Oosterbeek, Países Bajos
Desde la cocina abierta al salón, un pasillo conducía al resto de habitaciones del bungalow. Noah cruzó una pequeña puerta de madera junto al frigorífico y bajó tres escalones, y al hacerlo tuvo que agachar la cabeza para no golpearse contra el bajo techo.
Celine, que se había negado a quedarse sola, iba pegada detrás de él. El instinto de Noah había rechazado la idea de aventurarse en terreno desconocido acompañado de una extraña que además estaba embarazada. Pero quién sabía dónde le acechaban menos peligros: ¿en la parte delantera de la casa o en las habitaciones posteriores, en las que en ese momento se encontraba Oscar, que ya no respondía a sus llamadas? Dejar a Celine sin vigilancia en el salón probablemente habría sido una elección peor que llevarla consigo. Por lo menos la agitación parecía haber abierto su caparazón emocional; ya no actuaba como si estuviera ensimismada, sino que casi parecía lista para el combate. De hecho no había querido devolverle el cuchillo con el que Noah había soltado sus esposas.
—¿Oscar?
Noah gritó el nombre de su compañero una segunda vez.
Tras los primeros pasos, un detector de movimiento había activado la luz automática del techo. Recorrieron un pasillo flanqueado por cuadros. Discretos grabados al carboncillo se alternaban con llamativos paisajes al óleo. La mayoría de los marcos estaban torcidos. Noah no conocía a ninguno de los pintores, ni siquiera podría haber dicho a qué estilo o época pertenecían las obras.
«Tanto genio-del-arte-del-millón-de-dólares para esto».
—Por aquí.
La voz de Oscar estaba más cerca, pero el sonido todavía era sordo. Una puerta guarnecida con cuero al final del pasillo lo amortiguaba. Estaba apoyada, y una luz clara y deslumbrante iluminó el pasillo cuando Noah la abrió.
«La ventana a la muerte», fue la primera idea que le vino a la cabeza.
Estaba en una habitación, que en algún momento había consistido en dos habitaciones separadas, iluminada por lámparas halógenas abombadas. Allí donde un día había estado el límite entre ambas, ahora una pared de cristal dividía la sala en dos espacios. Una zona estrecha para visitas delante y una sala de cuidados intensivos detrás, de dimensiones algo más generosas.
—¿Quién es ese? —preguntó Oscar sin apartar la mirada del enfermo tras el cristal.
«Tras la ventana a la muerte».
—No tengo ni idea —dijo Noah.
«Una frase que poco a poco se está convirtiendo en mi consigna de cabecera».
Un hombre mayor (Noah calculó que tendría más de setenta años, pero era difícil decirlo teniendo en cuenta su miserable aspecto) vegetaba respirando superficialmente sobre una cama de hospital con ruedas. Aparte del murmullo constante de la ventilación, no les llegaba ningún otro ruido de la sala de cuidados intensivos, la cual era probable que estuviera sellada herméticamente. Una cabina cilíndrica de plexiglás, encajada más o menos en el centro del cristal y que recordaba a un tubo de ensayo de tamaño mayor al habitual, hacía las veces de esclusa. Alguien se había esforzado mucho para proteger al paciente de cualquier contacto con el mundo exterior. Una medida comprensible. Al hombre se le había caído todo el pelo. Su saliva ensangrentada goteaba sobre una almohada ya manchada. Sus ojos cerrados estaban profundamente hundidos de manera poco natural.
—Gripe de Manila —jadeó Celine. Noah se sorprendió de que no hubiera puesto tierra de por medio hacía rato.
El enfermo solo llevaba puesto un camisón sucio. No había manta alguna, como tampoco había ningún médico o enfermero.
«¿Cómo ha llamado Amber a esta casa? ¿El origen de mis recuerdos?».
Noah recorrió la antecámara con la mirada.
«Más bien el origen de la muerte».
El paciente no era el único que se encontraba en estado de desintegración. La zona en la que se encontraban también parecía haber sido abandonada precipitadamente poco antes.
En el suelo había dos trajes protectores blancos de cuerpo entero junto a cajas de medicamentos rotas. Todo dejado atrás con descuido, quizá por miedo a lo que albergaba la habitación del enfermo. O simplemente porque la medicina ya no tenía nada que hacer allí.
—¿Qué deberíamos hacer? —quiso saber Celine.
—Entrar ahí no, desde luego —respondió Oscar.
Era obvio que el viejo se estaba muriendo. Sus brazos delgados, huesudos, llenos de vías intravenosas, estaban unidos por varios tubos a una torre de aparatos. La frecuencia cardíaca, la temperatura, la presión sanguínea y otras constantes vitales recorrían las pantallas como cotizaciones bursátiles.
—Creo que se está despertando —exclamó Celine, que se había colocado entre Noah y Oscar.
—No, solo le cuesta respirar —la contradijo Oscar, pero se corrigió justo después—. Espere, tiene razón. Mire.
El viejo abrió los ojos de golpe.
—Madre de Dios. —Al ver las pupilas inyectadas en sangre, que parecían estar ciegas, Celine se llevó la mano a la boca.
Oscar golpeó el cristal.
—Eh, hola. ¿Nos oye?
El hombre levantó la cabeza y clavó la vista en ellos. Noah tuvo la sensación de estar siendo observado por una careta terrorífica cuyos ojos ensangrentados se desprenderían en cualquier momento y caerían al suelo.
Pero el viejo solo parpadeó. Y movió los labios.
—Está hablando —aclaró Celine innecesariamente. Noah no entendía ni una sola palabra debido al efecto insonorizador del vidrio que los separaba. Buscó un interruptor y lo encontró junto a la puerta de entrada. Después de girar una ruedecita negra en el sentido de las agujas del reloj, un altavoz crepitó sobre su cabeza e inició la transmisión a mitad de frase:
—¿… vuelto a por mí? ¿Por qué?
No hablaba muy alto, pero los altavoces eran de buena calidad, de manera que oían al hombre sin problemas.
—No, no hemos vuelto —trató de explicar Noah—. Nosotros acabamos de encontrarlo.
—¿Nosotros?
El viejo se incorporó. Su camisón se abrió a la altura del pecho. Grandes hematomas, que brillaban húmedos bajo la luz halógena de los focos, cubrían su torso.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Pare, será mejor que no haga eso —le gritó Noah al hombre cuando vio que este se arrancaba las vías del brazo para levantarse.
—¿Por qué no? ¿De qué me sirve esto ya?
Se arrastró hacia ellos descalzo, lo que pareció costarle sus últimas fuerzas. Se tambaleó, las piernas le cedieron varias veces y amenazó con tropezar. Cuando llegó hasta el cristal, Noah solo pudo identificar una débil señal de vida en sus ojos. Y era ira.
—¿Tú? —preguntó el viejo con incredulidad. Su boca sin dientes permaneció abierta.
Noah dio un paso hacia atrás. No por miedo o asco, sino porque buscaba alguna referencia en el rostro del hombre. Pero no recordaba haberlo visto antes. Al contrario que el moribundo de detrás del cristal.
—Creía… ¡creía que estabas muerto! —dijo el viejo. Pegó la mano al cristal. Las venas reventadas habían formado un hematoma en la palma de su mano.
»¿Por qué sigues vivo? —preguntó—. ¿No podías dejarme al menos ese consuelo antes de morir? —Miró a Oscar, después a Celine y finalmente a Noah otra vez.
»Saber que estabas muerto habría endulzado mi propia muerte, pedazo de…
Tragó saliva.
—… traidor de mierda.
Noah negó con la cabeza.
«No estoy muerto. Solo me siento como si lo estuviera».
—¿Nos conocemos? —preguntó.
La cólera arrugó la frente del viejo.
—¿Que si nos conocemos? —El paciente cerró en un puño la mano que tenía en el cristal—. ¿Y ahora qué? ¿Una última broma cruel antes de que me muera?
Su ojo derecho derramó una lágrima.
—Lo has revelado todo. Todo por lo que habíamos luchado. —Levantó la cabeza—. Cobarde.
El viejo escupió contra la pared de cristal. Una flema verde amarillenta resbaló por el vidrio. A pesar del aislamiento, Noah tuvo la sensación de poder percibir el hedor a acidez y podredumbre de la saliva. El aliento viciado con el que el viejo escupía sus insultos.
—He leído tu carta.
«¿Qué carta?».
—¿Dices que puedes impedirlo? ¿Nuestro trabajo de tantos años? ¿El gran objetivo? ¡Bah!
El viejo volvió a levantar la barbilla, pero no tenía bastante saliva en la boca para atacar con otro escupitajo.
—¿Qué carta? —preguntó Noah, y vio que el hombre se giraba y les ofrecía la vista de su trasero desnudo, sobre el que se había formado una costra de heces. Se arrastró con paso vacilante de vuelta a la mesilla de la cama. Al hacerlo dejó un rastro de gotas oscuras sobre el claro revestimiento del suelo. Noah no habría sabido decir si estaba perdiendo fluidos a través de una herida abierta o si sencillamente se trataba de incontinencia.
—Esta de aquí —graznó el viejo justo después de abrir el cajón y sacar un pedazo de papel. Tuvo que sentarse. Los cortos trayectos lo habían debilitado visiblemente. Parecía tener problemas de equilibrio, y volvió a dejarse caer de lado sobre la cama. El papel temblaba en su mano.
—Aquí la tengo, tu carta de traidor.
—¿Qué se propone? —preguntó Celine, que a juzgar por la expresión de su rostro estaba tan impactada por el aspecto del viejo como Oscar.
El moribundo sostenía ahora la hoja con ambas manos.
—Me cagaría en ella —dijo con voz vacilante. Si bajaba aún más el volumen de su voz, Noah ya no le oiría con el murmullo de la ventilación.
»Pero ni siquiera para eso me quedan fuerzas ya. Y los cobardes de los médicos tampoco me han dejado ningún mechero, así que tendrá que ser así.
Abrió la boca y levantó una última vez la cabeza para mirar directamente a los ojos a Noah.
—Mira lo que pienso de tus garabatos, pedazo de escoria.
Arrancó una tira de papel del extremo superior.
Y entonces empezó a comerse el documento que habría permitido a Noah sacar conclusiones acerca de su verdadera identidad.