Manila, Filipinas
—¿Tú otra vez? —le preguntó a Jay cuando el niño de siete años entró en la cabaña. Chona estaba sola.
Su marido ya no estaba sentado en la cama cortándose las uñas de los pies. Los niños tampoco estaban ya peleándose a los pies de la mujer obesa. Solo el bebé seguía en la caja de Coca-Cola y dormía de nuevo. Jay se alegraba de que Bituin no anduviera por allí. Con la gorda podría arreglárselas, pero el tipo flaco de los ojos de camaleón le daba algo de miedo.
—¿No te he dicho que te largues de aquí? —Chona tenía que levantar la mirada hacia él, ya que se había sentado sobre el suelo de tierra, aplanado a pisotones. Sostenía una linterna en la mano, que encendía y apagaba para comprobar su funcionamiento. Probablemente le acabara de poner pilas nuevas. Un tesoro, sobre todo aquí abajo en «la ciénaga». Jay se imaginaba cómo podía permitirse semejante lujo. Seguro que no era el único hombre que hacía negocios con ella. Pero seguro que era el único que no quería su pecho para sí mismo.
—Tengo el dinero —dijo.
Chona lo miró con recelo.
—¿Cinco dólares? —le preguntó y se lamió los dientes.
Jay asintió. En realidad eran ciento ochenta pesos escasos. Desde que su padre había muerto, ya no iba donde Gustavo, sino que ahorraba el dinero que mamá le daba para las clases. No lo había mencionado, porque no quería entristecerla. Pero ahora que había otra boca que alimentar, no se podía gastar el dinero en números. Los números no daban de comer.
—Cinco dólares por un mes de leche —propuso Jay.
Chona dejó la linterna a un lado y se levantó a duras penas. Con ella se levantó también una nube dulzona de sudor. Jay contuvo el aliento y miró fijamente sus enormes pechos. Como estaba tan gorda, parecían fundirse con la barriga.
—Dame el dinero —dijo con avaricia y extendió la mano. Jay negó con la cabeza y apoyó todo el peso sobre el pie de la zapatilla en la que había escondido los billetes.
Oyó voces fuera que se acercaban y un perro que ladraba, así que se volvió hacia la entrada, pero nadie apartó la cortina. Nadie entró. Las voces se alejaron de nuevo.
—No tendrás tu dinero hasta que estemos allí.
—¿Hasta que estemos dónde? —preguntó Chona.
—Arriba. Donde mi madre.
Jay había salido a hurtadillas de la cabaña cuando Alicia se había adormecido un ratito. La larga caminata para ir y volver de «la ciénaga», la preocupación por Noel, que apenas se movía ya, y las constantes malas noticias acerca del toque de queda que se había decretado en todo el barrio habían agotado a su madre. E incluso aunque hubiera tenido fuerzas, no lo habría acompañado una segunda vez, eso seguro. Jay sabía que la única posibilidad de que su madre accediera a aceptar la ayuda de esa repugnante mujer era si le presentaba los hechos consumados y aparecía en casa sin avisar con Chona tras él. No tenía ni idea de cosas de mujeres, no sabía cómo funcionaba eso de dar pecho ni si la gorda podría empezar inmediatamente, pero pronto lo averiguaría.
—Vamos —dijo.
—¿Algo más? —Chona le hizo un corte de mangas—. No hago visitas a domicilio.
—Bueno, entonces… —Jay agarró la cortina. El farol funcionó.
—Espera —oyó decir tras él. Se volvió y desperdició un valioso segundo preguntándose cómo había podido llegar la linterna tan rápidamente a la mano de la mujer.
Sintió un dolor punzante en la sien. Entonces todo se volvió negro.