Roma, Italia
—Sí, vale. Entiendo. De acuerdo.
El doctor Bertani cortó la conexión. El propietario de la clínica, al que había informado de los últimos acontecimientos inmediatamente después de la videollamada de Kilian Brahms con Noah, estaba muy satisfecho.
—Lo ha hecho usted bien —transmitió Bertani los elogios de su jefe al paciente.
Brahms lo miró dubitativo. Su ojo derecho derramó una lágrima.
—¿Sí?
—Desde luego, ha sido perfecto.
—Pero…
—Que sí, que sí. —Bertani dio palmaditas en el hombro a Kilian—. No tiene nada que reprocharse.
—Pero ¿por qué? —preguntó Kilian con voz ahogada. Las lágrimas corrían ya descontroladamente por ambas mejillas.
Bertani le cogió del brazo para consolarlo.
—¿Por qué he tenido que mentirle? —Lloró con la cabeza apoyada en el hombro del médico. Los fuertes sollozos estremecían todo su cuerpo.
—Shhhh —trató de tranquilizarlo Bertani—. Su intervención ha sido realmente excelente.
—Pero en realidad no sé dónde está el vídeo.
El psiquiatra le tocó el hombro en un gesto comprensivo. El numerito de compasión comenzaba a resultarle demasiado, pero de todas formas añadió tranquilizador:
—A veces es necesaria una mentira piadosa para enderezar las cosas.
—¿Usted cree?
—Estoy convencido.
Kilian aspiró por la nariz.
—¿Puedo irme ya?
—Sí.
—Por fin veré a mi familia, ¿sabe?
—Lo hará, sí.
«Más rápido de lo que le gustaría».
Bertani contó mentalmente hasta tres. Entonces rodeó el cuello de Kilian con ambos brazos y los apretó a tal velocidad y con tanta fuerza que se lo rompió.
Su vejiga se vació. El pijama de Kilian Brahms se fue oscureciendo a medida que avanzaban, pero Bertani se aseguró de no entrar en contacto con la sustancia húmeda.
Le esperaba un largo viaje y no tenía tiempo de cambiarse antes.