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—David —susurró Noah, desconectado completamente de su frío entorno así como del peligro a su espalda.

No era capaz de apartar la mirada ni un solo segundo del cadáver de su hermano, a pesar de que la pistola en su nuca cada vez se apretaba con más insistencia contra las vértebras de su cuello.

«David».

Por eso tenía el recuerdo de haberse visto morir a sí mismo. Y por eso los demás pensaban que estaba muerto (el viejo enfermo en el bungalow del bosque y Kilian Brahms): lo habían confundido con su hermano gemelo. Con el doctor David Morten. Treinta y ocho años, biofísico estadounidense, así como biólogo molecular y nanobiólogo.

«Fue su maleta la que abrí en la suite del Adlon. Su móvil, su dinero. Sus pasaportes».

Y era su cuadro, el cuadro que David había pintado y Noah había conservado durante años como recuerdo.

«Y a pesar de todo lo olvidé.

Por mi enfermedad».

Noah temblaba, y no solo debido a la temperatura gélida de la sala frigorífica. Ahora también veía claro por qué no tenía recuerdo alguno de una impresionante carrera académica. De la carrera de Física en la Tufts University; del doctorado en Princeton con la tesis sobre microchips fluidos y sus aplicaciones para el control de pacientes. No era él el experto reconocido en enfermedades infecciosas, el distinguido con múltiples premios, especialmente por las investigaciones acerca de los patógenos de la peste y el herpes.

Sino David.

—Desvístase —le ordenó en inglés la mujer tras él, y al hacerlo se desenmascaró como profesional. No tenía tanta experiencia como él en actividades como aquella, Noah lo percibió en su voz sombría, que sonaba algo amortiguada, como si hablara a través de un pañuelo, y cuyo timbre revelaba cierto nerviosismo. Pero no quiso perder tiempo en cachearlo para quizá pasar por alto un arma de todas formas. Una jugada inteligente.

¡Y una buena noticia!

Si lo que se pretendía era su muerte, ella podría haber acabado con él allí mismo, así que Noah obedeció su orden sin reservas.

De todos modos en ese momento no tenía voluntad propia. En vista de lo que sabía ahora sobre su pasado, su destino le parecía completamente secundario. En realidad tendría que haberse sentido aliviado. El hecho de que no fuera científico también significaba que no podía ser responsable de la pandemia. «¿O quizá sí?».

El brote de memoria desencadenado por la imagen de su hermano gemelo muerto le había desvelado mucha información sobre sí mismo, pero no había aclarado la cuestión principal: «¿Quién soy?».

—Lo averiguará enseguida —oyó decir a la mujer. Al parecer había formulado la pregunta en voz alta mientras se quitaba toda la ropa excepto los calzoncillos como en trance. Ahora le dolían los dedos, apenas los podía mover de frío, y cuando se volvió hacia la mujer, sintió como si los pies desnudos se le hubieran congelado y pegado al suelo de baldosas.

—¿Adónde vamos? —preguntó entrechocando los dientes.

La desconocida delgada y alta llevaba un mono blanco grisáceo, que parecía un traje espacial debido a la visera espejada. En la zona derecha del pecho llevaba cosido un triángulo amarillo con el borde negro, y dentro de él había tres círculos incompletos unidos unos a otros. El símbolo estandarizado a escala mundial de aviso para los peligros biológicos. La mujer apuntaba directamente a la frente de Noah con una pistola semiautomática de 9 milímetros.

—¡Por ahí! —Señaló hacia la puerta de salida con la barbilla.

El camino de vuelta le pareció mucho más largo. Habían dejado atrás la cámara, pero no el frío. A cada paso calaba más hondo en su cuerpo desnudo. Corroía sus entrañas. Penetraba hasta sus huesos.

—¡Más rápido! —le increpó. Su ropa protectora producía un desagradable sonido al arrugarse a cada paso que daba.

Entró en el ascensor, que ya estaba allí. Había una llave introducida bajo la franja de botones de los pisos. Por orden de la mujer, Noah tuvo que pulsar el botón superior y el inferior al mismo tiempo, y después extraer la llave. Las puertas se cerraron y el ascensor hizo algo que en realidad era imposible. Noah sintió que bajaba, a pesar de que según los letreros no había más pisos por debajo.

«¿Una planta secreta?».

El piso que se abrió ante sus pies después de un breve trayecto parecía una galería carcelaria. Oía el murmullo de la ventilación, pero olía a moho. Si bien la Unidad de Neurorradiología y Virtopsia se extendía a ambos lados del ascensor, en este caso el ascensor los escupió en el extremo del pasillo.

Con la pistola en la espalda, Noah pasó junto a varias puertas de celdas, cerradas por fuera con cerrojos sencillos pero pesados. Sobre una de ellas, la número 4 A, habían garabateado con tiza un nombre: «Kilian Brahms».

Noah siguió un impulso y se acercó a la mirilla para ver el interior de la celda.

—Eh —ladró la mujer, que a juzgar por su voz no tendría más de treinta años—. ¿Está cansado de vivir?

Oyó un ruido metálico seco. Había cargado el arma. El último aviso acústico antes del disparo.

—¿Lo han matado? —preguntó y se apartó.

Como era de esperar, había un hombre sin vida sobre el catre.

«El cadáver de Kilian».

Y como era de esperar, no obtuvo respuesta. Tampoco a su siguiente pregunta.

—¿Dónde está Altmann?

Noah se adelantó de nuevo, para detenerse pocos pasos después ante una puerta forrada de cuero blanco acolchado, como las que suele haber en las consultas médicas. Un pequeño letrero junto al marco de la puerta identificaba la habitación en tres idiomas diferentes como el despacho del jefe de servicio.

—¿También se han cargado a Altmann?

En lugar de darle una respuesta, la mujer empujó a Noah a través de la puerta apoyada. Se encontró de pronto en una habitación inesperadamente grande y de ambiente casi acogedor en comparación con la sobria galería carcelaria.

Era lo bastante grande para albergar un amplio escritorio de madera en un rincón, así como dos butacas y un sofá en el opuesto. Una gruesa alfombra, en la que los pies descalzos de Noah se hundieron hasta los tobillos, cubría el suelo. El empapelado presentaba motivos que imitaban entramados y ladrillos, como si aquello no fuera una consulta sino una cabaña canadiense. Bajo la mesita del tresillo había incluso una piel de animal. Solo faltaba una chimenea, así como una ventana. En su lugar, un anticuado radiador proporcionaba un calor agradable. Adam Altmann estaba tendido ante este calefactor. Noah no supo decir si estaba muerto o solo inconsciente. La sangre que le había goteado de la boca y la nariz había teñido la alfombra de un color oscuro, lo que hizo a Noah pensar en la suite del Adlon.

«Vi cómo mataban a mi hermano a tiros».

Inconscientemente se llevó la mano al hombro, sintió de nuevo cómo la segunda bala del francotirador atravesaba su piel.

«Entonces hui. A través de la discoteca hasta la calle. Hacia el metro, donde Oscar me encontró».

La mancha junto a la cabeza de Altmann seguía extendiéndose, algo que ya no parecía impresionar al hombre situado junto al charco con sus zapatos de vestir.

—Hola —le saludó a Noah con una sonrisa amable. Llevaba un traje mil rayas a medida azul oscuro y una camisa sin corbata con gemelos dorados.

—Hacía mucho que no nos veíamos. Demasiado, me temo.

Noah oyó que la puerta se cerraba tras él. Se volvió. La mujer había salido de la habitación y posiblemente había tomado posición ante la entrada.

—¿Quién es usted? —preguntó Noah. Había algo que le resultaba familiar en aquel hombre mayor que se apoyaba sobre unas muletas, pero no era ni la espalda encorvada, ni las orejas de soplillo ni los dientes torcidos.

¡Era su voz!

—Hace ya casi dos meses —dijo exactamente con el mismo tono paternal que tantas veces había oído Noah en los últimos días en su cabeza—. Así que ya no te acordarás de mí, ¿no?

«No».

—¿Nos conocemos?

El anciano sonrió con tristeza, como alguien que se despide de un ser querido para mucho tiempo, entonces se acercó cojeando a Noah y dijo:

—Me llamo Jonathan Zaphire. Soy tu padre.