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Dos minutos después la furgoneta blanca giró hacia la plataforma del aeródromo privado. El terreno se abarcaba rápidamente con la vista: una pista, un edificio de techo plano a modo de terminal, sin vallas, ni barreras, ni torre de control. La pista de aterrizaje no estaba descongelada y parecía muy corta, era un milagro que un jet hubiera aterrizado allí.

Resultaba menos sorprendente que el lugar no estuviera controlado. En invierno el aeródromo no tenía ninguna relevancia para el tráfico público.

—¿En serio? —preguntó Oscar desde atrás después de que Noah les hubiera hecho a todos un resumen aproximado del contenido de la conversación—. ¿Quieres volar a Roma por un paciente trastornado en pijama que te ha llamado desde una celda de hormigón?

—¿Tienes alguna idea mejor?

Si Kilian Brahms decía la verdad, ese periodista era su única oportunidad de averiguar algo acerca de su identidad y así saber cuáles eran las posibilidades de detener la enfermedad.

—Sí, la tengo. ¿Por qué no vamos todos a la clínica más cercana? —preguntó Oscar señalando a Altmann—. Vamos, ahora que este de aquí nos ha contagiado a todos con el ébola, la peste, lo de Manila o sabe Dios qué.

Noah se disponía a resumirle brevemente a Oscar la conversación que había mantenido con Kilian Brahms, de la que su compañero apenas habría podido oír nada desde la parte trasera, pero Altmann se le adelantó con un comentario desconcertante.

—La enfermedad no existe. —Sonrió y se apretó la nariz con dos dedos.

—¿Cómo?

—Eso dice el presidente. Si tiene razón, no soy contagioso. Recibí la noticia en el móvil por el servicio de noticias poco antes de llegar a donde estaban.

—¡Ja! —Oscar señaló varios pañuelos ensangrentados en el suelo—. Eso no se lo cree ni usted. Ya va siendo hora de que nos hagamos con ese ZetFlu.

—¿Cuántas veces tengo que decirlo? —dijo Altmann con voz nasal—. Yo he tomado esa cosa. ¿Tengo el aspecto de una persona con la que grabarían un vídeo de antes y después?

—Entonces ese tal Brahms tiene razón, y usted es una de esas personas dignas de lástima en las que el ZetFlu no funciona —intervino Celine en la conversación.

«Pero quizá deberíamos conseguir las pastillas. Puede que nosotros tengamos más suerte». Estas palabras flotaban en el aire.

Noah perdió la paciencia. Abrió la puerta del conductor, salió del vehículo al frío, fue a la parte trasera y abrió las puertas de golpe.

—No quiero obligar a nadie a venir conmigo —dijo—. Cada uno de vosotros es libre de acudir al hospital más cercano con la esperanza de que lo curen. Pero si efectivamente soy el doctor David Morten, entonces la respuesta a si podemos sobrevivir a todo esto está en mi cabeza o en Italia en un vídeo; y en estos momentos la última opción me parece ligeramente más factible que averiguar dónde están almacenados mis recuerdos.

Silencio.

—Bueno, la pregunta ahora es: ¿cómo vamos a llegar hasta allí? —dijo Celine finalmente con tono inexpresivo. Se había quedado sentada en la parte delantera y señaló la pista desierta—. Se ha marchado.

—¿Quién? —quiso saber Oscar.

—El avión con el que me secuestraron. Parece que el piloto se ha esfumado con él.

—Así que tu fantástico plan se ha estropeado, Noah. —Oscar se levantó entre gruñidos—. ¿O debería decir «doctor Morten»? —Dio un golpe con el pie—. Con este cacharro tardaríamos al menos dos días en llegar a Roma.

—Pero con eso no tardaríamos ni cinco horas.

Altmann señaló por encima de Noah hacia un pequeño avión de hélice que parecía abandonado en una zona de césped sin nieve al borde de la pista de despegue.

—¿Sabe pilotar ese trasto? —preguntó Noah y observó que Altmann se levantaba del banco y se sostenía sobre sus piernas temblorosas agarrado a una de las cadenas con las que debían haberlos esposado pocas horas atrás.

—Me ofende. Es un Cessna 182. —Altmann se tambaleó hacia Noah sacudiendo la cabeza—. La próxima vez pregúnteme si sé atarme los zapatos.