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Espacio aéreo de Roma

El viento soplaba desde los trescientos grados, lo que había supuesto un golpe de fortuna. Sin el viento de espaldas no habrían tardado menos de cinco horas en llegar a Italia en el Cessna, cargado hasta los topes. Habían encontrado el avión de cuatro plazas al borde de la pista de Oosterbeek atado solo con una cuerda. Con el depósito lleno, como suelen dejarlo los pilotos experimentados, que siempre lo llenan hasta la última gota para evitar la formación de agua por condensación en épocas largas de espera. Por lo demás el avión estaba a punto y equipado con un sistema GPS, así que no habían tenido que mirar ni una sola vez los mapas del maletín del piloto.

Después de que Altmann hubiera arrancado de un tirón el cable de debajo de la columna de dirección y hubiera arrancado la hélice haciendo un puente, habían despegado en dirección noroeste.

Durante todo el vuelo habían dejado apagado el transpondedor y habían mantenido el avión a una altura inferior a mil pies, de manera que en el control de tráfico aéreo solo habrían aparecido como un pequeño punto en el radar, y si las estaciones de control de suelo los habían detectado, los habrían considerado un ultraligero o un planeador.

De tanto en tanto, cuando Altmann distinguía un aeródromo, hacía descender el Cessna. «Si alguien nos tiene en pantalla, pensará que estamos aterrizando. Resulta más inofensivo que trazar una línea recta entre Ámsterdam y Roma», había explicado su estrategia. Y había funcionado.

Doscientos ochenta minutos después se encontraban descendiendo sobre la costa tirrena, a unos treinta kilómetros de la desembocadura del Tíber, y no habían tenido ningún incidente. Los mayores problemas se habían producido ya durante la salida, cuando Adam había tenido que interrumpir el despegue porque Celine había cambiado de opinión repentinamente.

Los había perseguido con la furgoneta de forma completamente inesperada, y se había plantado ante el avión en la pista gesticulando con violencia. Después de subir a bordo, había señalado un vehículo oscuro situado en el acceso junto al edificio principal, que curiosamente no se había puesto en marcha para evitar que despegaran con el Cessna.

—Son mi gente. Saben que estoy infectado —dijo Altmann cuando ya había alcanzado la altitud de vuelo—. Tienen miedo de contagiarse. Si lo hubieran encontrado a Noah o a usted solos… quién sabe. Pero ¿conmigo cerca? No. —Negó con la cabeza.

Después de aquello, Celine parecía más inquieta, como alguien que está seguro de haber cometido un gran error, y Noah no pudo reprocharle que pensara que había pasado de Guatemala a Guatepeor.

La mayor parte del vuelo había estado callada y solo había respondido de manera concisa a las preguntas de Adam y Oscar acerca de cómo y por qué la habían implicado en aquel asunto. Y después de que Noah cometiera el error de preguntarle con delicadeza acerca de su embarazo, había enmudecido definitivamente.

En ese instante dormía, al igual que Oscar, arrullados por el ruido monótono del vuelo, con las cabezas apoyadas contra los respaldos de los asientos delanteros; al contrario que Noah, que no había pegado ojo en todo el vuelo por miedo a que Altmann sufriera un colapso mientras pilotaba.

Al principio el agente había parecido sentirse asombrosamente fuerte de nuevo, pero mientras sobrevolaban la frontera suiza, un torrente rojo había vuelto a brotarle de la nariz.

Desde entonces llevaba dos trozos de pañuelo en los agujeros de la nariz a modo de tapones. Sudaba y tenía escalofríos, a pesar de que la calefacción estaba al máximo y le daba directamente en la cara.

—Llegaremos enseguida —le oyó decir Noah. Los cuatro se comunicaban mediante micrófonos y auriculares insonorizantes. Cada vez que alguien tomaba la palabra, se oía un chasquido desagradable en el oído y había que hacer un esfuerzo para filtrar la voz del estruendo similar al ruido de un aspirador que había de fondo.

»Aterrizamos en cuatro minutos.

Era poco después de las nueve y media, surcaban una noche despejada. Sobre ellos relucían las estrellas, bajo ellos las luces de Roma formaban una alfombra resplandeciente.

—¿No te ha llamado algo la atención, Noah? —preguntó Altmann. Poco antes de los Alpes, después de que sufriera durante veinte minutos espasmos tan fuertes que Noah había tenido que sustituirle, habían comenzado a tutearse.

Miró por la ventana y asintió.

—No hay coches.

No se veían faros ni luces traseras, ningún río de coches saliendo o entrando en la ciudad.

Solo ocasionalmente un punto de luz avanzaba por una de las carreteras de acceso.

Noah cogió el smartphone de Altmann. Volaban tan bajo, que el navegador pudo conectarse a Internet. Como era de esperar, al buscar «Italia+Roma+toque de queda», obtuvo cientos de resultados de noticias actuales.

—Desde hoy a las dieciocho horas la población solo puede salir a la calle en caso de emergencia —le explicó a Altmann—. Los conciertos, los partidos de fútbol y el uso del transporte público están prohibidos. Quieren evitar que se junten grandes grupos de personas, y las calles principales deben quedar libres para el transporte de enfermos.

—Menos mal que no había ninguna epidemia —renegó Oscar tras ellos. La conversación lo había despertado. Junto a él Celine también abrió los ojos y bostezó.

—¿Dónde estamos? —preguntó mirando por la ventana.

—En un buen escollo —respondió Altmann entrecerrando los ojos. La pista de aterrizaje, que hasta entonces solo había aparecido en el ordenador de a bordo, se extendía ahora claramente ante ellos en el suelo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Celine temerosa.

No entendía qué era lo que inquietaba a Altmann. Noah sí.

—Demasiada luz —dijo, e introdujo una nueva búsqueda en el teléfono. Habían escogido un pequeño aeropuerto cerca del centro, que en invierno, especialmente a esas horas, debía haber estado tan desierto como aquel desde el que habían despegado en Holanda. Sin embargo, allí abajo no solo estaba iluminada la pista de aterrizaje, sino también todas las zonas del edificio.

»Lo sabía —dijo Noah, y leyó las noticias que había encontrado en la red—. El aeropuerto urbano de Roma está cerrado a la aviación civil. El servicio italiano de protección contra catástrofes se ha apropiado de la pista.

—¿Por qué no se pronuncia la torre de control? —preguntó Oscar desde atrás.

Altmann esbozó una sonrisa desvaída.

—Porque no puede. He desactivado la radio.

—¿Y eso por qué?

—Hemos invadido el espacio aéreo sin permiso y vamos a aterrizar sin autorización. Eso ya es bastante complicado, así que no quiero que un italiano furioso me grite además mientras lo hago.

—¿No podemos aterrizar en otra parte? —quiso saber Celine.

—¿A oscuras? ¿Sin luces de posición? ¿En una autopista por ejemplo? Olvídelo. Además, ya no tenemos carburante suficiente en el depósito como para buscar otra cosa.

—Pero si aterrizamos aquí… —Noah señaló varios vehículos de emergencias con las luces de señalización ya encendidas situados junto a uno de los edificios de tejado plano.

—Tenemos dos minutos antes de que nos detengan, lo sé.

—¿Y ahora qué?

El avión se balanceaba con el viento.

—No tengo ni la menor idea.

Noah miró por encima de Altmann por su ventanilla lateral y distinguió otra luz roja de señalización, a unos trescientos metros de distancia de la pista.

—¿Eso de ahí es el Tíber? —preguntó con el dedo índice dirigido hacia la luz de aviso que parpadeaba.

—Debería serlo, sí. ¿Por qué?

Noah se inclinó hacia atrás.

—Necesito la bolsa de plástico, Celine, por favor.

Ella la cogió de detrás de su asiento y se la pasó hacia delante.

—¿Qué te propones? —preguntó Altmann.

—Te acuerdas de que antes, en el bungalow, después de que el viejo se disparara, entré de nuevo allí atrás, ¿verdad?

«Mi padre».

—Sí, ¿y?

—Me llevé algo de allí que ahora podría ayudarnos.

Noah le mostró el contenido de la bolsa. Entonces les explicó a los tres su plan, mientras Altmann sobrevolaba una vez más el aeropuerto.