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—Eran prácticamente niños —gritó Oscar—. Los ha asesinado.

Las palabras rebotaron sin efecto alguno en la espalda de Altmann, que se aferraba al timón y conducía la lancha a toda velocidad a través del río, liso como un espejo.

Había apagado el foco del techo. Para no chocar contra ningún obstáculo en el trayecto, lleno de curvas al principio, o incluso encallar, había dirigido una lámpara halógena móvil hacia el sentido de la marcha.

Miraba alternativamente hacia el agua y hacia el cielo estrellado en completo silencio.

Noah sabía por qué Altmann no había dudado en disparar a los dos carabinieri. Por eso ni siquiera había planteado la pregunta para la que Celine, fuera de sí de pura repugnancia y espanto, exigía una respuesta:

—¿Qué tipo de persona es usted, que va por ahí matando a inocentes?

Altmann tosió y sujetó el volante con una sola mano mientras se tapaba la boca con la otra. Cuando el ataque de tos pasó, sorprendió a Noah reaccionando a la pregunta de Celine:

—Deje de hablar de cosas que no entiende.

—Si se refiere a los asesinatos, sí, tiene razón. En efecto no lo entiendo en absoluto. Pero sé perfectamente que es usted un maníaco, y entiendo que quiero bajarme de esta lancha lo antes posible —replicó ella.

—Tiene razón —la secundó Oscar, y después se dirigió a Noah—. Vamos a parar, por favor.

Altmann se echó a reír con tono insensible y aumentó la velocidad en una recta. Entonces se volvió.

—¿Qué pensaba que sería esto? ¿Una excursión de fin de semana a la Ciudad Eterna?

Durante un rato no se oyó nada más que los ruidos del motor diésel y el chapoteo del agua, entonces añadió:

—No tenía elección. No nos habrían dejado marchar.

Hablaba sin emoción alguna, como si la muerte de los dos jóvenes no fuera más lamentable que la de la res de matadero de la que había salido su salchicha del desayuno.

«Un mal necesario».

—¿No dejarnos marchar? ¿Y desde su punto de vista ese es un motivo para cargarse a alguien? —dijo Celine entre dientes, y trató de apartarse. Altmann la agarró del brazo.

—Escúcheme bien. Este no es precisamente el momento de dar clases particulares de estrategia de campo a una embarazada histérica y a un vagabundo chiflado, pero quizá deberían contener un momento la respiración y recordar por qué estamos aquí. Míreme. —Se señaló a sí mismo, empezando por la cara, y después abarcó todo su cuerpo con el movimiento de sus manos, desde la cabeza hasta los pies.

«Es demasiado tarde», fue lo primero que se le pasó por la cabeza a Noah.

A la luz del cuadro de mandos, el agente parecía un muerto en vida. Los músculos de su cara estaban distendidos, la piel le colgaba sobre los huesos como una funda demasiado grande. Sus ojos vidriosos y febriles lagrimeaban. La cara le ardía. Sin necesidad de tocarlo, Noah percibía el calor que le consumía el cuerpo por dentro.

—Puede que no sea más que un resfriado fuerte —había intentado tranquilizarlo (y también a sí mismo) durante el vuelo, pero ya no había motivo para la esperanza. Altmann sufría los típicos síntomas con los que comenzaba la fase contagiosa de la gripe de Manila.

—Tengo la sensación de que en lugar de sangre, es ácido lo que se abre paso a través de mis venas —explicó—. Cuando hablo, tengo miedo de escupir parte de mis vísceras. Si tuviera una inyección de morfina a mano, me la inyectaría directamente en el ojo si eso ayudara. Y puedo asegurarles algo… —Miró primero a Celine, después a Oscar—. En los próximos días todos ustedes estarán exactamente igual que yo si no encontramos a ese tal Kilian Brahms y el vídeo. Incluso en ese caso, las posibilidades de que nuestro héroe —señaló a Noah— recupere la memoria y con ella la solución al problema de la pandemia son muy escasas. Pero la posibilidad existe al fin y al cabo. Y los policías del embarcadero habrían acabado con ella. Así que he tenido que matarlos.

—Eso es un disparate —bufó Celine.

Altmann suspiró y dijo dirigiéndose a Noah:

—Explícaselo tú, David. —Era la primera vez que se dirigía a él con ese nombre.

Celine se volvió hacia Noah con los ojos muy abiertos, y una mezcla de sorpresa incrédula y temor en la mirada.

—¿Explicar qué, Noah? ¿No estarás de acuerdo con él?

Su elocuente silencio fue respuesta suficiente.

—No me lo creo, no. No me digas que estás de su parte.

Por alguna razón Noah tenía la impresión de que debía disculparse, a pesar de que sabía que Altmann tenía razón. Peor aún. Sabía que habría tenido que actuar igual. Sus dudas les habían puesto a todos en peligro, en el fondo era una suerte que no hubieran cacheado bien a Altmann y que aún conservara un arma escondida en su cuerpo.

Ya no se engañaba a sí mismo. Altmann y él estaban hechos de una madera similar. Su intuición no le había fallado, lo había sentido en el mismo instante en que le había visto en la Estación Central de Berlín. Ambos eran profesionales. No eran psicópatas a los que les divertía matar. Sino asesinos que sopesaban pros y contras en milésimas de segundo: ¿cuánto valía una vida humana y cuándo había que sacrificarla si el objetivo lo exigía?

—¿Usted también ha perdido la memoria, señorita Henderson? —preguntó Altmann—. No hace mucho su amigo ejecutó a un hombre en una habitación de hotel. Eliminó a dos personas en la tienda de electrónica y, además del cerdo que quería violarla, disparó a dos personas más en una obra en Ámsterdam.

—Pero no es comparable —protestó Oscar.

—¿No? Los hombres se interpusieron en su camino y querían arrestarlo para llevarle a un lugar al que él no quería seguirlos voluntariamente. Exactamente como los carabinieri. ¿Cuál es la diferencia?

—Estos eran policías.

—Y yo trabajo para el gobierno de Estados Unidos.

—Podría haberles disparado en las piernas —trató de negociar Oscar.

Altmann frunció el ceño.

—En ese caso mejor en el brazo, pero ¿y si hubiera fallado?

—Pero el otro estaba desarmado —protestó Celine, aunque con mucho menos énfasis que antes.

—¿Le ha registrado tan bien como a mí? ¿Y qué le habría impedido coger la ametralladora de su compañero? No había tiempo para experimentos.

Altmann miró de nuevo hacia arriba, y esta vez comentó lo que veía en el claro cielo estrellado:

—Sin duda tenemos problemas más graves que filosofar sobre decisiones morales.

—¿Qué demonios hay pues ahí arriba? —gritó Oscar por encima del rugido del motor, que aceleraba de nuevo.

—Nada —respondió Altmann—. Y eso es lo que me preocupa.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntaron Celine y Oscar al unísono.

Noah se lo explicó, y cuando terminó, vio que en sus caras se dibujaba un gesto de puro miedo.

Lo mínimo habría sido que les persiguiera un helicóptero. Pero no se oía ni se veía nada. Ni un avión, ni una camioneta militar por la carretera paralela al Tíber, ni una lancha a sus espaldas. Nada.

Si los italianos ya ni siquiera se preocupaban por las personas que entraban ilegalmente en su territorio y mataban a policías, eso solo podía significar que la crisis se había agravado en las últimas horas y que ellos representaban un riesgo que podía pasarse por alto y para el que no malgastarían más recursos.