Bajaron de la lancha de policía veinte minutos más tarde, a la altura de la isla Tiberina junto al puente Palatino.
Debajo del puente olía como a urinario, y la basura que se había acumulado sobre la apestosa agua estancada junto a los refuerzos de las orillas no mejoraba la cosa.
—Olvídate de la lancha —le dijo Noah a Celine, que se disponía a coger el cabo para amarrarlo a un pilar de hormigón—. Nos preocuparemos de cómo volver cuando llegue el momento.
Ella se encogió de hombros y soltó la cuerda.
Teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraba Celine, y la cantidad de sucesos terribles que había sufrido uno tras otro, aguantaba sorprendentemente bien, desde luego mucho mejor que Oscar. Tras la discusión con Altmann, este se había abrazado con fuerza las rodillas y se había sentado sobre la cubierta desnuda de la lancha farfullando conversaciones consigo mismo. En cambio Celine parecía pensativa.
Noah se había sentado junto a ella y había dado por hecho que rompería a llorar cuando hablara con ella, pero le había dejado perplejo al preguntarle si podía utilizar su smartphone para intentar ponerse en contacto con su padre, por el que estaba muy preocupada. Con el móvil que le había dado no tenía red en Italia.
Noah se había negado. No porque temiera que los descubrieran por la señal (era evidente que su asesinato ya no tenía la prioridad que había tenido horas antes), sino porque no sabía cuándo sería la próxima vez que tuvieran acceso a una toma de corriente, y quería proteger la batería a cualquier precio.
—¿Y ahora? —preguntó Celine.
Al igual que él mismo, se había quitado el traje protector poco antes de atracar, pero había conservado la mascarilla. Noah no podía reprochárselo, pero dudaba de que la medida tuviera sentido.
«O formamos parte del afortunado cincuenta por ciento sobre el que la enfermedad no surtirá efecto, o Altmann nos ha contagiado hace tiempo».
Miró de nuevo la pantalla del móvil, que mostraba el camino más rápido a la clínica, entonces metió prisa al grupo:
—Vamos. La Neo Clinica solo está a un par de minutos de aquí.
Los cuatro ascendieron por una amplia escalera de piedra que subía hasta el puente, y sorprendentemente Altmann lo logró sin ayuda.
—Dios mío, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Oscar con la mirada preocupada puesta sobre la escena que tenían ante ellos.
Estaban en el tramo más alto de la escalera junto a una barandilla de hierro forjado a la altura de la cadera, justo allí donde el puente se cruzaba con la Lungotevere Ripa: la calle que acompañaba al río por el lado occidental.
Al contrario que en el Tíber, donde solo se habían cruzado con barcos que querían salir de la ciudad, aquí las personas se abrían paso en la calle hacia el centro del casco antiguo.
Una enorme corriente de personas avanzaba desde el este por los carriles en teoría reservados al tráfico en dirección al Trastevere. Aquello que Noah ya había observado desde el aire se confirmaba también en tierra: no había coches, ni siquiera los ciclomotores, por lo demás omnipresentes, traqueteaban entre la multitud.
A Noah la situación le recordó absurdamente a un concierto al aire libre poco después de que hubieran abierto las puertas: hombres, mujeres, viejos y jóvenes, incluso niños y madres con bebés en brazos caminaban apresurados por la calle y atravesaban el cruce como si intentaran conseguir los mejores asientos en algún lugar.
—Toma, ponte esto —dijo Noah y le tendió a Altmann su mascarilla—. Será mejor que nadie te vea la cara —añadió a modo de explicación. Como las hemorragias nasales de Altmann se producían ya cada diez minutos, el agente había renunciado a limpiarse la cara cada momento. Por ahora nadie se había fijado en ellos. Era imposible predecir qué ocurriría si él y sus síntomas llamaban la atención de alguien en la multitud.
Noah no entendía qué se decían enérgicamente los italianos unos a otros, pero corrigió la imagen del concierto que se había hecho al principio. El ambiente predominante era muy tenso y enfurecido. Aquella aglomeración de gente no tenía nada que ver con un grupo de personas pacíficas que peregrinaran a uno de los barrios de ocio más antiguos de Roma en busca de diversión y distracciones.
Se parecía más bien a una turba.
«Y no hay ni un solo policía a la vista».
Noah preguntó a Altmann cómo veía la situación.
—Una sublevación contra el toque de queda —respondió—. En Los Ángeles ya lo vivimos una vez. Comienza con unos pocos rebeldes, y cada segundo salen más y más a las calles, también población normal. La mayoría no tiene ni idea de por qué se agrupan. Es probable que las autoridades hayan establecido una especie de zona muerta en torno a la ciudad, y que ahora nadie de las fuerzas de seguridad se atreva a entrar en él.
Señaló a un grupo de jóvenes ante ellos.
Todos llevaban la cara cubierta, pero no por razones sanitarias. Se habían tapado con bufandas negras y levantaban los puños. Noah agarró instintivamente la pistola que llevaba en el bolsillo del pantalón.
—¿Adónde se dirige toda esta gente? —preguntó Celine inquieta.
Noah se encogió de hombros.
—Por desgracia, van en la misma dirección que nosotros. Tened cuidado, tenemos que permanecer juntos —añadió, después bajó a la calle y se sumaron a la corriente que se abría paso por el cruce.