«El miedo a morir es algo extraño», oyó Noah decir a la voz patriarcal cuando entró en lo que había sido la zona de cuarentena a través del cristal de seguridad hecho trizas. No sabía si era la voz del anciano de la cama, que cruzaba los brazos ante la cabeza en posición de defensa.
«Sostenle una pistola en la sien a un vagabundo medio congelado y, a pesar de su situación desesperada, te suplicará que le dejes vivir».
La voz que había oído por los altavoces parecía ser diferente a la de su mente, pero ¿quién sabía cómo sonaba la voz del moribundo cuando el virus aún no se había extendido por su cuerpo?
«Ni siquiera quieren perder la vida aquellos que ya no reciben nada de ella».
El viejo tampoco quería morir, a pesar de que el telón ya estaba cayendo. La gripe de Manila tardaría un día, dos como máximo en hacer otra marca en su lista de víctimas. Pero por el momento el enfermo no tenía miedo del virus, sino de Noah.
—¡No te acerques a mí! —gritó, y comenzó a masticar más rápido.
Noah se acercó a la cama y le quitó la carta medio estrujada de la mano. Entonces le presionó con el pulgar y el índice en las cavidades de la mandíbula. No fue necesaria mucha presión para obligarlo a escupir la segunda tira masticada. La primera ya se la había tragado.
—Miserable hijo de puta —lloró el anciano una vez se le hubieron pasado las náuseas—. Ya no puedes detenerlo, ¿me oyes?
Noah retiró todo lo que había en la mesilla con el codo, alisó el papel y añadió la tira al borde rasgado. La carta estaba en mejor estado del que había esperado. A excepción del encabezamiento y algunos puntos en los que la saliva había emborronado la tinta, la parte principal era legible.
—¿Me has oído? Has fracasado. No has logrado detenerlo.
Noah intentó ignorar los insultos del viejo y se concentró completamente en la carta que tenía ante sus ojos:
Querido padre:
He volado hacia ti para hacerte cambiar de opinión en el último momento. Si estás leyendo esta carta de despedida, significará que no lo he conseguido y que he seguido viajando para acabar con el proyecto Noah sin tu ayuda.
Levantó la vista. Miró al viejo a los ojos.
«¿Padre?».
¿Sería posible que no reconociera a sus propios padres si estuviera frente a ellos? Siguió leyendo.
Al principio estaba tan convencido como tú, y no puedo negar que en el fondo sigo siendo partidario de nuestra idea. Pero como sabes, mi vida ha cambiado bastante. He dinamitado las cadenas de mi infancia, he superado el aislamiento y me he enamorado. El deseo de traer niños al mundo ha surgido de forma imprevista y la lógica no puede reprimirlo. Es posible que suene cursi, pero me ha abierto los ojos. Todo aquello en lo que creemos es cierto. Todo aquello que hacemos es incorrecto. Tiene que haber otra manera de hacerlo que no sea el proyecto Noah, que pasará a la eternidad acompañado de mi nombre, ya que fui yo quien investigó y desarrolló la última pieza del puzle necesaria para alcanzar el gran objetivo.
Como ahora ya sabes, grabé en vídeo de nuestra última conferencia. Entregaré esta cinta a alguien en condiciones de publicarla de tal manera que la mayoría de la gente la escuche y no la tachen de teoría conspirativa.
Debemos detener la fase tres. Lo siento, es lo único que puedo hacer.
Tu hijo, que te quiere,
DAVID
Noah leyó la carta una segunda vez, después la dobló y se la guardó.
Aturdido por aquello que acababa de averiguar sobre sí mismo, se dirigió una última vez al hombre moribundo sobre la cama, que había cerrado los ojos de nuevo.
—¿Qué he hecho? —le preguntó.
«Yo, David Morten».
No obtuvo respuesta.
—¿Tengo yo la culpa de todo?
«¿De esta enfermedad? ¿De la epidemia que está matando a todo el mundo? ¿Que te está matando a ti?».
No hubo reacción. La respiración del viejo volvía a ser superficial. Noah creyó que había perdido el conocimiento, pero se equivocaba.
—Por favor, no te vayas —le oyó decir cuando estaba saliendo de la habitación.
Era más bien un estertor apenas inteligible.
Noah se volvió.
—¿Y eso por qué?
El viejo levantó la cabeza, cosa que pareció suponerle un esfuerzo infinito. Tosió. Su boca sin dientes escupió sangre. Señaló al bolsillo derecho y después al izquierdo de la chaqueta de Noah, ambos deformados por las armas.
—Hazme por lo menos un último favor, miserable hijo de puta.