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Manila, Filipinas

—¿Queréis ir por ahí?

Jay y Marlon asintieron. Se encontraban entre los muros de unas ruinas de hormigón sin techo en una de las pocas zonas en el extremo sur de la barriada que aún no estaban tan pobladas. Nubes invisibles de hedor a putrefacción se deslizaban desde un agujero oscuro hacia sus pies.

Alicia sintió náuseas.

—No puedo.

«Noel no sobreviviría».

Apretó a su bebé contra su cuerpo.

«Nadie sobreviviría».

Noel estaba caliente y febril, como el aire que se pegaba a su cuerpo como una toalla mojada. A cuarenta y tres grados a la sombra y con más de un noventa por ciento de humedad, uno sudaba solo con respirar.

—No puedo entrar ahí.

«Jamás».

«La fosa», como la llamaban los habitantes de la barriada, era la otra cara del vertedero. Una zanja de doscientos metros de largo, tapada con tablas agujereadas, en la que se acumulaban los excrementos de diez mil personas. Su ubicación se distinguía desde lejos, ya que sobre ella zumbaban nubes oscuras de moscas que ni siquiera se dispersaban cuando uno se sentaba en una de las tablas en medio del enjambre para hacer sus necesidades.

Antes el olor era más soportable. Pero antiguamente también había épocas de monzones predecibles, cuyas lluvias por lo menos limpiaban el grueso de la porquería. Sin embargo, en los últimos años el clima había cambiado. Cada vez llovía con menos frecuencia, y cuando eso sucedía, era torrencialmente, de manera que los ríos se desbordaban y la ciudad se ahogaba en el lodo. La sequía y las inundaciones eran el motivo principal que empujaba cada vez a más campesinos a los barrios de chabolas. Los habitantes del campo hablaban de campos arrasados y cosechas de arroz completamente arruinadas. Los hombres y las mujeres que en teoría debían alimentar al país, ahora pasaban hambre y llenaban chabolas por miles; y por lo tanto también la fosa.

—Una vez estemos abajo, solo hay cincuenta metros hasta la frontera —dijo Marlon, que se había puesto la camiseta sobre la boca para protegerse del hedor. Jay lo imitó.

Algunos años atrás, en el marco de un proyecto de ayuda humanitaria, se habían conectado algunas cabañas a la fosa mediante pozos de canalización, como la celda de hormigón a la que les había conducido Marlon, que nunca había llegado a terminarse. Sin embargo, debido a que la fosa de Lupang Pangako hacía las veces al mismo tiempo de váter, de basurero e incluso a veces de cementerio al que se tiraban los cadáveres por la noche, el nuevo sistema de canalización había quedado inutilizado solo un mes después. El pozo que tenían ante ellos también estaba obstruido.

Marlon lo iluminó con la linterna que había robado con Jay Dios sabía dónde, y Alicia vio al fondo ramas, maleza y una antena de televisión que sobresalían del fango líquido.

—Si bajáis ahí, moriréis —protestó.

La semana anterior una madre había resbalado en el barro y se había caído a la fosa con su hijo. El bebé había tragado un poco del fluido marrón. Había corrido inmediatamente al hospital público más cercano, pero no habían podido reunir el dinero para el médico. La agonía del bebé había durado tres días.

«¿Y tú, Noel? ¿Cuánto aguantarás?».

—Si nos quedamos, moriremos seguro —jadeó Marlon. Tosió en la tela de su camiseta, después se la quitó.

Alicia vio que su hijo imitaba a su primo y le tendía su camiseta rota.

—¿Qué hago con esto? —le preguntó.

—Enróllasela en la cabeza a Noel.

Jay le pidió a Marlon que iluminara la fosa. Había estribos metálicos clavados a lo largo del pozo. Jay se sentó al borde del agujero y balanceó las piernas sobre el abismo.

—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Alicia. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Tenía hambre y sed, estaba infinitamente cansada después de la corta noche, e incluso el peso ínfimo de su bebé enfermo la llevaba al borde del agotamiento. Sabía que no podría reunir las fuerzas necesarias para impedir que su hijo cometiera ese suicidio.

—Incluso aunque funcione…

«… aunque no nos perdamos. No nos muerdan las ratas. No nos matemos…».

—¿Quién nos dice que los médicos de ahí fuera nos ayudarán?

«Sin dinero».

—Venga, mamá, no tenemos elección.

Jay se agarró con ambas manos al estribo superior y se metió en el pozo.

Marlon también insistió:

—Ven con nosotros. ¿O es que quieres quedarte parada a ver cómo muere Noel? Una vez lleguemos al campamento de Worldsaver, seguro que alguien se ocupa de tu bebé. Durante la última vacunación no pidieron ni un solo peso.

Alicia parpadeó para deshacerse de las lágrimas y vio que la cabeza de su hijo de siete años desaparecía en el pozo. Marlon le hizo una última señal con la cabeza y después desapareció también en el agujero.

«Dios mío, perdóname. Sea lo que sea que haya hecho».

Alicia cerró los ojos y rezó en silencio. Mientras lo hacía enrolló la camiseta de Jay sobre la boca y la nariz de Noel, que ya no emitía ningún sonido entre las tiras de bolsa de plástico con las que lo llevaba atado al pecho.

«Lo siento tanto…», pensó, y lloró porque no recordaba el pecado por el que estaba siendo tan duramente castigada.

Contuvo la respiración.

Entonces ella también descendió hacia la oscuridad, que olía a muerte y putrefacción.