11

Dos pisos más abajo olía menos a sótano que en la planta baja. También hacía bastante más calor. Esta zona de la clínica, identificada en un letrero como «Neurorradiología y Virtopsia», aún estaba en uso, o al menos parecía haberlo estado poco tiempo atrás. Los radiadores planos del pasillo estaban encendidos a media potencia, había un plan de limpieza junto al servicio de los médicos que había sido rellenado a mano pocos días atrás, y el pasillo que recorrían desde que habían salido del ascensor olía a producto de limpieza.

—¿Tu cacharrito HPX se puede usar también como arma? —preguntó Noah después de comprobar que el cargador de su pistola solo estaba medio lleno.

Altmann había recogido su juguete. El dispositivo multifunción, que acababa de hacerles las veces de cámara, estaba colgado ahora de su bolsillo interior y parecía un bolígrafo normal.

—Se llama HPX5. Y no, solo sirve para analizar riesgos.

—Genial.

La mayoría de las puertas junto a las que pasaron, con sus pistolas en posición, estaban abiertas y les permitieron ver consultas, oficinas, almacenes y salas de enfermeras. Todo estaba abandonado, pero daba la impresión de que habían estado trabajando allí hasta hacía poco tiempo. La mayoría de los ordenadores no estaban apagados, sobre los escritorios reinaba un desorden de actividad. Sobre uno de ellos había incluso una taza de café llena. Noah no se habría sorprendido si hubiera salido humo de ella.

—Eh, mira eso —exclamó Altmann. Iba algunos pasos por delante y había abierto una pesada puerta de corredera poco antes del final del pasillo. De la habitación que había tras ella salía una nube de vapor.

—¿Qué es eso? —preguntó Noah.

—Parece una cámara frigorífica. Puaj, cielo santo.

Percibieron un hedor dulzón a podrido, mezclado con el olor a desinfectante y a conservante. El tufo a muerte se pegó a cada uno de sus poros, a pesar de que en ninguna de las cuatro camillas con ruedas había cadáver alguno. La cámara estaba tan vacía como el resto del hospital.

—¿Oyes eso? —preguntó Altmann.

Noah inclinó la cabeza y miró hacia la puerta por la que habían entrado.

—No.

—Sí, he oído algo —insistió Altmann, y señaló hacia la puerta con el cañón de su pistola. Se acercó al marco con pasos laterales y oteó el pasillo. Noah, que había estado respirando solo por la boca debido al olor, contuvo el aliento y estaba a punto de seguir a Altmann cuando la mesa del rincón le llamó la atención. Como estaba cubierta con tela negra, apenas se distinguía de la pared pintada de color oscuro.

—¿Altmann? —gritó Noah, pero este ya no estaba en la habitación.

Noah pensó brevemente en seguirlo, pero la curiosidad pudo con él. Apartó una camilla y se acercó al objeto tapado. Para entonces ya se había dado cuenta de que no se trataba de una mesa corriente, ya que zumbaba debido a la carga electrostática.

«¿Qué es eso? ¿Un generador?».

El bloque de aproximadamente dos metros de largo y un metro de ancho le llegaba hasta el ombligo.

Noah mantuvo un paso de distancia por seguridad, apuntó su arma y se agachó para alcanzar la tela.

«Allá vamos».

Arrancó la tela de un tirón y destapó la carcasa de un congelador.

A Noah le recordó a los arcones que suelen verse en los chiringuitos de playa o en los supermercados pequeños; incluso la tapa, que podía empujarse hacia un lado, era de plexiglás transparente. Sin embargo, aquel arcón no estaba lleno de pizza o helados, sino que contenía el cadáver de un hombre. Entre treinta y cinco y cuarenta años de edad, pelo castaño, rasgos angulosos e inteligentes.

«Esto es… ¡imposible!».

Noah creía estar sufriendo una alucinación óptica. La confusión por su hallazgo era tan intensa que no se enteró de nada de lo que sucedía a sus espaldas. No oyó a Altmann desplomarse en el suelo inconsciente. No vio la sombra que se le acercaba lentamente por detrás. Estaba demasiado ocupado procesando la imagen del hombre muerto.

«No puede ser», pensó sacudiendo la cabeza.

En su desesperación esperó que la tapa del arcón tuviera un espejo.

Ya que esa sería la única explicación lógica.

«¡La única explicación!».

Pero el cadáver cerúleo y congelado permanecía inmóvil. No sacudía la cabeza. No abría los ojos.

«No es un reflejo», pensó Noah al tiempo que el cañón de una pistola se le clavaba en la nuca.

«Soy yo mismo».

No había duda. En el rostro sin vida veía un fiel retrato de sí mismo. Y en ese mismo instante, en el momento exacto en el que una voz de mujer le ordenó que dejara caer su arma, comenzó a recordar.