17

—Tengo que entrar.

Noah se acercó a la esclusa de plexiglás.

—No sin eso de ahí. —Oscar señaló uno de los trajes de protección del suelo. Entonces se agachó y cogió una caja vacía de ZetFlu.

»Ese tipo de ahí dentro está a punto de morir. Todavía no ha alcanzado la fase de la hemorragia cerebral, pero sin duda es muy contagioso.

«Lo sé».

—Ya no queda tiempo para eso.

Noah examinó el acceso. La esclusa a la habitación del enfermo estaba provista de una cerradura electrónica con teclado numérico, cuya combinación naturalmente no conocía.

—No dirá en serio que quiere perder la vida por una maldita carta, ¿verdad?

—Incorrecto. —Noah se volvió hacia Celine—. Ya he perdido la vida. Quiero recuperarla.

Miró al viejo en la cama, que en ese momento estaba arrancando una segunda tira de la carta.

—Vosotros largaos —ordenó Noah—. Llevaos la furgoneta de la casa. Conducid hasta la clínica más cercana y pedid que os atiendan. —Esperaba que la esclusa aún fuera hermética y no estuvieran ya todos contaminados.

—Nos quedamos contigo —dijo Oscar, y casi sonó obstinado.

—De ninguna manera. Es demasiado peligroso.

—No permitiré que entres ahí y te contagies, grandullón.

—Oh, sí, claro que lo permitirás.

Noah levantó la ametralladora y apuntó alternativamente a Celine y a Oscar.

—¿Te has vuelto loco, grandullón?

—Los dos habéis visto de lo que soy capaz.

Celine asintió. Retrocedió.

—No lo hagas —protestó Oscar mientras caminaba hacia atrás—. Por favor.

Sus súplicas no sirvieron de nada. Noah empujó a los dos hacia el pasillo y cerró la puerta por dentro. Esperó hasta que sus pasos se hubieron perdido en el pasillo, entonces se volvió y destrozó a tiros la pared de cristal que lo separaba de la habitación del enfermo.