—¡No aguanto más!
Parecía que a Oscar le iba a explotar la cabeza. Tenía la cara de color rojo oscuro, las mejillas hinchadas, ambas manos contra las sienes; taladraba a Noah con la mirada. Estaba en el umbral de la puerta abierta. El aire frío y húmedo pasaba junto a él y entraba en el bungalow.
—Yo no sigo con esto. No puedo más.
—Deberías esperar fuera —replicó Noah después de asegurarse de que tanto Amber como el vigilante estaban realmente muertos.
—Oh, siento que mi presencia te moleste cuando matas.
Oscar estaba al borde de la histeria. Noah ya se había preguntado cuándo le pasarían factura los acontecimientos de las últimas horas. Había llegado el momento. Una palabra equivocada, solo un pequeño empujón, un paso más hacia el precipicio, y su acompañante se precipitaría por un abismo mental.
—Mierda, esto no puede seguir así. Este es… —Oscar utilizó los dedos para ayudarse a contar, como un estudiante de primaria—… el primero, el segundo… Madre mía, el séptimo cadáver. Maldita sea, estoy empezando a perder la cuenta. —Se echó a reír como solo ríe una persona que ha perdido el control sobre sus emociones.
—¡Silencio! —le ordenó Noah. Le habría gustado retroceder hacia él y darle una bofetada, pero había cosas más importantes que hacer. La prioridad era Celine. Estaba en cuclillas sobre el suelo, con la cara escondida tras las manos esposadas. Con los brazos levantados para demostrar que ya no sostenía ningún arma (había dejado la ametralladora sobre la encimera de la cocina, la pistola que le había quitado a Elvis y el arma que llevaba consigo desde el Adlon abultaban el bolsillo de su chaqueta), se acercó lo más lentamente posible a la periodista, que lloraba.
—Soy Noah —le dijo al darse cuenta de que ella nunca lo había visto. Debido a que la puerta seguía abierta, la temperatura del salón había descendido drásticamente. A pesar del fuego de la chimenea, ya podía ver su aliento—. No le haré nada.
—¿Nada? —exclamó Oscar y gesticuló con los brazos en todas direcciones—. ¿A esto lo llamas NADA? Cada vez que entras en una habitación la gente cae como moscas.
Furioso, cerró la puerta de un golpe, de manera que los vasos de la vitrina del salón vibraron. El fuego de la chimenea llameó, Noah ya sentía que la temperatura estaba subiendo.
Pasó por encima de los muertos y se arrodilló junto a Celine. Al tocarla suavemente ella se estremeció. Descruzó los dedos y formó con ellos una estrecha rendija ante sus ojos.
—Hola.
No parecía haber percibido su presencia hasta entonces. Intentó ponerse de nuevo las bragas apresuradamente, pero las bridas que le ataban las manos no se lo permitían.
—Necesito un cuchillo —le dijo Noah a Oscar.
—¿Por qué? ¿Es que quieres rajarle el cuello a modo de remate triunfal? ¿No has tenido suficiente por hoy?
Noah levantó el brazo sin girarse y le hizo a su acompañante una señal inequívoca de que se callara de una vez.
—No lo hagas más difícil para ella.
—Mira quien habla —farfulló Oscar, pero Noah oía que se dirigía hacia la cocina.
—Ya ha pasado —le dijo en voz baja a Celine—. La mujer y los hombres que la han secuestrado ya no pueden hacerle nada.
Se abrió un cajón. Los cubiertos tintinearon. Los ruidos familiares, cotidianos parecieron tranquilizar un poco a Celine. Sus labios temblaban, pero formuló su primera frase:
—¿Qué ha pasado?
«Te han llevado a un país extranjero y casi te han violado. Pero esa no es la respuesta que quieres oír, ¿verdad?».
—No lo sé —admitió—. No tengo ni idea cómo hemos acabado aquí.
«Camino entre la niebla con una linterna y no encuentro el camino».
Noah le apartó un mechón de pelo húmedo de los ojos.
—¿Dónde están esas tijeras? —gritó y se volvió.
La cocina abierta estaba desierta.
«¿Oscar?».
—Eh, ¿qué está pasando aquí?
Se puso de pie. La reportera enseguida comenzó a temblar otra vez. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No tengas miedo —susurró Noah. Entonces, más alto—: Oscar, maldita sea, ¿dónde te has metido?
Nada. Solo el crepitar de la chimenea.
Miró a Amber. Al guardián muerto. A Celine. Y entonces lo oyó. Nervioso. Chillando.
—Rápido. Ven aquí. Enseguida.
Su voz sonaba apagada, como si atravesara una pesada puerta.
—¿Dónde estás? —gritó Noah. Fue a la cocina y cogió la ametralladora de la encimera.
Oscar respondió como desde muy lejos.
—Aquí, atrás, grandullón. Corre. Deberías ver esto.