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Oosterbeek, Países Bajos

Fue la lata de conserva la que le demostró que había cometido un error. Noah había estado disperso, no se había concentrado, y al salir de la sala de cuarentena destrozada solo pensaba en si el viejo utilizaría la ametralladora que le había dejado. De todas las armas con las que se había ido haciendo, el gatillo de esta era el que menos fuerza requería y la que más potencia tenía. De todas formas no estaba seguro de que el paciente moribundo pusiera fin a su vida por sí mismo.

«El miedo a la muerte es algo extraño».

Noah no se dio cuenta de su descuido hasta que no estuvo en la cocina. Quizá simplemente estaba demasiado cansado. Quizás hacía mucho tiempo que no comía nada. Y al fin y al cabo era inútil preguntarse por la causa: Noah no había estado atento y no había asegurado lo suficiente su camino de vuelta. Sencillamente había supuesto que el bungalow estaría vacío cuando regresara al salón.

«Y ese ha sido el error».

No estaba solo. Había alguien con él en la habitación. Alguien que tenía hambre.

«Un grave error».

La lata estaba abierta sobre la encimera, su tapa rajada se alzaba como la hoja de una sierra circular. Los cantos que había cortado el abridor tenían el borde rojo; las salpicaduras de salsa de los raviolis parecían gotas de sangre sobre la madera clara de la barra de la cocina.

—¿Oscar? —gritó, y oteó el salón—. ¿Celine?

La luz de la chimenea ya solo titilaba bajo mínimos; las lámparas que antes habían estado encendidas ahora estaban apagadas. Algo que en principio era lógico si ellos dos habían apagado las luces al marcharse. Pero no lo habían hecho.

Ya que aún seguían allí. Estaban sentados sobre el sofá. Muy juntos el uno al otro. No se volvieron hacia Noah, a pesar de que él se dirigió a ellos:

—¿Por qué seguís aquí?

«¡Cerca de mí! ¿Es que os habéis cansado de vivir?».

No reaccionaron. No respondieron. El hombre entre las sombras lo hizo por ellos.

—Yo les he pedido que se quedaran un rato.

El extraño, que en la penumbra parecía no tener rostro, llevaba un traje oscuro, tan negro como el cuero de la butaca en la que estaba sentado, así que daba la impresión de fundirse con él. Lo que mejor se veía era el cañón cromado de una pistola que había dejado en el reposabrazos derecho.

Noah, que ya tenía una de sus armas en posición de tiro, encendió todos los interruptores de la cocina-comedor al mismo tiempo. Una luz cálida inundó toda la habitación, desde el fregadero hasta la chimenea.

—¿Usted? —preguntó perplejo. Si había alguien con quien no habría contado en absoluto, ese era él.

El hombre de la butaca torció el gesto y se protegió los ojos con la mano. Hacía equilibrios con un plato sopero en su regazo.

—Por favor —dijo—. No me encuentro bien. Me duele la cabeza y últimamente soy algo sensible a la luz. Por eso he pedido a sus amigos que apagaran la luz. ¿Me haría usted también el favor?

Al ver que Noah no se movía, suspiró y untó un pedazo de pan en la salsa del plato.

Oscar y Celine miraron a Noah con miedo.

«¿Qué hacemos ahora?», le preguntaban en silencio.

Noah dio un paso adelante, con el arma bien sujeta.

—¿Qué quiere?

El hombre respondió con la boca llena:

—Primero, comer. Tengo un hambre canina. —Señaló la lata de raviolis abierta que había sobre la barra—. Siento que esté tan rota, pero los envases no son lo mío. ¿No quiere un poco, Noah o como se llame? En el vagón restaurante ninguno de los dos nos llevamos nada decente al buche.

Se limpió la boca y la nariz con una servilleta de papel y contuvo la tos.

—Por cierto, todavía no me he presentado como es debido —les dijo a todos con un amago de sonrisa—. Me llamo Adam Altmann.