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Oosterbeek, Países Bajos

—¿Dónde demo…? —Maria carraspeó. No profirió una maldición por un pelo. Una señal inequívoca de que tenía los nervios destrozados. Celine podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que había oído a su madre maldecir.

»¿Dónde demo… dónde te has metido? ¡He intentado ponerme en contacto contigo miles de veces!

Su voz vibraba de puro nerviosismo. Había descolgado inmediatamente después del primer tono. Seguro que había permanecido sentada justo al lado del teléfono esperando noticias desesperada.

«De mí. De papá».

—Estoy bien, mamá —mintió Celine, pero ¿qué otra cosa le iba a decir?

«Me han secuestrado y traído a Europa, casi me han violado, he disparado a una mujer por descuido y he estado en contacto con un infectado de gripe cercano a la muerte»; seguro que esas no eran las noticias que debía darle a su madre en su estado actual.

—Aquí han decretado el estado de emergencia por la pandemia —explicó, y observó a través del parabrisas de la furgoneta cómo Adam Altmann se subía al Cessna a unos cien metros de ella. Oscar ya se había subido, Noah aún estaba ocupado cortando la cuerda con la que estaba atado el avión al borde de la pista.

—Siento no haber llamado antes, pero nos habían suspendido las comunicaciones.

—¿Como en el JFK?

—Exacto. ¿Qué ha pasado con papá? —preguntó Celine y giró la llave de contacto. El motor se puso en marcha, y con él la ventilación. El aire caliente le sopló en la cara. Noah, que había oído cómo arrancaba, miró hacia ella y levantó el brazo a modo de despedida. Cuando había dicho que no quería volar con ellos a Roma, había tenido miedo de que los hombres la obligaran. Desde luego no Oscar, el estrafalario duende de los bosques que podría haber salido de una película del Señor de los Anillos y que, si bien le resultaba algo pasado de rosca, en general parecía inofensivo. En caso de duda era probable que hubiera podido acabar con él ella sola. Altmann, sin embargo, ya era otra cosa. No tenía duda de que, a pesar del terrible estado en el que se encontraba, aún sería capaz de doblegarla con pocas maniobras, posiblemente incluso matarla. Para su propio asombro, en quien más confiaba era en Noah, a pesar de que no habría sabido explicar por qué. Al fin y al cabo ella estaba metida en aquel embrollo únicamente por su culpa. Pero cuando lo observaba y lo escuchaba, creía ver en él a una persona que buscaba su verdadera identidad con desespero y que sufría porque otros se vieran afectados por esa búsqueda. Por eso en realidad no la había sorprendido que Noah respetara sin objeción alguna su deseo de abandonar el grupo, y que incluso le hubiera entregado el móvil de Amber, que se había llevado consigo antes de marcharse del bungalow del bosque. El móvil con el que en ese momento estaba llamando a su madre.

—¿Sabes algo de papá? —preguntó.

—No. —Maria suspiró, entonces dijo en tono de reproche—: Me habías prometido que te informarías, y después has apagado el teléfono sin más durante una eternidad sin llamarme aunque fuera un segundo. Como tu padre. Nadie me llama, nadie me informa. Me he enterado de todo lo que sé por la televisión. Dicen que el presidente se está planteando levantar el bloqueo. Pero las autoridades sanitarias lo desaconsejan hasta que se terminen las vacunaciones, o algo así. Sin embargo, parece que la enfermedad no es tan grave. Cada uno dice una cosa diferente, no entiendo nada, cariño.

—Yo tampoco —oyó maldecir a una voz de mujer de fondo. Deborah. La mejor amiga de su madre, al menos según su vecina. Deborah Knowles era viuda y vivía enfrente en diagonal. «Nuestro sistema de alarma», como le gustaba bromear a papá sobre ella. Desde que su marido había muerto de cáncer, pasaba la mayor parte del tiempo sentada sobre un cojín de felpa rojo apoyada en el alféizar de la ventana y observando la calle. Muy a pesar de Maria, se pasaba por su casa varias veces por semana sin avisar para explayarse acerca de lo que había visto (que normalmente era muy aburrido). «Si ya lo decía yo, el hijo de los Stern va por mal camino, ayer no llegó a casa hasta las dos de la mañana. En fin, qué más da, ¿has visto el BMW negro que ha pasado por nuestras calles a velocidad sospechosamente lenta? Seguro que están indagando a qué horas no estamos en casa. Ah… agárrate: Cathy Bigelow tiene un nuevo ligue, y no hace ni un año que enterró a su marido…».

Hasta el momento Maria no había tenido valor para decirle a Deborah que no estaba interesada en ese tipo de chismorreos, pero posiblemente ese día la visita había sido muy oportuna. Al menos Celine estaba aliviada de que su madre no estuviera sola en ese instante.

—¿Qué número es este desde el que estás llamando? —la oyó preguntar mientras metía la marcha.

Celine continuó con su serie de mentiras respondiendo que se trataba de «una oficina externa de la NYN».

—¿Y cuándo vendrás a casa?

—Pronto.

—¿Cómo de pronto?

Celine miró el reloj del salpicadero. Eran casi las cinco. Suspiró mentalmente.

«En cuanto haya encontrado la manera de volar de vuelta a Estados Unidos. Pero primero tengo que encontrar un médico que compruebe si el corazón de Puntito sigue latiendo, y que me trate de forma preventiva contra la gripe de Manila. Si es que eso es posible».

—No sé cuánto tardaré —dijo Celine la verdad para variar.

—Pero ¿te darás prisa?

—Sí, claro.

Metió la primera y dirigió el vehículo hacia la salida.

—¿Estás en apuros? —le preguntó su madre de repente.

—¿Que si… qué? —Celine tragó saliva—. ¿Por qué lo preguntas?

—Soy tu madre —respondió Maria, y al hacerlo sonó de todo menos natural—. Puedo preocuparme por ti, ¿no? —Se rio con tono artificial. Algo que hacía aún menos a menudo que maldecir.

—¿Qué sucede, mamá? —Celine pisó el freno para concentrarse completamente en la conversación. Por el espejo retrovisor vio que la hélice del Cessna giraba. Si la llave no estaba en el avión, como era de esperar, habían conseguido hacerle un puente con una rapidez asombrosa.

»De repente suenas rara —prosiguió Celine. De pronto alguien tosió. No junto a ella, sino a más de seis mil kilómetros de distancia.

»Mamá, no estás sola, ¿verdad?

«Por eso está tan confusa. Por eso habla tan raro».

—No, la señora Knowles está aquí…

—No me refiero a Deborah. ¿Quién más hay ahí?

«¿Acaso alguien que te da instrucciones para mantenerme en línea?».

Quiso colgar, pero el miedo por su madre se lo impidió.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Por qué estás de repente tan…? Un momento, sí, yo… de acuerdo.

Celine oyó que su madre le tendía el auricular a alguien.

—¿Cómo estás? —dijo una voz masculina familiar.

Del susto levantó el pie del embrague. El vehículo dio un salto hacia delante y el motor se ahogó.

¿Qué diablos se le había perdido a ese en casa de sus padres?

—Qué alegría oír tu voz —dijo el redactor jefe. El vientre de Celine se contrajo. Como le sucedía tan a menudo últimamente, percibía el miedo en el que en ese momento era el lugar más valioso de su cuerpo.

—Si le tocas un solo pelo a mi madre, te juro que…

—No te preocupes. Solo me he pasado por aquí al enterarme de que estaba sola para ver si todo estaba en orden.

Qué hijo de puta. ¿Habría obligado a su madre a mantenerla en línea hasta localizar dónde se encontraba?

—La verdad es que yo también me pregunto qué ha ocurrido en las últimas horas —susurró insistente.

—¿Qué quieres? —siseó Celine y agarró el manojo de llaves para arrancar de nuevo el motor.

Kevin tardó un rato en contestar, y cuando lo hizo su voz sonó diferente. Habló más bajo, como alguien que se ha apartado de un grupo para que nadie pueda oírlo. Parecía realmente preocupado.

—Escúchame bien, Celine. Sabía que llamarías a casa. Es la única razón de que esté aquí.

—¿Qué quieres? —repitió su pregunta.

—Ahora es muy importante que confíes en mí —le pidió Kevin.

—¿Que confíe en ti?

—Sé que es mucho pedir. Pero tienes que escucharme, de lo contrario estás perdida.

Celine se preguntó cómo de loca consideraba él que estaba. ¿Realmente pensaba que se creería una sola palabra que saliera de la boca del hombre que había hecho que la secuestraran violentamente?

Miró por el retrovisor. Noah también se había subido ya al Cessna y se había sentado en el asiento del copiloto junto a Adam.

—Puedes seguir jugando a tus jueguecitos, Kevin. Pero si pretendes acercarte a Noah a través de mí, te has equivocado.

—Noah ya no importa.

—¿Qué significa eso?

—La información que posee ya no nos sirve. Incluso aunque la recordara, ya sería demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para detener la epidemia? —preguntó Celine.

Kevin rio con tristeza.

—Siempre has sido mi mejor reportera.

Celine oyó el rugido del motor del Cessna. El avión se puso lentamente en movimiento.

—¿Qué quieres de mí, Kevin?

—Ayudarte. Quiero ayudarte.

—¿Crees que soy idiota?

—Por favor. Tienes que salir inmediatamente del aeropuerto.

«Así que es verdad». La había localizado durante la conversación con su madre.

—¿Por qué?

—Porque de lo contrario morirás. Llegarán en cualquier momento.

—¿Quiénes?

—Los sicarios que deben sustituir a Altmann. Por favor, olvida lo que te he hecho y déjame enmendarlo. Aquellos que van tras vosotros no tienen nada que ver conmigo ni con nuestra organización. Te lo explicaré todo más tarde, pero si no desapareces antes de que lleguen, se acabó.

Miró hacia la salida a algunos cientos de metros de ella. Activó el cierre centralizado preocupada.

—Dame un solo motivo por el que debería creerte —dijo indecisa.

¿Y si la trampa se cerraba en cuanto saliera del aeropuerto? Por otro lado, allí en campo abierto estaba tan protegida como una diana en un campo de tiro.

—¿Por qué debería confiar en ti?

Después de algunos segundos en silencio, Kevin dijo dos palabras:

—Las flores.

—¿Qué?

—Piensa en las flores.

—No entiendo nada.

Él carraspeó.

—Sé que es el momento menos apropiado posible para preguntártelo, pero ¿realmente no sospechabas de quién eran las flores que te llegaban a la redacción?

—Espera un momento…

«Pero si eran de Steven… ¿no?».

Celine recordó la sensación desagradable que se apoderaba de ella siempre que estaba a solas con Kevin. La forma en la que sostenía su mano, siempre un segundo de más.

—¿Eras tú?

Kevin rio con una inseguridad y afectación similares a las de su madre antes.

—¿Qué pensabas, que tu ex se pasaba cada vez por allí y colocaba las rosas en un jarrón?

«No me lo creo. Está mintiendo».

Vio por el retrovisor que el Cessna se alejaba cada vez más de ella.

—No te deseo ningún mal, Celine. Nunca lo he hecho. Siento en el alma que te hayas visto implicada en todo esto. Nunca tendría que haberte encargado esta historia. Pensaba que nos uniría.

—¿Que nos uniría? Me va a matar, pedazo de… cabrón.

En ese mismo instante sucedió algo que contrajo sus entrañas todavía más: en el acceso al aeropuerto apareció un vehículo oscuro.

—Mierda —se le escapó.

—¿Ya están ahí? —exclamó Kevin, más que preocupado. Sonaba aterrorizado.

Celine contuvo el aliento de puro miedo.

«¿Qué hago?».

Si Kevin decía la verdad, tenía los segundos contados. ¿O no era más que una táctica para obligarla a hacer alguna tontería?

«¿Como por ejemplo escapar de mis salvadores?».

¿Y si Kevin contaba con que haría lo contrario de lo que él le aconsejara porque no confiaba en él?

Celine miró por última vez por el retrovisor.

El Cessna estaba llegando al extremo de la pista para despegar contra el viento en dirección noroeste.

Miró de nuevo hacia delante.

El vehículo oscuro se había detenido y hacía señales con las luces largas.

«¿Quién eres? ¿Amigo? ¿O enemigo?».

Celine lo pensó una última vez. Barajó todas las opciones.

Y tomó una decisión.