—¿Cómo nos ha encontrado?
Altmann respondió con la boca llena.
—Gracias a la pistola con la que me está apuntando. Que por cierto puede dejar por ahí. Lo único que funciona en ella es el localizador y el dispositivo de escucha. Podría decirse que fue una suerte que se apropiara de algunas armas de su comité de bienvenida en la estación.
Altmann tosió con sequedad. Señaló con el pan el cadáver en el suelo.
—Con esa imitación no habría podido hacerlo.
Noah observó incrédulo la pistola que tenía en la mano. Si Altmann decía la verdad, se trataba de una réplica perfecta.
—¡Me la pasó al montarnos en el tren! —constató finalmente, apuntó al techo de la habitación y apretó el gatillo. En lugar de un disparo, solo oyó un suave clic.
—Siento el forcejeo. Entonces no conocía mi estado. Si tengo el virus, probablemente lo haya contagiado —dijo Altmann, y levantó una mano a modo de defensa cuando Noah dejó la imitación y sacó la otra arma del bolsillo de su chaqueta.
—No se preocupen, no les haré nada. Aquí tienen. —Altmann deslizó su propia arma hasta los pies de Noah—. Ahora estoy desarmado.
—¿Qué quiere? —preguntó Noah sin perder a Altmann de vista. Le chutó el arma a Oscar, pero fue Celine quien la levantó del suelo con las puntas de los dedos.
—Bueno, al principio quería matarlos —respondió el sicario—. Pero ahora quiero lo contrario.
—¿Quién es usted?
Altmann dejó el plato, ahora vacío, sobre el reposabrazos y se inclinó hacia delante.
—Trabajo para el gobierno de Estados Unidos. O mejor dicho: trabajaba para ellos. Mi trabajo era solucionar conflictos que no pueden zanjarse por la vía democrática.
—¿Por eso nos persigue a nosotros? —intervino Oscar en la conversación. Sorprendió a Noah una vez más con su perfecto inglés.
Altmann lo miró.
—No hay ningún «nosotros». —Señaló a Noah—. Solo hay un «él».
—¿Y por qué debe morir? —preguntó Celine con voz estridente—. ¿Por qué todo el mundo va tras él?
—Durante mucho tiempo yo tampoco lo tuve claro —dijo Altmann. Su mirada vagaba de Celine a Oscar y a Noah—. Jamás recibo información concreta acerca del currículum y el historial de mis objetivos. Al fin y al cabo usted tampoco querría que el camarero le dijera cuál era el mote cariñoso del conejo antes de servírselo.
Aspiró por la nariz.
—Perdón, ahora que lo pienso, eso ha sido una comparación de mal gusto. Suena como si hubiera querido comérmelo, Noah. —Se rio entre dientes—. A lo que quiero llegar es que, después de todo lo que he visto y he oído —se tocó la sien con el dedo índice—, y han sido muchísimas cosas desde que prácticamente me conecté a usted mediante esa réplica, tengo claro que aquí hay una enorme conspiración en marcha. Un atentado biológico a escala mundial que posiblemente haya tramado usted.
Le pidió a Noah un ibuprofeno y un vaso de agua, pero este ignoró la petición de Altmann.
—¿Qué quiere de mí? —repitió sencillamente su pregunta, y comprobó el cargador. Tardó medio segundo en convencerse de que estaba lo bastante lleno.
Altmann expulsó aire con fuerza. De pronto parecía infinitamente cansado:
—Es usted un enigma para mí, Noah. Estoy bastante seguro de que es usted un científico que desarrolló un virus que está a punto de diezmar gran parte de la población mundial. Yo incluido. Sin embargo, para tratarse de un investigador, posee usted asombrosas cualidades como asesino.
—Eso no responde a mi pregunta. Por última vez: ¿por qué está aquí, si no quiere matarme?
—¿Acaso es tan difícil de adivinar? —preguntó Altmann, y se levantó del asiento con gran esfuerzo. Su traje estaba arrugado, la camisa le colgaba por fuera del pantalón. Se tambaleaba ligeramente, como un niño pequeño que se sostiene por primera vez sobre las dos piernas.
»¡Sálveme! —Su voz era clara e insistente, pero no suplicante.
—¿Cómo dice?
Noah estuvo a punto de bajar el arma de pura perplejidad.
Altmann tragó saliva con dificultad. Fuertes dolores parecían llenarle los ojos de lágrimas.
—He tomado ZetFlu, pero no funciona. ¿Por qué?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Deje de tomarme el pelo, Noah, David, o como se llame. Si ha creado la epidemia, también conoce el antídoto. Quiero tenerlo, ya.
—¿Y si no qué?
Altmann suspiró.
—Si no nada. Me he congelado sobre una moto robada durante una hora para llegar aquí y amenazarlo de muerte. Mis jefes me han apartado de la misión y no represento peligro alguno para ustedes. Sin embargo —miró el reloj—, me imagino que mi sustituto ya estará de camino.
Como si hubiera querido demostrar la veracidad de la amenazadora profecía, un disparo desgarró el silencio que se había producido en el bungalow después de las últimas palabras de Altmann.
Poco después el teléfono en el bolsillo de Noah sonó.