12

—¿Puedo quedármelo?

—¿Por qué?

—Me gusta.

El mayor se encogió de hombros y le tendió la imagen enmarcada que había estado a punto de meter en la maleta.

—Pensaba que no te gustaban mis dibujos.

—¿Yo he dicho eso alguna vez? —preguntó el pequeño.

—Sí, constantemente.

Los dos niños se echaron a reír, pero ya no sonaban tan despreocupados como en los años anteriores, cuando compartían habitación en el internado.

El pequeño preguntó mirando la imagen:

—¿Tiene título?

Se sentó en su lugar preferido del alféizar. Las persianas medio abiertas desplegaban la brillante luz del sol como un abanico, de tal manera que iluminaba el polvo que flotaba ante sus ojos.

El mayor reflexionó.

—Yo lo llamo El arroyo del este.

—¿Por qué?

—Sabes que tengo que irme a Holanda. El sitio al que voy tiene ese nombre tan ridículo.

—Mmm.

Durante un rato no dijeron nada, y el pequeño observó en silencio cómo David hacía la maleta. Rodear sus piernas dobladas con los brazos lo ayudaba a mantener la calma. A no llorar. Llorar delante de David habría sido el colmo.

—¿Así que esto es el fin? —preguntó finalmente, con el cuadro aún en la mano. En realidad no distinguía en él nada más que colores y manchas, pero de todas formas le gustaba.

—Idiota. No me voy a morir. Solo me marcho a otro colegio.

—Para mí eso es como morir.

David asintió.

—Sí, lo sé.

El muchacho de catorce años cogió un libro de universidad sobre física cuántica, en el que había descubierto varios errores graves durante el último medio año, y lo lanzó dentro de la maleta abierta.

—Eh —dijo—. La cabeza bien alta. Puede que encuentren algún remedio para tu…

Contrajo las comisuras de la boca abochornado. Había estado a punto de decirlo.

«Para tu enfermedad».

—Sí, puede que sí.

Había sucedido. Los ojos del pequeño estaban llenos de lágrimas. Separó las láminas de la persiana con los dedos; hizo como si el partido de fútbol de décimo en el patio le interesara.

—¿Me visitarás? —le preguntó a David.

—No. Mejor que no.

Asintió. Era bueno que no le mintiera. Doloroso, pero bueno.

Sintió que el mayor se le acercaba.

—Por ahora me quedaré en los Países Bajos. Allí tienen un programa duro. Solo podría volver en las vacaciones de verano, es decir, una vez al año. Y para entonces…

—… ya sería demasiado tarde —confirmó John y se volvió hacia su único amigo, que ahora se marcharía a otro colegio en Oosterbeek, mientras que él se quedaría solo y amargado en el internado.

Porque allí tenían la mejor asistencia. Para alumnos especiales.

«Para pacientes».

El pequeño se bajó del alféizar. Se abrazaron por última vez, entonces David salió de la habitación sin volverse ni una sola vez más.

Esperó a que David saliera del edificio del internado, pasando la pesada maleta de una mano a otra cada diez pasos.

Lo último que vio fue que se subía a una limusina negra con los cristales tintados. Entonces sonó el despertador de su reloj de pulsera recordándole que mirara el horario de la puerta, en el que la dirección del colegio le apuntaba cada día todas las citas importantes.

«Dr. Dohrmann. 11.00 h.»

En media hora el psiquiatra lo saludaría en la sala de espera para comentar el análisis de las pruebas y ajustar la medicación.

Sin la alarma probablemente se habría vuelto a olvidar de la sesión. Al igual que olvidaba todo lo que no hacía regularmente. Porque su memoria se borraba.

«La memoria a largo plazo».

Suspiró y se secó las lágrimas de la cara.

Como máximo cada seis semanas. A veces incluso antes.

Se acercó a la ventana, levantó las persianas y alcanzó a echar un último vistazo a las luces traseras de la limusina, que giró hacia la carretera detrás de la puerta de entrada. Entonces cogió de nuevo el cuadro.

Qué tontería haber conservado un recuerdo.

«¡Qué inútil!».

El pequeño sabía que muy pronto ya no recordaría el día de la despedida. Como tampoco recordaría el hecho de que había tenido un hermano gemelo.