Oosterbeek, Países Bajos
—¿Hola?
Una única palabra, pronunciada con esfuerzo, y Noah supo cómo se sentía la asustada persona que llamaba. El hombre sonaba como un niño que está solo en casa por primera vez y de pronto oye ruidos en el sótano.
—¿Hay alguien ahí?
Noah intuyó el miedo que tenía el desconocido a recibir una respuesta a su pregunta.
Noah estaba sentado en el asiento del conductor de la furgoneta y conducía a la máxima velocidad posible a través del estrecho camino forestal hacia la salida a la carretera comarcal. Antes había sacado los cadáveres de los secuaces de Amber de la zona de carga y los había dejado bajo el pino.
—¡Cuidado! —gritó Celine cuando salió a la carretera comarcal sin frenar.
Estaba sentada junto a él en el asiento del copiloto, Oscar mantenía a Altmann a raya con una pistola en los bancos de la parte trasera. Una medida de seguridad probablemente innecesaria teniendo en cuenta que el sicario no habría llegado hasta el vehículo sin ayuda.
—¿Quién es? —preguntó Noah a quien llamaba, cuyo número, indicado en la pantalla, empezaba por +3906. Ya era el segundo intento. La primera vez Noah no había descolgado. Primero había tenido que averiguar la causa del disparo. No había sido el sustituto anunciado de Altmann, como habían supuesto al principio, sino el viejo en la zona de cuarentena. Noah había confirmado el suicidio, y por impulso había metido los dos trajes protectores que había en el suelo en una bolsa y se los había llevado. Entonces se habían marchado del bungalow.
—Me llamo Kilian Brahms —respondió quien llamaba a la pregunta de Noah. Sonaba aturdido—. ¿Por qué contesta usted su teléfono?
—¿El teléfono de quién?
Noah pisó el freno y detuvo la furgoneta en medio de la carretera. Ante ellos se extendía un kilómetro de carretera libre, pero detrás de una colina unas luces que parecían flashes iluminaba el cielo.
«Están cortando la carretera».
—¿Y por qué imita su voz? ¿Es que quiere sonar como él?
—¿Como quién? —preguntó Noah.
El hombre tosió.
—Como David Morten. ¿Lo mató usted?
—No.
Noah miró la pantalla del sistema de navegación. Celine había recordado el nombre del aeropuerto en el que se encontraba el jet con el que la habían secuestrado, y el ordenador había calculado el trayecto más corto hasta allí. Por desgracia parecía llevarlos a través de una ruta cortada por la policía, o quizás incluso por el ejército.
Metió marcha atrás. Si no recordaba mal, doscientos metros más atrás habían pasado junto a un desvío hacia un camino forestal.
—¿Por qué sabe que está muerto? —preguntó Noah, con el móvil sujeto entre el hombro y la barbilla, con la mirada puesta en el espejo retrovisor derecho.
—Lo vi morir. En el hotel.
—¿Estuvo en el Adlon?
—Será mejor que cuelgue antes de que…
Noah se había parado delante del desvío y giró hacia el bosque. El navegador reconoció la línea en el mapa, pero les advirtió de que estaban abandonando la red de carreteras.
—¿Hola? ¿Sigue ahí? —preguntó Noah.
Por el teléfono oyó un zumbido en la línea, después una voz de fondo que le decía algo al hombre en un idioma extranjero («¿Español? ¿Italiano?»), que después de un breve susurro volvió a hablar.
—De acuerdo, escúcheme atentamente…
Noah escuchó durante un minuto a Kilian Brahms darle instrucciones que evidentemente él mismo acababa de recibir. Noah cortó la conversación sin decir ni una sola palabra más.
—¿Quién era? —preguntó Celine, con una mano agarrada al cinturón y la otra al asidero que había sobre la puerta.
Iban a toda velocidad por un terreno helado tan duro como el hormigón que seguramente solo utilizaban los vehículos de los guardabosques, si es que alguien lo hacía, y desde luego no a semejante velocidad.
—Enseguida lo averiguaremos —respondió Noah y buscó el contacto visual con Altmann a través del retrovisor—. ¿Tiene un portátil o un smartphone con Internet? —le preguntó.
Altmann asintió y se llevó la mano al bolsillo del pantalón.
—¿Tiene instalado algún programa de videoconferencia?
—Aquí tiene. —Altmann le pasó por encima de Oscar un móvil plano con la aplicación ya abierta.
—Gracias.
Noah le pidió a Celine que lo sujetara de manera que él pudiera ver la pantalla sin tener que soltar las manos del volante. Abrió la lista de llamadas de su propio móvil y le dictó a Celine el número de catorce cifras desde el que acababan de llamar. Ella lo tecleó en el smartphone de Altmann y pulsó el botón verde para establecer la conexión.
—El prefijo es italiano —mencionó Oscar desde atrás. Altmann lo secundó. Noah recordó los sellos de entrada de los pasaportes.
«Roma. Ámsterdam y… maldita sea. ¿Cuál era la tercera ciudad que había visitado?».
Giró hacia la izquierda hacia un camino más estrecho todavía. El sendero apenas era transitable, las ramas arañaban la pintura de la furgoneta. Noah tuvo que reducir considerablemente la velocidad.
«Cada vez es peor. No mejor».
De pronto se oyó un pitido tan fuerte que se estremeció. Cuando descolgaron al otro lado de la línea, aún pasaron cinco segundos hasta que la pantalla mostró una imagen decente.
Noah distinguía a un hombre de pelo castaño de treinta años de edad como máximo. El cuello largo y delgado estaba coronado por una cabeza redondeada, como un globo sobre una vara. Una luz halógena le iluminaba directamente la cara, por lo que tenía los ojos entrecerrados. Su aspecto era pálido y enfermizo, una imagen reforzada por las manchas rojas en el cuello y la frente; posiblemente sufría neurodermitis o psoriasis. Sus orejas tenían un tono rojo vivo, como si acabara de escapar del frío, en cambio su pijama encajaba con la impresión que daba de acabar de despertarse. Sus dientes eran largos y rectos, a excepción de uno de los colmillos superiores, que sobresalía como el pico de un pájaro sobre el labio superior, el cual se había mordido hasta hacerse una herida. Dos cosas le resultaron evidentes a Noah: el hombre estaba en muy malas condiciones; y no había visto a Kilian Brahms en su vida.
«Al menos no lo recuerdo».
—¿Me ve? —preguntó Brahms a través del manos libres del móvil. El runrún del motor diésel se tragaba su voz, Celine era la única que también lo oía.
—Sí. ¿Usted a mí también?
—No, solo veo que la pantalla parpadea con intensidad.
—Hay que girar la cámara —sugirió Celine.
Pulsó un botón con el que se activó el modo de autorretrato del teléfono, de manera que la cámara, que hasta entonces había grabado el salpicadero, ahora enfocaba la cara de Noah. La reacción de Brahms fue dramática.
—¡Joder! —gritó. Sus ojos se abrieron de puro espanto y amenazaron con salirse de sus órbitas. Abrió completamente la boca e hinchó las aletas de la nariz; al mismo tiempo movía el dedo índice por el aire ante la lente de la cámara.
—Es imposible —graznó—. Completamente imposible.
—¿Qué le sucede? —preguntó Noah.
—Es usted de verdad.
—¿Quién?
—David Morten.
—¿Nos conocemos?
—Sí, teníamos una cita.
—¿Cuándo?
—Hace un mes, en Berlín. En el hotel Adlon. Pero… pero es imposible.
—¿Por qué?
Una fuerte ondulación del terreno sacudió el vehículo y a sus ocupantes.
—Porque ya estaba muerto cuando entré en su habitación.