7

Noah sintió el peligro mucho antes de que los alcanzara. No podía oírlo, verlo ni olerlo, pero la vaga sensación de amenaza crecía con cada paso que él y sus compañeros daban a través del estrecho callejón toscamente adoquinado en dirección al casco antiguo. La muchedumbre a su alrededor también parecía sometida a una tensión nerviosa, electrizada, como animales de camino al matadero. Sin saber lo que les sucedería, pero con el presentimiento temeroso de que no podía ser nada bueno.

—¿Tienes alguna idea de lo que está pasando allí delante? —preguntó Celine tras él. Señalaba una plaza a unos cincuenta metros en la que desembocaba el trayecto. Por lo que podía ver Noah, se estaba llenando de personas que no podían seguir avanzando. «O no quieren hacerlo».

Algunos de ellos, sobre todo los jóvenes, se habían subido a coches aparcados para tener mejores vistas, «de lo que sea que haya ahí», y Noah se preguntó si el objetivo de aquella reunión sería una manifestación, hasta que vio el reflejo de las ventanas de un restaurante de varias plantas que cerraba la plaza por su lado oriental.

«Rojo. Llameante. Deslumbrante».

Las llamas que bañaban el restaurante con una luz cambiante roja amarillenta, y cuyo reflejo había visto Noah, salían del edificio de enfrente.

De la plaza les llegaron gritos de júbilo acompañados por los murmullos, en parte de aprobación y en parte de espanto, de aquellos que se encontraban justo delante del incendio.

—Sujetaos a mí.

Noah buscó un hueco en la masa a través del que pudieran pasar y advirtió a Celine y a Oscar que se mantuvieran muy cerca de él.

—Tenemos que salir de aquí antes de que…

En ese momento sucedió lo que Noah se había temido: se hizo el silencio. Solo por un segundo. Ni siquiera lo bastante largo para repetir su advertencia de permanecer juntos, y entonces se desató el caos.

Un violento empujón recorrió la multitud y la corriente se dividió. Se produjo un desgarramiento, como una falla después de un terremoto, una senda libre en el centro del camino, porque la gente se había apartado como obedeciendo una orden secreta, y al hacerlo había formado un pasillo de rescate, como sucedía en la autopista después de un accidente. Sin embargo, aquel pasillo era el resultado casual de una maniobra evasiva descontrolada y nerviosa, producida por la reacción de un gran número de personas que querían salir de la plaza lo más rápido posible, pero que chocaban contra la pared de personas que avanzaba hacia ellos.

—¡No os caigáis! —gritó Noah, porque sabía qué pasaría en los siguientes segundos: el pasillo se cerraría de nuevo y se convertiría en una trampa, se derribaría, se arrollaría y quizás incluso se mataría a pisotones a gente, dependiendo del grado del pánico que estaba a punto de desatarse.

—Socorro… ¡Noah! —oyó chillar a Oscar sin verlo. Si hasta entonces había estado junto a él, ya se había apartado, posiblemente con Altmann, que había sido absorbido hacia la plaza como por un agujero negro.

Noah cogió de la mano a Celine, que había logrado permanecer tras él, pero que se resistía a soltar los brazos, con los que se había rodeado la tripa para proteger al bebé de golpes y empujones.

—Así no funcionará —gritó Noah por encima de la masa, que cada vez era más ruidosa.

«Así no podrás mantener el equilibrio».

Noah vio con impotencia cómo un codo le pegaba a la periodista en la cara, esta giraba noventa grados sobre su propio eje y a continuación caía hacia atrás hasta desaparecer de su campo de visión.

Noah intentó llegar hasta donde ella había estado hasta ese instante, empezó a repartir golpes también, pero ni siquiera logró quedarse en el mismo sitio.

Él también comenzó a ir a la deriva, atrapado por la corriente de los que se veían arrastrados hacia la plaza contra su voluntad.

—Celine —vociferó, pero su voz no era ni un susurro comparada con el ruido de la muchedumbre. Oía a mujeres, hombres e incluso niños gritar por su vida, y al mismo tiempo el olor a madera quemada se instaló en su nariz.

Noah estuvo a punto de sacar su arma, pero desechó la idea. Un disparo al aire solo empeoraría la situación, aumentaría el caos y por lo tanto el riesgo de muerte del que pendían todos. Así que mantuvo las manos a la altura de la cabeza, como un boxeador, y reaccionó instintivamente a todo lo que se interponía en su camino, tiraba de él, lo empujaba o lo pisaba. En los siguientes segundos no vio caras, no vio personas, solo figuras borrosas que se agarraban a él, tiraban de él, lo empujaban o lo arañaban.

Noah dio golpes a su alrededor, pisó, oyó huesos romperse, a personas gritar y no tuvo tiempo de pensar en lo que tocaban sus manos o pies; y a pesar de todos sus esfuerzos, no logró mantenerse en pie.

Algo lo hizo caer, le arrancó las dos piernas del suelo al mismo tiempo. Durante un rato flotó, sostenido por la multitud. Un dolor punzante ascendió por su columna, al mismo tiempo algo estrujó su tórax con tanta fuerza que se quedó sin respiración.

Entonces todo se hizo más oscuro. No por el humo acre que entretanto se había extendido por todas partes, sino porque Noah se vio empujado hacia abajo. Vio pies, perneras de pantalones, un único zapato infantil junto a su mano, con la que trataba de apoyarse en el suelo, entonces alguien le pisó la cabeza y los riñones. Sintió sabor a sangre, el zumbido en su cabeza aumentó. Se preparó para un dolor espantoso cuando su cabeza se volvió en una postura poco natural y las vértebras de su cuello crujieron. Noah quiso gritar, pero no pudo porque seguía sin respiración, y cuando ya creía que se había partido el cuello, de pronto se vio apoyado sobre las manos y las rodillas en el adoquinado, haciendo dolorosos esfuerzos por bombear algo de oxígeno hacia sus pulmones.

Stronzo —oyó maldecir a una mujer que pasó por encima de él justo cuando intentaba levantarse. Llevaba pesadas botas de tacón con las que le pisó los dedos.

La muchedumbre se disipaba a su alrededor, y Noah logró levantarse apoyándose en un pivote colocado allí para evitar que los coches atravesaran la plaza. En ese momento fue la boya de salvamento de Noah.

Apoyado sobre él, volvió la vista hacia el camino que había recorrido y en el que Celine probablemente estuviera luchando por su vida en ese momento.

Mientras que la callejuela, que ahora estaba a su espalda, parecía del todo atascada, en la plaza se abrían huecos asombrosamente amplios. Aquellos que no habían huido por uno de los callejones que se bifurcaban (lo que casi seguro había sido su perdición) se habían situado sobre los coches, en una fuente seca o en los patios traseros de las casas, cuyos atentos vecinos al parecer habían abierto las entradas.

Y después había otro grupo de personas que no tenía ninguna intención de ponerse a salvo. Los incendiarios y saqueadores que habían provocado el caos en primer lugar.

Noah oyó una explosión, cristales que reventaban, entonces una ráfaga de luz iluminó la noche. Una espesa humareda ascendió por el entramado del tejado de la casa en llamas, que Noah veía sin problemas ahora que la ola de pánico lo había escupido a la plaza.

El edificio de piedra de varias plantas ardía desde el segundo piso hasta el tejado. Solo los pisos inferiores se habían librado de los cócteles molotov que se habían lanzado hacia las ventanas de los pisos superiores.

FARMACIA, leyó Noah en un letrero abombado de esmalte que colgaba sobre los locales comerciales de la planta baja. Las puertas y los escaparates de la botica habían sido pateados y destrozados por las personas que ahora salían de allí con las manos y los bolsillos llenos de medicamentos, muebles y otros objetos. Dos mujeres sacaban con grandes esfuerzos una estantería vacía. Un hombre corpulento pasó junto a Noah arrastrando un stand de caramelos con sonrisa de gula.

«ZetFlu», pensó. No podía imaginar otro motivo para el estallido de violencia.

El toque de queda posiblemente se había decretado para que la gente no comenzara a hacer acopio del medicamento, como ya había sucedido en Estados Unidos, y esa forma de limitar la venta a la población había conducido a una situación similar a una guerra civil: casas en llamas, hordas de alborotadores, negocios saqueados.

«Qué locura».

Noah miró a su alrededor. Ni rastro de sus compañeros.

La farmacia, hacia la que se dirigía lentamente, se vaciaba por momentos. Noah vio pocas figuras ya en el interior, y estas también iban hacia la salida porque ya no había nada más que llevarse; pero sobre todo porque la situación también se había vuelto demasiado peligrosa en la planta baja. Noah oyó una pequeña explosión en una de las habitaciones traseras, los cristales estallaron y una ola de llamas rojas saltó por encima de la barandilla de hierro forjado de un pequeño balcón del primer piso, lo que hizo que la mayoría de los curiosos se apartaran.

Nadie con dos dedos de frente se atrevía ya a entrar en la casa en llamas.

Nadie excepto un único hombre barrigudo que en ese momento ascendía los escalones hacia la tienda y que, debido a su baja estatura y su barba, recordaba a un pitufo.

«¿Oscar?».

Noah gritó su nombre, y efectivamente fue su compañero quien se volvió hacia él en el umbral.

«Qué demonios…».

Sus miradas se encontraron y Oscar, con cara de estar furioso, le hizo un gesto con la mano para que lo siguiera. Entonces se puso el cuello de la camiseta sobre la nariz y desapareció en la farmacia, en la que justo antes se habían apagado todas las luces.

Noah observó desconcertado el grupo del que se había separado Oscar pocos segundos antes y que se encontraba a pocos metros de distancia, a los pies de los escalones que conducían a la farmacia: dos jóvenes entre los catorce y los dieciséis años y una mujer delgada que, a juzgar por su edad, podía ser su madre. Tenía el pelo negro y rizado, estaba descalza, llevaba un camisón y al parecer vivía con sus hijos en uno de los pisos superiores.

La mujer se revolvía en los brazos de sus fuertes muchachos, que unían fuerzas para impedir que ella hiciera lo que Oscar acababa de hacer: regresar a la casa. Al mismo tiempo gritaba sin parar:

—Bambina mia, Julia. Bambina mia…

«Santo cielo».

Noah presentía el drama que se estaba preparando.

—Maldito idiota —despotricó y trató de seguir a Oscar, pero ya en el umbral de la farmacia tuvo que enfrentarse a una nube de humo impenetrable y untuosa. Incluso aunque lograra contener la respiración durante un rato, jamás encontraría a Oscar entre semejante humareda. Noah se dio media vuelta tosiendo y buscó otra entrada.

«¿Por el escaparate? ¿Por una entrada lateral? ¿Dónde diablos está la escalera para los vecinos?».

La situación empeoraba por momentos. Si bien todo indicaba que Oscar había logrado entrar, ya no parecía haber acceso alguno. Por no hablar de una salida. El calor que salía del edificio era prácticamente insoportable incluso a un metro de distancia de la fachada.

«Pues nada».

Noah se quitó la chaqueta y se preparó.

Sabía que era una locura.

«Un suicidio».

Pero no tenía otra opción. No podía dejar a su amigo en la estacada.

Así que él también se puso la camisa sobre la boca y la nariz y estaba a punto de echar a correr cuando de pronto Oscar salió al exterior por un acceso lateral a pocos metros de él.

Tosía y gritaba algo que no se entendía a causa del rugido de las llamas insaciables que tenía a su espalda.

La pernera de su pantalón se había chamuscado y humeaba, su barba también había sufrido las consecuencias, pero él no parecía darse cuenta. Tosiendo y haciendo un último esfuerzo, se arrastró hasta el exterior.

A sí mismo y a la niña.

La llevaba a caballito sobre su espalda, tendría como máximo diez años, el cabello negro. Y lo más importante: temblaba. Lloraba. Estaba viva.

—¡Julia! —chilló detrás de Noah la mujer, que por fin pudo liberarse de los brazos de sus hijos.

—Mami —respondió la pequeña, a la que Oscar dejó resbalar hacia el suelo con cuidado.

Madre e hija corrieron una hacia otra, se abrazaron a pocos metros de la casa en llamas, rieron y lloraron al mismo tiempo, sin prestar atención a nadie más en el mundo que a sí mismas.

Oscar se dejó caer agotado sobre el último escalón, apagó a golpes las ascuas de su pantalón y se limpió el hollín de la cara con una sonrisa de satisfacción.

Ese fue su error.

Noah, que aún estaba a dos brazos de distancia de él, oyó un crujido tan fuerte como si un gigante hubiera abierto un arcón de madera de su tamaño.

Entonces miró hacia arriba, y antes de que pudiera correr hacia Oscar, tenderle la mano y sacarlo de la zona de peligro, la barandilla de hierro forjado del balcón ya se había soltado, había caído dos pisos hacia abajo y había sepultado a Oscar.