26

El sendero se ensanchó, pasaron junto a una cabaña de los forestales y un letrero, probablemente colocado allí para los paseantes. Más adelante Noah distinguía la carretera comarcal de la que se habían desviado. Aceleró de nuevo con la esperanza de haber rodeado el bloqueo.

—¿Por qué queríamos vernos? —le preguntó al hombre que acababa de declararlo muerto. Le vino a la mente la imagen del cadáver sangrando ante la chimenea otra vez, pero ya no era tan clara como en el momento del flashback, cuando lo había recordado al entrar en la suite.

«Mi memoria. Cada vez es peor. No mejor».

—Por la fase tres. —Kilian Brahms se rascó la papada—. Quería hablar de la fase tres.

—¿Qué es eso?

Brahms parpadeó desconcertado.

—No entiendo por qué me hace estas preguntas. Fue usted quien me informó.

—¿Sobre qué?

—¿Qué es esto? ¿Una prueba?

—No, no es una prueba. He perdido la memoria, Kilian, y se nos acaba el tiempo. Por favor, cuénteme todo lo que sepa.

Su interlocutor abrió la boca, apartó la mirada de la pantalla indeciso, y entonces dijo:

—De acuerdo, ¿por dónde empiezo?

—Por el principio. ¿De qué nos conocemos?

Los neumáticos de la furgoneta rodaban de nuevo sobre terreno asfaltado desde que Noah había dejado el camino forestal girando a la derecha. En el carril contrario el tráfico había formado un atasco hasta el bloqueo, que ahora aparecía en el espejo retrovisor de Noah. No se distinguía la causa del mismo, era posible que hubiesen cortado la carretera por un accidente, pero Noah tenía sus dudas.

—Soy una especie de reportero —explicó Brahms. Cuanto más hablaba, más se notaba su acento británico de Oxford—. Trabajo para AF, «Anonymous Force». Luchamos por la libertad de información, hackeamos las bases de datos de los ricos y poderosos, proporcionamos al mundo la información que los medios nos ocultan.

—¿Y yo le revelé un secreto?

El navegador había recalculado en quince minutos el trayecto hasta el aeródromo.

—Oh, sí. Y vaya secreto. —Brahms rio forzado—. Quería mostrarme un vídeo.

—¿Del Club Bilderberg? —preguntó Noah, elevando el tono de voz más de lo que pretendía.

Por el retrovisor vio que Oscar estiraba la cabeza con interés.

—De una organización escindida.

—¿Room 17?

Celine lanzó una mirada de sorpresa a Noah.

—Amber llevaba un colgante con el número 17 —susurró.

«Y el asesino un tatuaje».

—Creía que no recordaba nada —preguntó Brahms desconfiado.

Como el tráfico era cada vez más intenso, Noah ya no podía mirar a la pantalla tan a menudo.

—Me he ido enterando de algunas cosas —respondió—. ¿Qué hay en el vídeo?

—El proyecto Noah. Cómo se decidió. Todo el plan.

«¿Noah?».

Soltó una mano del volante para echar un vistazo al tatuaje, como si temiera que hubiera desaparecido, al igual que su memoria.

Brahms inspiró profundamente antes de iniciar un breve monólogo:

—En 1972 una reunión de científicos, industriales, políticos e intelectuales, conocida como el Club de Roma, profetizó por primera vez el colapso de nuestro planeta, debido a que la explotación abusiva de la naturaleza no puede seguir el ritmo del crecimiento vertiginoso de la población mundial. Mientras que el Club de Roma es una asociación democrática, pacífica y abierta, cuyo objetivo con sus pronósticos demoledores es que la población cambie de actitud, en torno a Room 17 se ha formado una organización secreta radical que quiere reducir la humanidad a unas dimensiones tolerables mediante la violencia.

—¿A cuánto? —preguntó Noah, a quien estas explicaciones le resultaban familiares, a pesar de que no estaba seguro de en qué ocasión se las había presentado Oscar.

—La mitad —concretó Brahms con voz apagada.

Noah miró a Celine, que había dejado caer el teléfono del susto. Levantó de nuevo la mano, aunque seguía temblando.

—¿Tres mil quinientos millones de personas? —preguntó Noah—. ¿Cómo debía perpetrarse este genocidio demencial? ¿Con ayuda del virus de Manila?

—Sí y no —dijo Brahms—. Lo de Manila es solo una de las tres fases.

Mientras se concentraba en la conversación, cada vez más extraña, Noah tenía que frenar regularmente porque los coches que venían en dirección opuesta invadían su carril para virar.

—¿Qué sucederá en las dos primeras fases?

—Sucedió, David. En pasado. Las fases uno y dos del proyecto Noah ya están activas. Estamos infectados, todos nosotros.

—¿Quién es «nosotros»?

—Prácticamente toda la humanidad.

En la pantalla Brahms levantó el índice con gesto sabihondo.

—Sé que suena increíble. Pero si conoce el Club Bilderberg, sabrá que sus miembros se cuentan entre las personas más influyentes y adineradas del planeta. Mandamases económicos, presidentes de Estado, dueños de imperios mediáticos. Los gobiernos de los países no son más que distracciones para el pueblo. El auténtico parlamento que toma las decisiones por nosotros no ha sido elegido por nadie. Olvídese de la ONU, del Parlamento Europeo, del Consejo de Seguridad. Solo existe un único gobierno mundial de peso, pero no es tan estúpido como para someterse a la voluntad del pueblo.

Esto también le resultaba familiar a Noah.

Brahms hizo una pausa y añadió:

—Esas fueron sus propias palabras. ¿De verdad no se acuerda?

Noah negó con la cabeza mientras atravesaba un paso subterráneo a velocidad de paso.

—Sin embargo, Room 17 es como un ejército escindido, e incontrolable, del Club Bilderberg. ¿Lo conoce?

—He oído hablar de él.

Para escapar del atasco, justo después del paso subterráneo giró sin poner el intermitente hacia una vía de servicio que separaba dos colinas. De inmediato, el navegador se puso a buscar una nueva ruta.

—Son los más radicales entre los radicales —explicó Brahms. Hablar parecía sentarle bien. La inseguridad que había transmitido al principio de la conversación prácticamente había desaparecido.

—Sus objetivos no tienen nada que ver con los del Club de Roma. Tampoco con los de Bilderberg. Room 17 quiere establecer un nuevo orden mundial en el que las naciones ricas puedan seguir viviendo a costa de los menos privilegiados. Incluso según cálculos conservadores, si los países industrializados siguen como hasta ahora, en 2052 experimentaremos el colapso total. El petróleo se habrá agotado, la Tierra se habrá calentado más de cuatro grados, la vida apenas será posible en las grandes ciudades debido a la contaminación medioambiental.

A juzgar por el tono rutinario que había adquirido su voz, parecía que Brahms pronunciaba este discurso a menudo; al menos mentalmente para un público imaginario. Solo un ligero temblor aquí y allá al final de las palabras y una entonación algo exagerada revelaban lo nervioso que estaba; y lo mucho que le quemaba por dentro lo que decía.

—Actualmente ya estamos emitiendo el doble de gases de efecto invernadero de los que pueden absorber bosques y mares. Actualmente los ciclones, las inundaciones y los terremotos ya nos cuestan más dinero del que ganamos mediante la explotación de materias primas. Y en estos momentos mil millones de personas sufren ya escasez de agua potable, mientras que cada estadounidense consume ochenta litros al día. Estas son sus cifras, David. Cualquiera puede leer los datos en Internet, pero hasta que mantuvimos nuestra conversación yo no sabía que la producción de un único kilo de carne de cerdo requiere diez mil litros de agua. Y en China están empezando a cogerle el gusto. Si todos vivieran como los norteamericanos y los europeos, hoy en día ya no tendríamos suficiente agua disponible para cultivar los campos de la Tierra. ¿Qué pasará en 2050, cuando tengamos que alimentar a nueve mil millones de personas?

Noah, que conducía en dirección norte y según la brújula se dirigía directamente al aeródromo, a cuatro kilómetros de distancia aún, dijo:

—Tiene que haber alguna manera de evitar la catástrofe que no sea un asesinato en masa a escala mundial.

Brahms se echó a reír.

—Oh, claro que la hay. Podríamos renunciar a la cría de animales a gran escala y a la comida basura; a los coches rápidos, a los vuelos baratos y al turismo de masas; al agua mineral, que se transporta por todo el mundo en barcos con motor diésel; a los pedidos por Internet que aparecen en nuestro buzón al día siguiente, sin gastos de envío a pesar de que el transporte y el embalaje contaminan el medio ambiente, la mayoría de las veces por partida doble porque pedimos tres pares de zapatos con la intención de devolver dos de ellos. Resumiendo: podríamos renunciar al crecimiento económico descontrolado. Si todos viviéramos como los indios en la selva amazónica, cuyo espacio vital estamos talando para criar ganado vacuno en los campos arrasados, que después convertiremos en comida para perros, entonces habría en nuestro planeta sitio para otros nueve mil millones, sin necesidad de construir una sola central nuclear.

—Pero nadie quiere eso —susurró Noah.

Celine sacudió la cabeza incrédula. Noah se preguntó si ella también luchaba contra la imagen de montañas de cadáveres apiladas en las cunetas a consecuencia de una eutanasia masiva.

—Nadie en el mundo occidental. Al contrario: cuando hace años en Alemania el crecimiento económico amenazaba con disminuir, la entonces canciller animó a la población a llevar al desguace coches aún en buen estado. Los ciudadanos de uno de los países más ricos del mundo recibieron dinero, una supuesta prima por desguace, para comprar un coche nuevo y consumir más materias primas, mientras que en los países más pobres del mundo los niños mueren de hambre porque no hay gasolina ni vehículos para transportar la ayuda.

A cierta distancia Noah distinguió un mástil con una veleta, es decir, la primera señal del aeropuerto.

—Suena como si apoyara a Room 17.

Brahms se echó a reír de nuevo con cinismo.

—La paradoja es que estos criminales se consideran ecologistas. Quieren reducir la población a unas dimensiones tolerables para que podamos seguir teniendo gasolina barata, seguir evacuando nuestra mierda con agua potable y seguir pudiendo sentarnos en las terrazas de los restaurantes en invierno bajo estufas. No se consideran criminales, sino realistas. Como el ser humano es egoísta por naturaleza y no cambiará su estilo de vida, debemos reducir el número de personas si no queremos exterminarnos a nosotros mismos por completo.

—¿Y el plan con el que eso se llevará a cabo, tiene tres fases y se llama proyecto Noah?

—Exacto.

—¿Qué sucedió en la primera fase? —Había empezado a lloviznar y Noah encendió los limpiaparabrisas.

Brahms bajó la cabeza y franqueó la vista a una pared lisa de hormigón grisáceo, después se pasó la palma de la mano por la cara. Estaba sudando.

—Entre los miembros fundadores de Room 17 hay varios propietarios de refinerías de petróleo y compañías aéreas. ¿Recuerda nuestra conversación sobre los chemtrails?

La mirada de Noah se dirigió de nuevo a través del espejo retrovisor hacia Oscar, que le tendía un pañuelo a Altmann.

—No eche la cabeza hacia atrás —le oyó decir—. Es mejor que deje que sangre.

Noah se concentró otra vez en Brahms.

—En un único día despegan solo desde Atlanta tantos aviones que su red de emisiones de gas de combustión cubre prácticamente todo el planeta. A lo largo de los años Room 17 ha contaminado el queroseno con un virus del herpes manipulado.

—¿Herpes?

A Noah le habría gustado tener la oportunidad de echar otro vistazo al currículum del doctor Morten que Oscar había imprimido. Recordaba la investigación en nanobiología y los microchips fluidos.

«Pero ¿herpes?».

—Un patógeno que puede ocultarse en el cuerpo durante décadas y pasar desapercibido hasta que por fin despierta. Era el envoltorio del siguiente componente mortal.

—¿Cuál?

—La peste.

—Un momento, eso quiere decir que estamos todos…

El navegador, que durante los últimos minutos no había encontrado ninguna ruta, mostró de pronto la banderita de destino. El terreno del aeródromo se extendía a la derecha de su carril detrás de un muro con aspecto de dique.

—Vaya, estoy empezando a sentirme estúpido contándole lo que usted mismo me explicó cuando me visitó en Roma —se quejó Brahms—. Al principio no quería creerlo cuando me dijo que estábamos todos infectados con un patógeno de herpes y peste. Entretanto el germen genéticamente modificado se ha introducido en nuestra herencia genética. Todos llevamos una bomba de relojería en nuestro interior. Para demostrármelo hizo referencia a la cantidad de alergias que surgen cada vez con más intensidad en los países occidentales desde los años ochenta. Al parecer no son efectos secundarios de la contaminación medioambiental, sino los síntomas visibles de la fase uno.

—¿Y fui yo quien la activó?

—No. Fue su padre.

Noah pensó en el viejo y oyó en su mente el disparo que los había hecho salir del bungalow.

—Usted es responsable de la fase tres. Desarrolló la sustancia activa que despierta el virus del herpes de su letargo y libera el patógeno de la peste.

Noah miró hacia atrás, hacia Altmann, al que la sangre le seguía goteando de la nariz. Hacia Celine, que se había apartado y miraba por la ventana del copiloto con una mano sobre la tripa.

«No».

No podía ser verdad. No debía ser verdad.

—Pero ¿yo quería dejarlo? —preguntó.

—Sí.

La respuesta de Brahms no ayudó a mitigar la repulsión que sentía hacia sí mismo.

—Poco después de las campañas de vacunación.

«¿Vacunación?».

—¿Así que existe un antídoto? —Noah notó que Celine se volvía de nuevo hacia él.

—Sí, pero solo para personas escogidas. Para el Club Bilderberg, el ejército, así como médicos, industriales, políticos e intelectuales que serían importantes en la etapa posterior.

—¿Eso fue la fase dos? —preguntó Noah.

—Exacto. Lo que se conocía como selección de aquellas personas a las que Room 17 consideraba dignas de seguir vivas. Para separar a la gente prescindible de los personajes decisivos, en todo el mundo se inventaron enfermedades o se presentaron en los medios con histerismo exagerado. Las vacunas que se distribuyeron supuestamente contra el SARS, la enfermedad de las vacas locas, la gripe aviar o la porcina, en realidad neutralizaban el patógeno NOAH; al menos los preparados reservados a esos pocos afortunados.

—¿De cuántas personas estamos hablando?

—¿Las consideradas imprescindibles en el proceso de selección? Un millón, quizá dos. La mayoría, como el presidente de Estados Unidos, fueron vacunadas sin que lo supieran. Creyendo que prevenían la gripe aviar, en realidad se estaban salvando de una enfermedad que aún no había aparecido y que en la actualidad conocemos como gripe de Manila. Una enfermedad cuya tasa de mortalidad supera el cincuenta por ciento.

«Tres mil quinientos millones de personas. La mitad de la población mundial».

—¿Cómo quería yo detener la fase tres? —preguntó Noah, y apenas había formulado la pregunta, tuvo una idea—. Con su ayuda, con Anonymous Force, quería informar al mundo y poner el remedio a disposición de todos, ¿no?

—ZetFlu —oyó susurrar a Celine, y Noah recordó la noticia sobre el atentado contra el dueño de la multinacional farmacéutica («¿cómo se llamaba?») que quería sacar el preparado al mercado gratuitamente.

«¿También estuve en contacto con él? ¿Me vi con él y le confié el antídoto? ¿Por eso está amenazado de muerte y han destruido sus fábricas con bombas?».

—Es algo más complicado —oyó que respondía Brahms crípticamente. Su voz volvía a sonar insegura, o eso parecía.

—¿A qué se refiere?

—No tuvo mucho tiempo cuando se vio con Zaphire en Kenia.

«Zaphire. Kenia». Esas eran las palabras que buscaba Noah.

—No pudo enseñarle el vídeo antes de mor…, eh, bueno, antes de desaparecer, y ahora él no sabe que ZetFlu solo es efectivo en circunstancias concretas.

Noah asintió y miró a Altmann. Eso explicaba algunas cosas.

—¿Y qué condiciones son esas?

Brahms sacudió la cabeza con expresión de tristeza.

—Como ya le he dicho, es muy complicado. Lo mejor será que vea el vídeo.

—¿Lo tiene? —preguntó Noah como electrizado.

«¿La cinta por la que me persigue tanta gente?».

—En este momento no. Está… —Brahms se mordió el labio inferior y bajó la mirada—. Está en un lugar seguro. Me lo llevé cuando lo encontré muerto en el Adlon.

Tragó saliva con dificultad y le dio la dirección de Neo Clinica en el Trastevere.

—En cuanto llegue a Roma se la devolveré.