Roma, Italia
«¡Demasiado tarde! ¡Llegáis demasiado tarde!».
La puerta doble de la entrada de la Neo Clinica, al parecer abandonada, estaba abierta de par en par y le recordó a Noah a una oscura boca sin dientes que parecía reírse de ellos ya desde lejos: «Oscar ha muerto en vano. Aquí hace tiempo que no hay nadie».
El hospital al que les había conducido el sistema de navegación del teléfono móvil de Altmann resultaba tan desagradable por dentro como por fuera. No había una sola luz encendida en el sencillo edificio de tejado plano, ni tras las ventanas cuadradas de las habitaciones ni allí abajo, en la recepción vacía. Olía a papel pintado húmedo y cuero viejo; desde que habían entrado al edificio, Noah creía sentir en la lengua un polvo espeso.
Le ardían los músculos, ya no podía mover los hombros después de haber cargado con Oscar todo el camino desde el lugar del accidente hasta la clínica sin dejarlo en el suelo ni una sola vez. Altmann había tratado de convencerlo en vano de que dejara a su compañero allí.
Noah no habría sido capaz de dejar atrás a Oscar como un lastre inútil, ni siquiera cuando notó que el cadáver evacuaba. Había ignorado el olor, la humedad y el peso, que parecía crecer a cada paso, y ahora, media hora después, se arrodilló completamente agotado y sin aliento ante el cuerpo inmóvil, que había colocado sobre un banco para visitantes con aspecto de asiento de coche deportivo.
Oyó chasquidos sobre su cabeza, y con ese ruido despertaron la mayoría de los tubos de neón colocados en el techo. Noah se levantó y se volvió hacia Altmann, que al parecer había encontrado un interruptor.
—¡Luz! Quién lo habría dicho —exclamó desde más adelante, donde se encontraban los ascensores. Como sucedía la mayoría de las veces últimamente, sus escuetas palabras desembocaron en un largo ataque de tos.
«Celine desaparecida. Oscar muerto. Altmann a punto de hacerlo».
El triste balance de un viaje catastrófico, que estaba lejos de haber terminado.
Noah se llevó la mano al hombro. A consecuencia de los esfuerzos, su cicatriz le dolía otra vez como si estuviera ardiendo. Solamente esperaba que la piel no se hubiera vuelto a abrir.
—Ven aquí. —Altmann, jadeante, agitaba un papel que había despegado de la puerta del ascensor central de los tres que había.
A Noah se le había despertado la curiosidad, y avanzó por el suelo revestido con baldosas de granito. A juzgar por el horrible ajedrezado, el edificio debía de haber sido construido a principios de los años ochenta.
Altmann se sorbió la nariz.
—¿Esto te dice algo?
«Sí. No».
—No lo sé —respondió Noah, a pesar de que eso no se correspondía con la verdad. Conocía la imagen; era una fotocopia en color ajada del dibujo que había descubierto el día anterior en un periódico y con el que había comenzado su viaje hacia la locura.
La noche anterior en el metro, desde la que parecía que había pasado años, había visto en su cabeza una chimenea, la alfombra empapada de sangre y un hombre moribundo. Había recordado con detalle la habitación de hotel en la que esa misma noche casi lo habían asesinado. Entonces creía que había sido él quien había pintado aquel cuadro, El arroyo del este, pero ya no recordaba qué había desencadenado esa asociación de ideas.
«¿Puedo quedármelo?».
—Sin duda es una pista —graznó Altmann. Señaló una flecha negra en la esquina derecha de la imagen que apuntaba hacia abajo y que llevaba escrito «–2»—. Tenemos que bajar al sótano.
La sangre y las secreciones taponaban su nariz. Ahora ya sonaba como si las cuerdas vocales del agente también estuvieran recubiertas de una capa de humedad. No habían pasado ni dos horas desde que se habían bajado de la lancha, y Altmann parecía haber envejecido varios años otra vez. Noah tenía la sensación de estar viendo a un hombre morir a cámara rápida.
Negó con la cabeza.
—Ya hemos perdido a Celine y a Oscar. Tú también estás en las últimas. Y solo no lo conseguiré.
Altmann ignoró a Noah y pulsó el botón de llamada del ascensor. En algún lugar de las entrañas del ascensor un engranaje de acero se puso en movimiento.
—¿De verdad crees que encontraremos a Kilian Brahms aquí? —preguntó Noah.
«¿O el vídeo que el periodista quería enseñarnos? ¿Realmente esperas encontrar un antídoto que evite que mueras?».
Altmann negó con la cabeza, pero no parecía resignado.
—No, claro que no. Esto es una trampa.
—¿Pero?
—Quiero saber quién nos la ha puesto.
Se oyó un zumbido detrás de las opacas puertas de acero del ascensor.
—¿Tú no?
Según el indicador del piso, el ascensor que había llamado Altmann había avanzado desde la última planta hasta la segunda.
«Sí, claro».
Noah también quería obtener respuestas de una vez. Saber si en realidad tenía algo que ver con aquella pandemia. Si efectivamente había estado implicado en el desarrollo de las tres fases que había mencionado Kilian Brahms por teléfono, con las que al parecer se pretendía eliminar a la mitad de la población mundial. Si llegados a ese punto era el único que podía evitar la catástrofe.
«En cualquier caso», pensó Noah, «en estos momentos todo parece indicar que no voy al encuentro de la verdad, sino que me estoy echando en los brazos de mis asesinos».
—¿Y cuál es nuestro plan? —le preguntó a Altmann. Este ya estaba abriendo la boca cuando un espasmo se apoderó de él y la parte superior de su cuerpo se retorció. Maldijo con los dientes apretados, se clavó ambos puños en la boca del estómago de puro dolor y, cuando se sintió algo mejor de nuevo, jadeó sin levantar la mirada:
—Como ves, no tengo nada que perder, compañero. Pero si quieres tirar la toalla, lo entiendo.
En ese mismo instante la puerta del ascensor se abrió.
Noah sacó su arma en un acto reflejo, pero en la cabina vacía del ascensor no se veía nada más que el reflejo de Altmann y el suyo.
«No hay peligro».
—Espera —dijo Altmann, y detuvo a Noah.
Con cierto esfuerzo sacó del bolsillo de su pantalón algo que parecía un bolígrafo.
—¿Qué es eso? —preguntó Noah.
—Un HPX5. —Altmann forzó una sonrisa—. Quizá no sea un juguetito tan estúpido como siempre había pensado.
Le pidió a Noah que bloqueara el sensor de luz mientras él entraba en la cabina y colocaba el aparato alargado de canto en un rincón.
—¿Qué harás con eso?
En lugar de darle una respuesta, Altmann pulsó el botón del segundo subsuelo y salió del ascensor. Le hizo a Noah una señal de que hiciera lo mismo, y mientras la puerta se cerraba le tendió su móvil, después de abrir otra aplicación.
—Solo quiero asegurarme de que ahí abajo no nos espera ningún follón.
Noah distinguió desconcertado en la pantalla una reproducción exacta del interior del ascensor.
—Una cámara —comentó con aprobación.
—HD, mejor calidad que la televisión que tengo en casa —dijo Altmann cuando el ascensor se detuvo dos pisos más abajo.
La puerta se abrió y la cámara mostró un pasillo que parecía extenderse a derecha e izquierda del ascensor. La luz estaba encendida. El tramo que podían ver estaba desierto.
—¿Puedes mover esa cosa? —preguntó Noah.
—Sí, claro. Y se desvanecerá en el aire cuando el enemigo llegue. —Altmann se echó a reír burlón, un error, ya que tuvo que soportar otro ataque de tos. A pesar de ello trató de seguir hablando, pero solo logró pronunciar las palabras a trompicones—: No, pero… podemos… acercar… el zoom.
Aumentó la sección de la imagen con dos dedos.
—¿Qué es eso? —preguntó Noah, señalando un punto en la puerta que había enfrente del ascensor. Era una pregunta retórica. La resolución de la imagen era muy clara.
Otra copia. El mismo dibujo.
«El arroyo del este. Oosterbeek».
Y otra flecha. Esta vez apuntaba hacia la derecha. Debajo había un mensaje inequívoco: «Room 17», leyó Noah.
Altmann se volvió hacia él, se secó el sudor de la frente, que ya era permanente, y preguntó:
—¿Alguna idea sobre lo que nos espera en la habitación 17?
Noah se encogió de hombros.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo como para sí. A continuación pulsó el botón para que el ascensor subiera de nuevo.