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El aterrizaje fue como un golpe.

Recorrieron la única pista de aterrizaje en dirección norte a toda velocidad, dejando a su derecha el edificio de la terminal, completamente iluminado. Antes de detenerse en el último tercio de la pista, Altmann tiró de la palanca de dirección hacia la izquierda, de manera que el Cessna salió de la pista y cruzó a toda velocidad un campo abierto en completa oscuridad. A la luz de los faros del avión, el terreno parecía un paisaje lunar.

A pesar de la visión limitada y el camino irregular, Altmann aceleró el avión como si quisiera despegar de nuevo.

El motor se revolucionó, y el terrible ruido metálico era insoportable incluso a pesar de los auriculares insonorizantes. Al mismo tiempo Noah creyó percibir olor a plástico quemado, pero quizás eran imaginaciones suyas. Tenía la nariz taponada, en realidad era imposible que oliera nada, y se sentía griposo. Cada vez que tragaba le dolía la garganta, lo que podía deberse a la falta de sueño y los efectos secundarios del completo agotamiento. En ese momento prefería no pensar en la segunda y peligrosa posibilidad, sobre todo porque la situación prácticamente desesperada requería toda su atención.

Noah todavía no veía si los militares estacionados en el aeropuerto ya estaban tras ellos, pero estaba convencido. Después de lo que pareció una eternidad, que en realidad no fue más de medio minuto, Altmann paró en seco el Cessna y apagó el motor y todas las luces. Noah abrió la puerta lateral y salió por el ala al aire nocturno, sorprendentemente cálido. Entonces plegó su asiento hacia delante y le tendió la mano a Celine. Altmann le ofreció la misma ayuda a Oscar en el lado opuesto.

—Vamos, vamos. Rápido —dijo cuando todos estuvieron de nuevo en tierra firme.

En ese mismo instante varias sirenas solapadas desgarraron el zumbido que se había instalado en los oídos de Noah después del largo vuelo. Se volvió hacia las luces de los vehículos de emergencia.

—Ya vienen —dijo Oscar innecesariamente.

Las furgonetas y los jeeps aún estaban ante el edificio principal con el motor encendido, pero una vez que se pusieran en marcha, era más bien cuestión de segundos, y no de minutos, que llegaran hasta donde estaban ellos.

Noah le hizo un gesto con la cabeza a Celine, que con el traje protector en el que se había embutido cuando aún estaban en el avión, al igual que él, tenía aspecto de un vigilante que hubiera escapado de la sala de control de una central nuclear. Sobre todo cuando se puso la mascarilla. Una máscara antigás habría sido más apropiada para la ocasión, pero en el suelo de la habitación del enfermo en el bungalow del bosque no había tenido mucho dónde elegir, así que tendría que valer con eso.

Noah se volvió hacia Altmann, después miró a Oscar.

—Tenéis cinco segundos de ventaja.

—No puedo… —se dispuso a protestar Oscar, pero Altmann le dio un brusco empujón.

—No empieces con tonterías ahora.

—Solo tenemos dos trajes —le gritó Noah a modo de explicación cuando ambos habían salido corriendo ya.

«Justo a tiempo».

La flota de emergencia formó una barrera de vehículos en la pista.

Noah contó hasta cinco, entonces Celine y él también echaron a correr tras los otros dos hacia la luz roja que habían localizado a orillas del Tíber desde el aire.

Para que el plan de Noah no estuviera abocado al fracaso desde el principio, debía tratarse de la luz de posición de un barco, posiblemente de la policía, del ejército o de una unidad de la policía fronteriza, para controlar los accesos al aeropuerto también desde el agua.

«Esperemos que no se trate de un barco de las autoridades sanitarias o del cuerpo de protección contra catástrofes».

Para asegurarse, después de colocarse también la mascarilla sobre la boca y la nariz, Noah disparó su pistola al aire mientras corría. Y pocos segundos después, alarmado por los tiros, mientras el ruido de motores a su espalda cada vez se acercaba más, un foco se encendió en la dirección en la que corrían. Su luz alcanzó a la desigual pareja que formaban el delgado Altmann, en cabeza, y Oscar, que avanzaba a trompicones unos metros por detrás con la mano en el costado.

«Como habíamos quedado. Hacia el barco».

Noah disparó un segundo tiro hacia el cielo nocturno estrellado. Celine jadeaba junto a él, pero no le suponía ningún esfuerzo mantener el ritmo, a pesar de que seguramente tenía las piernas flojas como él después de haber estado sentada en el avión tantas horas seguidas.

—No funciona —dijo Celine sin bajar el ritmo. Noah no pudo por menos que darle secretamente la razón al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Altmann y Oscar se habían detenido a pocos metros de un embarcadero, ahora iluminado, en el que había una lancha de la policía de tamaño mediano y casco blanco, con un foco sobre el techo de una capota rígida.

Dos hombres se habían interpuesto en su camino.

Con sus uniformes oscuros y las gorras negras, se parecían como dos gotas de agua. Ambos tenían la cara delgada y angulosa, ambos eran muy jóvenes, como pudo comprobar Noah cuando estuvieron lo bastante cerca. Solo se diferenciaban en las armas. Uno de los dos carabinieri llevaba una ametralladora. El otro solo parecía ir armado con un aparato de radio que había descolgado de la cinta que llevaba al hombro, y que emitía palabras tan incomprensibles para Noah como las que le gritaba el agente con el arma.

«No entiendo italiano», pensó de pronto.

—No tocar —advirtió por lo tanto en inglés a los hombres, y añadió una única palabra disuasoria, que a esas alturas ya se entendía en todos y cada uno de los continentes—: Manila.

Cuando los jóvenes carabinieri vieron la cara embadurnada de sangre de Altmann, y poco después vieron aparecer a Noah y Celine con trajes protectores detrás de los que huían, sacaron exactamente las conclusiones que Noah había querido provocar:

«Pensarán que sois pacientes que han escapado en el avión, y creerán que nosotros somos la avanzadilla del grupo de emergencia que se aproxima desde atrás con las luces azules», había predicho Noah; y había tenido razón.

Además había tenido la esperanza de que los policías no quisieran contagiarse y se apartaran en cuanto vieran a Altmann y a Oscar ir directamente hacia ellos. Pero no había sido así. Los agentes parecían nerviosos, pero decididos a no dejar pasar a nadie.

—Trabajamos para el departamento de Sanidad de Estados Unidos —le dijo Noah al que llevaba la ametralladora, que apuntaba alternativamente a Oscar y a Altmann—. Apártense de inmediato y déjennos hacer nuestro trabajo. —Señaló a Oscar y a Altmann—. Nosotros nos ocuparemos de los enfermos.

El hombre de la ametralladora se encogió de hombros sin entender nada, pero su compañero parecía dominar el inglés. Con un fuerte acento pero gramática impecable, respondió lanzando una breve mirada a Oscar y a Altmann:

—Tenemos instrucciones de arrestarlos a todos.

«Por lo menos no tienen órdenes de disparar».

—¿A qué se refiere con «todos»? ¿A nosotros también? —Se señaló a sí mismo. El carabiniere asintió.

Noah vio que Altmann se limpiaba la nariz con el antebrazo. Solo Oscar mantenía los brazos en alto con el gesto contraído por el miedo.

—¡Escuche! —lo intentó Noah de nuevo en inglés. El carabiniere levantó la mano en señal de defensa y quiso responder a un mensaje de radio recibido, cuando se produjeron dos disparos.

El primer impulso de Noah fue girarse, a pesar de que era evidente que el ataque no venía desde atrás.

El volumen de los disparos había sido demasiado alto, las balas se habían disparado demasiado cerca.

La primera había derribado al carabiniere armado. La segunda parecía haber dado al joven de la radio directamente en la nuca. Se tambaleó por un momento, y después, cuando ya le salía sangre de la boca, cayó hacia delante. Noah tuvo que apartarse, de lo contrario el muerto habría caído sobre él.

Oscar y Celine gritaron a la vez. Ambos miraron fijamente a Altmann, que de pronto sostenía una pequeña pistola en la mano.

—¿Qué ha hecho? —vociferó Celine.

—Lo correcto —respondió escuetamente Altmann, y miró a Noah. Sus miradas solo se cruzaron durante una milésima de segundo, pero Noah no necesitó más para leerle el pensamiento al asesino.

«¿Qué creías?», decían los ojos de Altmann. «¿Que era una buena persona, solo porque he pilotado el avión hasta Roma? Yo mato. Es mi profesión. Y solo seguís vivos porque vuestra muerte no me conviene».

Sin dar ninguna explicación más, Altmann dejó plantado al grupo y recorrió el embarcadero con el arma aún en posición, por si había más policías en la lancha.

Noah se volvió una vez más hacia el aeropuerto y hacia los vehículos de emergencia, que ya solo estaban a unos pocos cientos de metros del embarcadero, y cuyas luces iluminaban ya todo lo que les rodeaba. Oyó que la lancha arrancaba («parece que los carabinieri estaban solos»), lo que también hizo reaccionar a Oscar y a Celine.

Corrieron juntos por la pasarela hacia la barca, que zarpaba. Saltaron literalmente en el último segundo.

La fuerza con la que arrancó Altmann hizo que todos se cayeran hacia atrás. Noah se cayó sobre el hombro herido y gimió de dolor.

Cuando se levantó de nuevo y miró hacia la orilla, los agentes que habían salido de sus furgonetas y se habían inclinado sobre los cadáveres de sus compañeros estaban ya tan lejos que Noah apenas podía distinguir sus rostros.

«Dios mío, ¿qué acabamos de hacer?», exclamó mentalmente mientras surcaban las aguas del Tíber a toda velocidad en dirección sur, hacia el centro de Roma.