teníais doce años —dijo Zaphire. Su ojo izquierdo se contraía, la imagen temblaba en su mano.

Era evidente que la foto mostraba una versión varios años más joven de sí mismo. Además por partida doble. Tuvo la vaga sensación de reconocerlo todo, como si leyera un libro que ya hubiera tenido entre las manos mucho tiempo atrás. Olió la cera para el linóleo de la habitación del internado, vio varios dibujos en la pared, entre ellos el cuadro de las manchas a cuyo autor buscaban en el periódico. En cualquier caso el recuerdo no era ni mucho menos tan intenso como antes, al ver el cadáver.

«Pero ¡no es más que una foto!».

—Normalmente llegados a este punto siempre te indignas diciendo que esto no es ninguna prueba —dijo el anciano, y sacudió una segunda imagen que había debido de sacar de su americana mientras Noah estaba distraído con la foto de grupo.

«¿Normalmente? ¿Llegados a este punto?».

De forma inconsciente Noah había empezado a repetir mentalmente fragmentos de las frases de Zaphire.

—Y entonces yo siempre te explico que el internado Heintzenberg era un colegio para alumnos con trastornos psíquicos graves, muy inteligentes y que al mismo tiempo presentaban comportamientos anómalos. Pensado para niños y jóvenes que tendrían demasiadas dificultades en las instituciones convencionales y a los que en las escuelas de educación especial no se les exigiría lo suficiente. Se financia exclusivamente con fondos privados. Por patrocinadores como estos de aquí.

Noah le quitó la segunda imagen de la mano.

Mostraba a los mismos niños en una formación similar, pero esta vez los rostros tristes estaban enmarcados por un grupo de adultos. En esta imagen también se había dibujado un garabato alrededor de una de las cabezas. Noah dejó caer la mano y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Así es, muchacho. Ese de la foto soy yo. Jonathan Zaphire.

Noah pestañeó. Le habría gustado cerrar los ojos un momento para concentrarse mejor en su pregunta: «¿Por qué puedo recordar algunas cosas, como por ejemplo las noticias de la televisión acerca del atentado contra Zaphire, pero no mi propio pasado? ¿Y por qué me hace venir mi padre precisamente aquí? ¿Qué tiene que ver la historia de mi familia con la situación demencial en la que está sumido el mundo en este momento?».

—Me está mintiendo —dijo Noah. Los ojos de Zaphire adquirieron un brillo triste y al mismo tiempo cansado, como si ya hubiera tenido que explicar cientos de veces lo que diría a continuación.

—Crees que verme a mí o al menos las fotos tendría que haber desencadenado una oleada de recuerdos, ¿verdad?

Noah asintió.

«Sí. Como sucedió con el olor del Adlon. O el cadáver de mi hermano gemelo…».

—Las lagunas de tu memoria… —Zaphire parecía buscar las palabras apropiadas—. Es complicado. Un trastorno mental. No tiene nada que ver con la herida de bala. —Señaló la cicatriz en el hombro de Noah—. Ni con una represión psicológica, un shock o nada parecido. Lo sufres desde tu infancia.

«¿Mi infancia?».

En ese momento fue consciente por primera vez de que el hecho de estar frente a su padre, además de otros miles de preguntas sin respuesta, planteaba una cuestión muy personal:

—¿Y mi madre?

Zaphire tragó saliva con fuerza. Sus labios formaron sílabas mudas, después recuperó la compostura y dijo con voz firme:

—Murió en el parto.

Zaphire levantó brevemente la mirada hacia Noah, que estaba de pie inmóvil junto a la butaca como si hubiera echado raíces, después observó sus manos cruzadas sobre el regazo.

—Ella era todo lo que tenía. El parto fue… inhumano. Tanta sangre… duró tanto tiempo, el cordón umbilical se había… —Zaphire se secó los ojos con el dorso de la mano—. Tuvieron que realizar una operación de urgencia. Sufrió un paro cardíaco. Los médicos no pudieron resucitarla.

—Por desgracia a usted sí, señor Zaphire —respondió una voz cascada pero familiar que hizo a Noah estremecerse.

«Altmann».

Estaba claro que no estaba muerto al fin y al cabo. Apoyándose en el calefactor, trató de incorporarse entre gemidos al menos lo suficiente para permanecer sentado con la espalda apoyada sobre el radiador.

Tras un instante de reacción, Noah salió de su ensimismamiento y se acercó al agente. Le tendió la mano, y al ver que Altmann sufría espasmos similares a escalofríos, recogió el albornoz del suelo para colocarlo con cuidado sobre el cuerpo del moribundo.

—Gracias, pero es un despilfarro —tosió Altmann.

Había debido de volver en sí hacía tiempo y al parecer había seguido la conversación, ya que preguntó a Zaphire:

—Una vez tuve un dosier sobre usted en las manos —tosió con sequedad— en el que se decía que sus hijos también murieron durante el parto.

Zaphire no pareció sorprenderse ni molestarse por el hecho de que Altmann interviniera en la conversación desde su puesto junto al radiador.

—Esa es la versión oficial —le contestó—. Había cambiado el amor de mi vida por dos bebés chillones. —Zaphire miró de nuevo a Noah—. Fuisteis los culpables de la muerte de mi mujer. Vuestra madre. Eso pensaba entonces.

Miró rápidamente el reloj, después siguió hablando:

—No quería veros, no quería teneros en brazos. No quería ser vuestro padre. Sin embargo, por aquel entonces ya era una figura pública, dirigía una pequeña empresa farmacéutica con proyección internacional. Estaba a punto de obtener subvenciones públicas a la investigación. A los ojos de mi inversor, de orientación cristiana, daros en adopción no habría sido otra cosa que repudiaros, lo que habría dañado mi reputación de manera irreparable.

—¿Así que simplemente hiciste que nos declararan muertos? —preguntó Noah. En realidad tendría que haber estado hirviendo de ira, pero Noah no sentía emoción alguna. Toda aquella situación era tan irreal, que tenía la sensación de que la conversación no tenía nada que ver con él.

Zaphire se encogió de hombros.

—Organizar algo así es un juego de niños cuando eres el socio principal del grupo de clínicas al que pertenece el hospital en el que nacisteis. Después os envié con unos padres de acogida a Alemania.

El anciano intentó levantarse de la butaca con la ayuda de sus muletas, lo que pareció causarle dolores infernales. Tras dos intentos fallidos, se concedió una pausa y dijo:

—Sé que fue un error. Pero lo enmendé. Tú y tu hermano recibisteis los mejores cuidados. Niñeras formadas, guarderías y colegios privados, educación en internados de cinco estrellas.

—¿Y por qué él no recuerda nada de eso? —resolló Altmann, y tosió un aluvión de sangre sobre la alfombra. Noah pensó en la mujer con el traje protector y se preguntó por primera vez por qué Zaphire no consideraba necesario tomar la misma medida de prevención.

—No sabemos cuál es la causa de tu amnesia. Tampoco sabemos por qué solo te afecta a ti y no a tu hermano —dijo Zaphire dirigiéndose a Noah—. Al principio todo iba bien. Os desarrollasteis normalmente. Pero entonces cumpliste siete años y tuviste los primeros lapsus.

—¿Qué tipo de lapsus? —preguntó Noah.

—De pronto no recordabas ciertos acontecimientos. Hacías la misma pregunta a tu profesora una y otra vez, a pesar de que ya la había respondido antes, y entonces un día olvidaste tu nombre.

Zaphire se llevó la mano al arrugado cuello con nerviosismo.

—Sufres un síndrome amnésico poco común. Hasta el momento apenas se ha investigado. Una reacción química en tu cerebro provoca que tu mecanismo de represión sea mucho más acusado que el de las personas sanas.

—¿Síndrome amnésico?

—Eso significa que tu memoria episódica a largo plazo se borra. Todo lo que experimentas, de dónde vienes, dónde vives, cómo te ganas la vida… todo desaparece con el tiempo. Y con los años es cada vez peor. A excepción de unas pocas experiencias muy decisivas emocionalmente, apenas recuerdas nada de tu vida personal.

—No le creo ni una sola palabra —replicó Noah.

—Como siempre —suspiró el anciano, sacó un móvil del bolsillo de su pantalón, lo abrió y sostuvo la pantalla de manera que Noah pudiera verla.

—¿Qué es eso?

—Un vídeo. —Zaphire había abierto un archivo que empezó en ese mismo segundo.

«Sufres un síndrome amnésico poco común», oyó Noah a Zaphire decir de nuevo, solo que esta vez la voz ligeramente metálica provenía del teléfono. «Hemos tenido esta conversación cientos de veces, pero ya no eres consciente de ello, John».

—¿John? —preguntó Noah y se vio a sí mismo. La cámara que les grababa a él y a Zaphire había enfocado su cara con el zoom.

—Ese es tu verdadero nombre. John Morten, treinta y ocho años de edad, con residencia en un apartamento de dos habitaciones cerca del campus de una de mis clínicas privadas en Chicago. Soltero, con problemas para relacionarse, solitario.

Zaphire cerró el móvil.

—Y el síndrome amnésico no solo ha borrado tu memoria a largo plazo, también impide que recuerdes experiencias personales durante más de tres o como máximo cuatro semanas.

Zaphire hizo un nuevo intento, y esta vez logró levantarse de la butaca con gran esfuerzo.

—Por eso he removido cielo y tierra para encontrarte. Por eso me he ocupado de que vieras una vez más a tu hermano muerto en el congelador.

—¿Para qué?

—Para activar tu memoria. —Lo miró. Su mirada expresaba decepción—. Hasta el último momento tenía la esperanza de que el plazo aún no se hubiera cumplido. Que los acontecimientos de las últimas semanas hubieran sido tan decisivos que, después de tanto tiempo sin estar en contacto, lo recordaras todo en cuanto vieras a David. O a mí.

—¿Qué? —preguntó Noah en voz alta, casi a gritos—. ¿Qué es lo que tendría que recordar?

—El vídeo que David te dio poco antes de morir.